“La sociedad catalana debe asumir si acepta los costes de un proceso de independencia”
El exconsejero de Justicia del gobierno de Pasqual Maragall, Josep Maria Vallès, tiene una trayectoria que combina el Derecho, la política y la docencia. Catedrático de Ciencias Políticas y de la Administración, fue decano de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Autónoma de Barcelona y rector de dicha universidad.
Presidió la asociación “Ciudadanos por el Cambio”, que formó parte de la coalición PSC-CpC, de la que fue diputado en el Parlamento catalán en las legislaturas de 1999 y 2003. A sus 74 años, propone un “armisticio” entre los gobiernos catalán y español para encontrar una salida viable y posible a la crisis que les enfrenta.
Hace cinco días que 2.300.000 catalanes votaron en una consulta protagonizada por la apuesta independentista. ¿Qué piensa de este 9N y qué puede pasar a partir de ahora?
Fue, otra vez, una señal de movilización potente porque los organizadores controlan bien los nuevos medios de comunicación y presencia y de establecer redes. Hace diez o doce años hubiera sido muy difícil montar la secuencia de acontecimientos que han sido capaces de organizar, combinando y aprovechando los recursos convencionales que les han puesto al alcance, tanto públicos como privados. El ejercicio de movilización es muy notable y digno de ser reseñado.
Desde el punto de vista del resultado, destacaría el contraste entre lo que lo que se suele llamar el territorio y la metrópoli. Se ha puesto de manifiesto, una vez más, cuando se examinan los resultados de participación, porque hay una movilización soberanista más clara y compacta en el territorio que en las regiones metropolitanas de la costa, en el entorno de Barcelona y Tarragona. Reproduce el comportamiento electoral, con variantes, cuando hablábamos de una Cataluña Vieja, que incluía, Girona y el interior de Barcelona; una Cataluña Nueva, según terminología histórica, que era Lleida y Tarragona, y una Cataluña Novísima, que era la metropolitana. Esto ha cambiado un poco, porque se ha desdibujado la diferencia entre la Cataluña Vieja y la Nueva, pero continúa el contraste con la Novísima o metropolitana.
Hay un cambio de condiciones sociales. La Cataluña del territorio ha progresado económicamente, culturalmente, informativamente. Las universidades provinciales han generado unas clases medias e ilustradas que se han asentado más en el territorio.
¿Se han hecho más nacionalistas?
Quizá ya lo eran pero no tenían la capacidad de formulación y de irradiación que han ido adquiriendo en los últimos diez o quince años. Todo esto se ha manifestado el 9N. El interrogante es si el contingente movilizado, más allá de hacerse sentir y obligar a considerar la cuestión que plantea, tiene la fuerza para imponer sus condiciones. Me parece que todavía no puede hacerlo y que el reto que tiene esta movilización a partir de ahora es ver si existe la posibilidad de agregar un contingente suficiente que decante mucho más claramente la situación hacia los objetivos que pretende. Si no, estaremos en esta situación donde la mayoría catalana que quiere salir del statu quo es fuerte pero no suficiente para convencer a la mayoría de fuera de Cataluña pero esa mayoría española tampoco es suficiente para sofocar o menospreciar esa mayoría catalana.
¿Hay riesgo de que la sociedad catalana se agriete, se divida a raíz este debate?
La divisoria existe. Que esta divisoria tenga una traducción dramáticamente es ya mucho más dudoso. Hay muchas divisorias. Entre gente más de izquierdas y gente más de derechas. Gente más confesional y gente menos confesional. La divisoria identitaria existe. Que esto vaya a provocar una ruptura violenta o irrespirable como se dice, a veces desde fuera, no lo acabo de ver. No veo familias que se rompan, amistades que dejen de existir. Tengo amigos y familiares en posiciones muy diferentes y no se han roto las relaciones, como podría haber sido el esquema del País Vasco. No es una apreciación demasiado científica sino a partir de mi experiencia personal y los comentarios con otra gente. Es una divisoria que ya existía, que ahora se formula en otros términos pero que no forzosamente debe causar conflictividad, enfrentamientos o fracturas invivibles.
