Nunca prestamos suficiente atención a los que esperan a su cita, almas anónimas en el marasmo urbano. El 7 de enero de 1956 uno de estos hombres miró su reloj y dio por perdida la partida en la puerta del mítico bar Núria. El plantón era de órdago. Con la ausencia de su partenaire se iba al garete un negocio de pesca de langostas, así como el cobro de una deuda de tres millones de pesetas.
Al día siguiente nuestro protagonista, amargado por lo acaecido en La Rambla, acudió a la habitación 523 del Hotel Ritz y mató con una barra de hierro a su socio, Mulhrad Chandrai, millonario inglés de origen indio que terminó sus días salpicado por su propia sangre mientras su asesino se desesperaba al ver manchado su flamante e impecable abrigo beige. Lo dejó en el escenario del crimen y se precipitó, sigiloso en su nerviosismo, al bullicio de la Gran Vía.
El hallazgo de la prenda fue clave para resolver el caso. En esa lúgubre Barcelona de la primera posguerra el gris y el negro copaban el vestuario masculino. Cualquier otra gama cromática indicaba fortunas que tanto podían ser fruto del estraperlo como indicar un origen extranjero de quien vistiera el atuendo. Este par de elementos sirvieron a la policía para consultar un registro de foráneos llegados a la capital catalana, labor que se completó con el paseo del abrigo por varios establecimientos hoteleros hasta que se dio en el blanco y Sigfried Neumann fue arrestado.
El culebrón detectivesco, medio ocultado por unos periódicos que no querían ensuciar el nombre del actual Palace, se solucionó en un abrir y cerrar de ojos porque el turismo no se había masificado y los hábitos provincianos de los barceloneses prohibían alardes exhibicionistas. La discreción era una norma que aseguraba ser uno más del rebaño, sin innecesarias estridencias que se dejaban a los visitantes, pocos y selectos, sin que al régimen pareciera importarle mucho saber qué actividades desarrollaban durante su viaje.
Desde 1951 La Rambla empezaba a folklorizarse por la presencia de la Sexta flota norteamericana, que avivó la zona y la volvió de un insólito castizo, extraviándola de sus esencias, mucho más cosmopolitas y auténticas. Los marines tenían jurisdicción propia y raramente eran molestados, todo muy Míster Marshall, todo muy de una España no tan lejana ahora que en Andalucía se emocionan porque en Sevilla se rodará una temporada de la serie Juego de Tronos.
Vayamos al grano. A fecha de hoy un crimen como el del Ritz no podría solucionarse con metodologías de antaño. La multitudinaria marea turística impediría esa forma tan ingenua de ir de hotel en hotel a la búsqueda de una mirada con brillo, algo tan peliculero como desfasado, casi sacado de una mala imitación de Sherlock Holmes. Los investigadores del siglo XXI disponen de herramientas espectaculares que casi aseguran el éxito de las pesquisas, fallidas en ocasiones por azares del destino, como en el irresuelto doble asesinato del Bar Joan en Diagonal con Bruc. Han pasado cuatro años y los culpables siguen impunes y sueltos.
Pero bueno, olvídense de esa efeméride, quizá algún día me dé por volver a ella. Hoy quiero hablar de La Rambla. En 1914 la avenida que fue un importante centro periodístico donde paseantes y periodistas discutían sobre el inminente conflicto mundial que asolaría al Viejo Mundo. La mayoría de transeúntes se decantaban por Francia, Rusia e Inglaterra mientras que algunos políticos santificados como Prat de la Riba, el mismo que prohibió el artículo La ciutat del Perdó de Joan Maragall porque no quería concordia, apostaban por los Imperios Centrales a partir del amor que profesaban al triunfo pedagógico de Alemania y a las virtudes de la doble corona Austrohúngara, modelo federativo que consideraban ideal para Cataluña.
