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Los refugiados denuncian “la rigidez” del sistema de acogida estatal

Alejandra Guillén lleva 10 meses en Barcelona a la espera de una residencia "estable"

Yeray S. Iborra

Este sábado las calles de Barcelona se llenarán con un único clamor: “Volem acollir” (queremos acoger). Desde la campaña 'Casa nostra, casa vostra', una iniciativa que ha hecho transversal el problema de los refugiados con el trabajo de decenas de colectivos y más de 300 voluntarios, se pretende presionar al Gobierno Español para que cumpla con las cuotas impuestas por Europa para la acogida de refugiados. Pero, ¿qué garantías se dará a quienes vengan?

La marcha por los refugiados será el segundo gran acto de 'Casa nostra, casa vostra', que la pasada semana congregó a 15.000 personas en el Palau Sant Jordi de Barcelona. Diferentes entidades que defienden el derecho de los migrantes ya advirtieron antes del concierto que de nada servirían la protestas si del clamor ciudadano no nacían “compromisos políticos concretos”.

Esta misma semana, tan sólo cinco días después de la cita multitudinaria, una treintena de personas, demandantes de asilo en Barcelona y residentes en la Casa Bloc de Barcelona, expresaban “las fallas” del programa de acogida estatal: los límites que impone la tarjeta roja –documento provisional para las personas demandantes de asilo– ante la falta de información de administraciones y particulares. Unos límites que se traducen en dificultades a la hora de abrir una cuenta bancaria o una de teléfono.

Para solventar este y otros problemas derivados de las fases de los planes de acogida, este grupo de refugiados acogidos en Barcelona, en colaboración con entidades como el Punt d'Acollida, elaboró un documento con sus exigencias “mínimas”. Para empezar, solicitaron que el permiso de trabajo fuese administrado en primera fase (el plan de acogida contempla tres fases); que las distintas fases de los planes tuviesen “una misma localizacion”, y que a las personas se les permita escoger según el arraigo al territorio. “Los programas se basan en la rigidez, en vez de en las personas”, criticaron los refugiados.

También se pidió una bolsa de trabajo y que hubiese traductores en todos los idiomas. Por último, los refugiados reclamaron una figura externa observadora independiente –con decisiones vinculantes– que vigilase ante “posibles irregularidades” de la administración o de las entidades. Esta última exigencia, según comenta el Ayuntamiento de Barcelona, puede verse subsanada con figuras ya existentes: el Síndic de Greuges puede ejercer de observador en conflictos entre los refugiados o con las mismas entidades que gestionan sus casos.

La tarjeta roja, la temporalidad y la localización

Alejandra Guillén dejó su país natal –que prefiere reservarse por miedo a represalias– por los problemas de su marido, que todavía hoy se antojan amargos para ser citados. Ella, su marido y dos de sus hijos (la tercera hija se fue a Estados Unidos con otros miembros de la familia de Guillén por disponer de visa) acabaron en Madrid en busca de asilo. El programa estatal los envió al lugar en el que había plazas disponibles: Barcelona. Poco después, su marido abandonó el programa “por la presión” –explica– y se quedó sola en la ciudad.

Tras diez meses en Barcelona, Guillén se encuentra en el puente entre la fase 1 (la de formación y recurso residencial) y la 2 (se pierde el recurso residencial y se debe buscar un alquiler). Un tiempo, el de las fases, que incluso el Ayuntamiento de Barcelona considera demasiado “escaso”. “Las administraciones deben llenar los huecos. El programa estatal sólo contempla dieciocho meses, cuando por situaciones de alquiler o trabajo, ese tiempo no es suficiente”, comentan desde el consistorio.

Ella y su familia están a la espera de una prórroga para mantener su residencia en Barcelona, al menos hasta que uno de sus hijos –de 7 años– acabe la escuela. CEAR, la entidad que la asesora, solo le ofrece un piso en Cardedeu. A 30 kilómetros del barrio donde vive ahora, Sant Andreu.

“Yo viví en España de joven, mis padres vinieron con visa de estudiantes. Ahora me da vergüenza ir a ver a los amigos de aquel momento”, comenta Guillén en un banco cerca de la Casa Bloc mientras aprieta un paquete de tabaco. Ha vuelto a fumar desde que empezó el asilo.