¿Qué sentido tiene hablar de independencia de Cataluña en unos tiempos en que Europa va asumiendo soberanía que hasta hace poco pertenecía a sus estados miembros?
Desde una perspectiva de efectividad no lo tiene. La relación Cataluña-España no debe ser vista como una cuestión localista, idiosincrática, que sólo nos pasa aquí. Aparte de elementos históricos que se acumulan, los estados antiguos tienen desgastadas sus atribuciones en materias fundamentales que antes los definían. Ante este desgaste, los fenómenos independentistas cogen más fuerza porque ven la debilidad de la existencia de un estado soberano.
La idea de Estado y soberanía todavía tienen un elemento simbólico y emocional de una cierta fuerza pero es una nostalgia verificada en la política española cuando Zapatero tuvo que responder a la carta o la llamada que le hicieron Merkel u Obama o cuando se reformó la Constitución en quince días poniendo la soberanía del Estado español bajo las condiciones que marca Europa en materia presupuestaria y equilibrio fiscal. La soberanía como se entendía históricamente es un concepto caduco.
Hay un autor clásico que decía que la soberanía es uno de los conceptos que ha introducido más confusión en la teoría política. Si ya lo decían antes, esta confusión, este equívoco se ha incrementado de manera exponencial. La fórmula Estado es una fórmula agotada en cuanto a mucho de lo que representaba, que no quiere decir que ya sea del todo inútil.
En cambio, millones de catalanes quieren un Estado nuevo.
Hay muchos que se aferran a la idea que el Estado que tienen todavía es soberano y hay los que tienen la ilusión de un Estado que creen que tendrá una soberanía que ya no puede tener en Europa, en el mundo donde vivimos actualmente. Tiene una fuerza movilizadora como símbolo pero ha perdido efectividad y la está perdiendo, a pesar de que de vez en cuando hay un rebrote. La tendencia histórica es que las fórmulas de organización política serán otras.
¿Europa debería mojarse más en cuestiones como las reivindicaciones independentistas de Cataluña o Escocia?
Europa ya tiene suficiente trabajo en saber qué quiere hacer como organización política. La crisis europea hace que no quiera entrar en otro tipo de problemas. La idea de Estado soberano es una idea, un invento europeo que después se exportó al resto del mundo. Trata de inhibirse del tema. En el fondo no está inhibida. Los tecnoburócratas de Bruselas le prestan atención. Y a medida que pasan los meses y los años, más; pero tienen su propio problema de definición. Europa, para que funcionase bien, debería ir hacia una dinámica menos estatista y eso no les acaba de funcionar. No es que se laven las manos. Es que las tienen ocupadas intentando resolver un problema del que las relaciones entre Cataluña y España es una manifestación.
¿No sería de agradecer que dieran unas directrices claras en esta cuestión?
Políticamente, quienes creemos que mandan en Europa no tienen directrices claras. ¿Qué directrices podían dar Durao Barroso o Van Rompuy si no han sido capaces de articular un modelo político que fuera más allá de ir tirando con lo que tenían, cuando ya está claro que las condiciones mundiales económicas, sociales y políticas no son las que dieron origen a este tipo de Unión Europea ? Si no son capaces de definir algo sobre su propio problema, no es extraño que se abstengan de hablar públicamente sobre este asunto que es una manifestación de su incapacidad para dibujar una Europa diferente.
El Gobierno catalán apuesta por la independencia. El Gobierno español se niega en redondo a discutir esa cuestión. Usted propone un armisticio, ante este callejón sin salida.
Sí. Es a lo que se puede aspirar. Cuando ninguna de las dos partes puede ganar la apuesta, en las condiciones actuales, lo más sensato es pactar un armisticio, encontrar una salida temporal. De todos modos, no es probable que salgamos de esta situación antes de que se celebren las elecciones catalanas, municipales y españolas y haya un elemento nuevo, que no la aclarará pero que dará nuevas pistas.