Estos días la avenida que desde 1992 es feudo de los turistas se llenó con otro tipo de debate a partir de camisetas futboleras. Nunca entendí cómo alguien se levanta y decide que pasará el día enfundado con una zamarra deportiva, pero para gustos los colores. En Barcelona lucir la camisola del Barça en cualquier circunstancia es un horterismo muy aceptado. La mímesis es muy golosa y claro, los turistas llegan, ven la codiciada prenda y la adquieren en las tiendas de souvenirs, monumentos mundiales del Kitsch, como si con su adquisición se sintieran más integrados entre la fauna local, en crisis como todo hijo de vecino salvo para caer en la trampa de una camiseta del Barça con las cuatro barras o comprar la felicidad del hijo con la nueva equipación, santo y seña del capitalismo para todos los públicos. Messi es el más solicitado, aunque estos días la moda iba más de selecciones nacionales, con Brasil, Alemania y Argentina a la cabeza. De este modo La Rambla, con permiso de los sombreros mexicanos, devino un bulevar de últimas tendencias del balompié que por la noche se amenizaba con shorts de esos que enseñan cachetes, cerveza beer amigo, sangría barata y paella de plástico a precio de oro.
Eso es cuando cae el sol, pero por la mañana hay que dejar espacio para las estatuas humanas y esas paradas artificiales, prostíbulos comerciales que han despojado de personalidad a la otrora perla de Barcelona, la misma avenida donde Washington Irving se admiró por su interclasismo, con ricos y pobres mezclados en perfecta armonía. Si resucitara y le diera por darse una vuelta en 2014 por el mismo lugar le guiaría, contándole que desde poco antes de su Tour europeo el sitio fue el epicentro de las protestas ciudadanas, de las Bullangas de 1835 a la huelga de tranvías de 1951. También le explicaría gustoso que en agosto de 1917, cuando nadie tenía vacaciones pagadas y era más fácil que el calor propiciara la revolución, se armó una gorda en una de las pocas huelgas generales donde la CNT y la UGT se pusieron de acuerdo para caminar juntas en la travesía de la lucha obrera.
También le narraría, casi como un susurro para que no nos escucharan las fuerzas de la autoridad, que a finales de mayo un grupo de manifestantes quiso tomar La Rambla pacíficamente y no les dejaron para no perjudicar la imagen de la marca BCN. Lo ocurrido aquel sábado era la repetición aumentada de la trágica jornada del 27 de mayo de 2011, cuando en principio los mossos cargaron contra los acampados de plaça Catalunya porque al día siguiente convenía tener desalojado el enclave para la previsible celebración futbolista del señor argentino que vende camisetas y ayuda a promocionar el nombre de Barcelona por todo el mundo.
Tenemos tan asumido que nos hayan despojado de La Rambla que no levantamos un dedo, y lo peor es que hasta los pakis lo saben. Una vez, por cuestiones profesionales, tuve que comprarme uno de esos bodrios de I love BCN y el vendedor se carcajeó al notar mi acento catalán, quizá pensó que se trataba de una cámara oculta. Me preguntó si estaba de coña y le dije que no, que la quería para una performance. La camiseta, que cuesta la friolera de veinte euros, es de pésima calidad, como lo que ofrecemos a los que nos dan tantos pingues beneficios.
Cuando caminamos por la parte central de La Rambla olvidamos mirar a los lados, repletos de edificios centenarios con historias más que alucinantes. Mientras tanto el crimen es el parque temático y fomentar un turismo basura que desprestigia mercados como el de la Boquería por invasión y una educación paupérrima, equiparable al pésimo gusto del mochilero, quien al ver que es normal la barra libre para el foráneo deja la ciudad hecha unos zorros y aquí nada ha pasado. Para eso sí hay tolerancia, para recobrar la personalidad de la avenida y reivindicar derechos ciudadanos ni de coña. Y así estamos, dentro pero fuera de un territorio del que somos expulsados porque así lo quiere el Ayuntamiento y el gran comercio, grandes defensores de los que pagamos su rancio, lucrativo y absoluto despropósito.