“Me tengo que echar todo a la espalda. Jamás pensé que pasaría por esto. En mi país era ingeniera industrial. Todo es agotador, y ahora que nos estamos integrando, quieren que nos vayamos de aquí: no quiero volver a perder el roce social, en Cardedeu estaré sola”, dice Guillén, que comenta –sin perder el humor– que “espera al menos que su resolución de asilo se retrase suficiente como para pedir el arraigo” (a los tres años de la entrada al país).

Las entidades excusan las carencias del programa en la falta de financiación y también en la juventud del programa (el actual, vigente desde 2015). Mientras tanto, y como denunciaba la responsable de comunicación de CEAR, Pascale Coissard, en una entrevista con este medio, cuanto “peor sea el tránsito, más difícil es la adaptación”. Ese tránsito parece ahora “no sólo referirse a la travesía, sino también a la costosa adaptación en el lugar de acogida”, lamenta, por su parte, Guillén.

Según comentan las personas de la Casa Bloc, “lo peor” de la discriminación por la tarjeta roja es que les impide acceder a alquileres –uno de los objetivos de la fase 2– por el miedo de los propietarios. Tampoco les resulta fácil, insisten, hacerse una cuenta bancaria o un contrato de telefonía; minucias para cualquier ciudadano que para ellos acaban siendo auténticas gestas. Es el caso de Luís Lázaro, colombiano de nacimiento que luce detrás de su móvil –del que ha tenido que hacerse una cuenta prepago– una bandera LGTBI. La bandera representa otro foco de problemas para él.

Los problemas, asegura Lázaro, no sólo se derivan de su condición de demandantes de asilo. Los casos se agravan si “las personas tienen vulnerabilidades asociadas”. En el caso de Lázaro, aqueja trato “discriminatorio” por parte de los trabajadores sociales de su entidad. Él incluso denunció un caso de discriminación ante el Observatorio Contra la Homofobia, que tuvo que mediar. Lázaro cuenta ejemplos uno tras otro: “¿Es normal que se repartan entradas para ir a ver al Barça y a mi no me propongan? ¿Por qué? Me dicen: 'Pero si a ti no te interesa el fútbol...'. Todas estas cosas hacen mella, y socavan nuestra autonomía”.

Las velocidades de las administraciones

Por el momento, sólo el Ayuntamiento de Barcelona –por medio del programa Nausica, un complemento al plan estatal de acogida– ha aportado algo de luz sobre la situación del colectivo LGTBI. De las nuevas plazas ofertadas por su nueva política, ocho irán directamente dirigidas al colectivo. La de Colau es la administración catalana que ha aumentado más los fondos para la acogida: cerca de un millón de euros en el plan Nausica y un 50% de aumento para el SAIER, el servicio de atención al refugiado.

Por su parte, la Generalitat, que ha apoyado en diversas ocasiones la movilización 'Casa nostra, casa vostra' y que pretende acoger a 4.500 personas, habla de un millón de inversión que todavía no se han concretado por tener los presupuestos en trámite de aprobación. Sigue en stand by también el Programa catalán de refugio. “Cómo luce plaza Sant Jaume”, apuntaba este viernes Oriol Amorós, secretario de Igualdad, Migraciones y Ciudadanía catalán, después que el Ejecutivo de Puigdemont colgara la pancarta 'Volem Acollir' en la fachada de la Generalitat.

A Catalunya han llegado sólo 124 personas provenientes de la crisis del Mediterráneo: el resto son, en su mayoría, refugiados provenientes de países latinoamericanos –el caso de Guillén y Lázaro– y ucranianos. Por su lado, el Estado español no ha acogido ni a un 7% de las personas a las que se comprometió, casi 15.000 según la petición de la Unión Europea.

“A veces nos quedamos con el 'volem acollir' pero no pensamos cómo acoger a esta gente. Hemos puesto el foco de que queremos acoger más... Pero también hay que acoger mejor”, comenta el teniente de alcaldía de Transparencia, Jaume Asens. “Nosotros ya pasamos por todo, sin remedio, pero las personas que vengan todavía pueden tener una oportunidad”, expresa Guillén, que este sábado estará en la manifestación de Barcelona. No sólo lo hará por ella, también por los que, si el Gobierno del Estado lo permite, están por llegar. “No queremos que ellos estén peor”.

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