A no ser que se produzca un fenómeno extraordinario, una contingencia imprevista que recoloque todas las piezas en el tablero. Si no es así, habrá que esperar a ver qué pasa en este año electoral y con sus consecuencias posteriores.
¿Qué le recomendaría a Artur Mas?
Me siento incapaz de hacer recomendaciones de ese estilo, que responden más al olfato táctico, a la calidad del político, que debe saber medir qué margen de maniobra tiene. Y lo tiene aquel que aparentemente está mejor informado. Los otros nos podemos hartar de hacer recomendaciones pero no tenemos suficientes elementos de juicio. Le podría dar argumentos para hacer una cosa o para hacer otra. Él, que tiene la capacidad de decidir, es quien tiene el ojo clínico, el olfato político para ponderar el valor, el peso de los argumentos.
Me hacen mucha gracia los tertulianos que lo tienen clarísimo y que están convencidos de que deben adelantarse las elecciones o hacerlas entre el mes de febrero y mayo o entre mayo y octubre. Me sorprende bastante. Yo no me atrevo a dar consejos.
Unas elecciones podrían aclarar el panorama actual.
Aportarían un elemento más. No creo que nos den la solución, pero oxigenarían una parte del panorama. Darían la oportunidad a que la opinión pública se expresara. Se vería hasta qué punto las opciones políticas nuevas han ganado credibilidad y tienen algún proyecto para sacarlo adelante. Es sano que haya elecciones el próximo año, pero no con la confianza de que tras ellas lo tendremos todo claro. Después comenzará un nuevo periodo en el que se abrirán, tal vez, algunos márgenes.
Parece que más pronto o más tarde tendrá que hacer un referéndum.
Sí, pero debería hacerse bien. En algún momento se tiene que hacer un referéndum. Está claro. Pero debería hacerse sobre una fórmula bien definida. Ya he dicho que la idea de independencia hoy es un símbolo pero no una propuesta bien definida. Una independencia que pretende ser soberana, en el sentido de poder absoluto y desligado del resto, tampoco es una opción creíble y viable en un referéndum. Si tiene que haber un referéndum debe ser a partir de una fórmula más trabajada que la de la bandera simbólica de la independencia, del estado soberano.
Unos dicen que la independencia nos llevará al paraíso y otros que al desastre.
Estas dos posiciones se descalifican rápidamente. No habría ni un paraíso, una arcadia, ni una situación de práctica desintegración. Estaríamos a medio camino. Habría un período de transición con unos costes elevados y si la sociedad está dispuesta a asumirlos en función de un horizonte mejor es su responsabilidad. Una transición a la independencia o soberanía, en las condiciones que habría que hacerla, sería realmente costosa. ¿Costosa hasta ser inasumible? No lo afirmaría. Si se quiere asumir un coste después de debatirlo y ponerlo a discusión con argumentos más potentes que los que se han dado hasta ahora, no veo porqué no debería ser posible.
Llevamos mucho tiempo con este debate y el debate social parece desaparecido de la escena política. Y eso que estamos en plena crisis económica.
No están desligados, pero no en el sentido que se suele decir. Para mí y para otra gente, el fenómeno independentista ha sido, en parte, desencadenado por el impacto de una crisis social y económica que ha descolocado a todos. La imposibilidad de dibujar cuál debe ser el futuro del sistema económico capitalista y, en consecuencia, la redefinición de la estructura social, ha repercutido aquí.
Es cierto que el ruido del debate independentista ha tapado, ha dejado en segundo término el otro debate. Están vinculados y el debate socio-económico rebrotará en cualquier momento, porque está abierto, y lo único que ocurre es que no ha ganado relevancia por contingencias que en política también se deben tener en cuenta.
A veces, pensamos que las dinámicas políticas son milimetradas, programadas, que siguen una secuencia lógica muy trabada. En algunos casos puede ser así pero en otros puede haber elementos contingentes imprevistos que desencadenan desviaciones o períodos de agudización de algunas manifestaciones. La crisis ha sido un elemento de activación del movimiento independentista, que no surge solo por una sentencia del Tribunal Constitucional. Esa sentencia es, quizá, el elemento contingente. El desasosiego, los miedos, las inseguridades por un lado y al mismo tiempo las ilusiones de que puede haber una fórmula mágica que nos lo resuelva todo juegan aquí.
El debate izquierda-derecha no está presente en Cataluña, hoy, y parece que esto perjudica las opciones de izquierda clásica.
No está presente, en parte, porque las izquierdas clásicas europeas tampoco han definido una alternativa frente a los efectos catastróficos del predominio y la hegemonía neoliberal. Los partidos socialdemócratas están bastante desarmados, sin programa. No es que el debate identitario haya tapado eso sino que el otro debate es muy insuficiente. El otro debate ha tenido poca potencia. Pero no sólo a escala catalana. A escala catalana, española y europea. Lo que toca hacer, si no te resignas a los resultados catastróficos de la política neoliberal de los últimos 25 años, es intentar construir una alternativa progresista, que no puede ser nostálgica de los pactos que se hacían en los años sesenta o setenta en el resto de Europa.
Entonces aparecen opciones como Podemos. ¿Arraigarán?
Intentan replantear el debate con categorías nuevas. Y al mismo tiempo con instrumentos de comunicación y movilización nuevos. Es positivo que emerjan como fuerza política. Aunque tienen mucho que definirse en términos programáticos y en capacidades que vayan más allá de la campaña de agitación. Deben pasar por la gestión. Esto no se resuelve en un año.
El sociólogo Immanuel Wallerstein ya hace años que dijo que estamos en un período de transición entre épocas históricas que puede durar entre 30 y 50 años. A principios de los noventa ya decía que había indicios de que estábamos en una fase de transición como las que se han producido en otros momentos de la historia. Estas fases tienen dos características: son muy convulsas y bastante largas. Hasta que no se asienta todo otra vez pasa mucho tiempo. Wallerstein intuyó bien que aquella hegemonía neoliberal, que la idea de que la democracia representativa se había asentado en todas partes, que el imperio soviético era la manifestación de un fracaso, se estaba terminando y se estaba abriendo otro momento.
Para los que están pendientes de lo que pasará mañana no les sirve de gran cosa, pero visto con más perspectiva, este planteamiento es bastante acertado. Y estos nuevos movimientos estarían en este flujo histórico. Hay que ver cómo se ubican en el tablero y qué capacidad real tienen de transformar el sistema de partidos. Este sistema, en Cataluña y España, estaba bastante congelado y respondía a los primeros años de la transición a la democracia y a las condiciones económicas y sociales de ese momento. Ahora se descongela, como ha pasado y está pasando en otros países. Que se descongele quiere decir que pasa a una fase fluida hasta que no se vuelva a asentar, a estructurar.
¿El empuje independentista puede aflojar si el proceso se alarga mucho?
Tiene una base bastante sólida, que, a partir de las cifras de la consulta del otro día y de los sondeos de opinión, se puede situar entre el 35% y el 45%. El reto, más que conservar esta base, es si puede ampliarla, si tiene argumentos e incentivos para que se apunte más gente, y de esta manera afrontar con mayoría la negociación que, en cualquiera de las hipótesis, tiene que haber. Incluso en la hipótesis de la independencia sería necesario un proceso de negociación.
Estas apreciaciones siempre son muy aventuradas y temerarias. Hasta ahora, ha conseguido un bloque bastante consistente, que no creo que sea aún del 50%.
¿Parte de este bloque es reconducible ante ofertas intermedias, tipo una organización federalista de España?
Como bloque, no. Atraer una parte hacia otras posiciones dependería de la capacidad de seducción, de imaginación, de oferta e incentivos que se les ofreciera. Por ahora, el inmovilismo jurídico no manifiesta ninguna posibilidad de rascar algo de ese bloque. El argumento de “Os Queremos. No os vayáis porque os amamos mucho ”es de una pobreza intelectual y sociológica muy notable. Debería haber un paquete sustantivo, que incluyera aspectos de reconocimiento simbólico, que son muy importantes aunque se tienden a menospreciar, medidas de carácter competencial, no de soberanía porque hoy en día es una entelequia, y de tratamiento fiscal.
Si hubiera un paquete consistente en esta línea podría hacer pensar a la parte más periférica de este contingente que valdría la pena aceptarlo, como resultado de este armisticio del que hablo. No de una fórmula definitiva. No se puede aspirar a fórmulas perpetuas o definitivas sino a ganar quince o veinte años de tiempo.
Parece inevitable que dentro de pocos o muchos años, Escocia o Cataluña sean independientes, sea lo que sea que signifique ser independiente entonces.
Es inevitable, irresistible que la fórmula Estado, tal y como la hemos conocido hasta ahora, se transforme en otra cosa. La transformación puede venir por la vía de una fragmentación o de la integración. La fórmula de los Estados actualmente definidos es una fórmula que, a medio y largo plazo, no da más de sí. Al menos en el ámbito europeo. En la India o China no sé lo suficiente para opinar. Pero en cuanto al ámbito europeo, esta es una fórmula que se inventó el siglo XVII y ha dado el juego que ha dado pero que hoy ni la economía, ni las comunicaciones, ni las migraciones, ni los intercambios culturales, ni los elementos geoestratégicos y militares permiten mantenerla como a veces parece que se quiere mantener. Para conservarla o para soñar para tenerla.
Habrá transformación y tengo claro que el mapa cambiará de aquí a no sé cuándo. Utilizo algunas veces un ejemplo inspirado en pintura clásica para explicarlo. Antes de los estados, los mapas eran como las pinturas de Kandinsky, pinceladas, porque las competencias de las ciudades, de las monarquías, de la iglesia, los monasterios estaban todas mezcladas. Cuando se crean los estados aparecen mapas como los de Paul Klee: rojo, amarillo, verde, azul,... Los mapas que estudiábamos eran así. Y ahora hemos entrado en una época cubista, donde, según como lo mires, lo ves de una manera o de otra. En términos económicos, la composición es una. En términos lingüísticos, es otra. En términos tecnológicos o medioambientales es otra. No podemos volver al mapa de Klee o Modigliani donde los colores están muy definidos.
Tenemos el G-20, la Unión Europea... Para la aviación internacional tenemos la Organización de Aviación Internacional. Para temas bancarios tenemos la Unión Bancaria. Para temas estratégicos tenemos la NATO. Para temas monetarios tenemos el Eurogrupo... Tenemos un mapa cubista. Hay quien no lo quiere reconocer pero es la realidad que se ha ido imponiendo.
¿En este marco tiene sentido continuar pidiéndole a la gente que diga si se siente más catalana, más española o más europea, o tanto catalana como española y las diversas variantes posibles?
Alguna vez he pensado qué podemos preguntarles a los niños paquistaníes del Raval o a los ecuatorianos de la Verneda, que han nacido aquí y van a escuelas catalanas. ¿Qué les preguntaremos? ¿Si se sienten más catalanes que españoles, paquistaníes o punjabíes? Para algunos estará muy claro que sólo hay una capa de identidad. Para otros, habrá dos o más capas superpuestas.
Munir, el futbolista de padres marroquíes que juega en el Barça ahora y que ha nacido en El Escorial, ¿qué se siente? ¿Madrileño? ¿Español? ¿Catalán? ¿Marroquí? Es un discurso válido todavía pero que queda trascendido por las migraciones y las comunicaciones inmediatas. Los ecuatorianos escuchan emisoras de música ecuatoriana que están aquí y se comunican con su familia por Skype, en cualquier momento. Esto complica la visión demasiado simplificada que, a veces, queremos dar de la identidad.
Si no hay elecciones adelantadas, dentro de unos días la comisión de investigación del caso Pujol comenzará sus trabajos. ¿Qué piensa de la confesión del ex-presidente que tuvo dinero escondido en el extranjero durante treinta años?
Es una conmoción y una sorpresa. Mucha gente teníamos la idea de que tenía un “entorno” muy oscuro pero de la persona teníamos otra idea. Añadiría que en el conjunto del momento político que hemos vivido esa confesión no ha tenido un impacto notable.