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Siente a un pobre en su mesa

Sandra Ezquerra

Socióloga —

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Nos lo mostraba Berlanga durante la Navidad de hace más de cincuenta años. Las conciencias burguesas se limpian acicalándose de caridad cristiana hacia los desposeídos. En 1961 lo hacían invitándolos a un obsceno banquete en sus lujosos comedores. Hoy el lavado de imagen se realiza mediante esperpénticas telemaratones donde se recaudan millones de euros para aquellas y aquellos con los que la sociedad no suele sentarse a comer. A medio camino entre pornografía de la pobreza de los que mandan y huída hacia delante de los que quieren pensarse solidarios, los Plácidos del siglo XXI muestran que, como diría José Luis López Vázquez, Berlanga no caricaturó a la España franquista sino a la España eterna.

Sin embargo, el tiempo cambia las cosas. Y las crisis económicas también. Aquellos que siguen pensando que en Navidad debemos abrir las puertas de nuestras casas y nuestros corazones a los pobres, los excluidos y los marginados, deberían empezar a replantearse el banquete: ya no se trata de obsequiar con alitas de pollo a la señora analfabeta que duerme en la plaza de la iglesia o de regalar los chorizos de la cesta de la empresa al viejo alcohólico de agujeros con calcetines. Ni siquiera se trata de organizar merendolas populares o partidos de fútbol para ayudar a financiar proyectos de acción social.

Hace pocos días se informaba en este mismo espacio que la tasa de riesgo de pobreza alcanzó el año pasado a casi el 22% de la población del Estado español, golpeando con especial dureza a los sectores más jóvenes. Según la Encuesta de Condiciones de Vida, el porcentaje de personas y hogares con dificultades para llegar a fin de mes ha aumentado en más de tres puntos en solo un año, de manera similar a aquellos que no pueden afrontar gastos imprevistos o sufren retrasos en pagos relacionados con su vivienda. El número de personas sin hogar se ha doblado desde 2008 hasta sumar 23.000 y un tercio de todas ellas ha perdido su casa en el último año. Después de la crisis vino el paro. Más tarde los subsidios; quizás los ahorros; pero luego la nada.

Los y las pobres de hoy, aquellos que acuden a los servicios sociales en busca de ayudas, aquellos que están a punto de perder su hogar o ya lo han perdido, aquellos que hace meses que no tienen ningún tipo de ingreso, aquellos que hacen peripecias para garantizar un plato de comida caliente a sus hijos, aquellos que ocupan inmuebles, no son, en su mayoría, los mismos pobres de ayer. Los pobres, señores, ya están en nuestras casas. Ya están en nuestras mesas. Sin embargo, acostumbrados a relacionar las ayudas sociales y los subsidios con aquellas gentes que parecían haber nacido para rellenar las bolsas de exclusión que el sistema necesita, nos resistimos a reconocer que los pobres de hoy son nuestros padres, nuestros vecinos, nuestros amigos. Somos nosotros.

Las falsas clases medias y las capas altas de la clase trabajadora navegaron durante mucho tiempo un mar donde los ahorros, la seguridad, los sueños e incluso el futuro parecían estar garantizados. Era todo ello lo que nos confería nuestra identidad de “pertenecientes” y nos hacía sentir seguros en un equilibrio que, aunque a menudo precario, era lo suficientemente flexible y estaba suficientemente resguardado como para que nuestras vidas nunca dieran marcha atrás. A día de hoy, sin embargo, la pobreza remota de siempre se torna minoría ante el crecimiento veloz de unas clases medias que dejan de serlo y miran con vértigo la cercanía existente entre las vidas encaminadas y el riesgo de perderlo todo. El resultado no es ni mucho menos que los pobres de Plácido ya no importen sino que el frágil dique que nos separaba de ellos ha volado en mil pedazos. Ya no podemos seguir culpándolos de su miseria porque hacerlo significaría culparnos a nosotros mismos de la heladora posibilidad de la nuestra.

El espejismo de lo que creímos ser se desvanece. Mediante esta crisis, el capitalismo finalmente nos ha tocado los dedos de los pies y nos ha susurrado en el oído que nosotros, a pesar de lo que quisimos creer, no fuimos nunca inmunes a su despiadada compulsión destructiva. No estuvimos nunca a salvo de su inevitable generación de miseria. No fuimos nunca los burgueses de Berlanga sino simples pobres aburguesados jugando a salvar el mundo un día al año.

Nunca pensamos que podríamos perderlo todo y ahora nos damos cuenta de que en realidad tampoco teníamos tanto. La crisis aprieta, la sombra de la miseria se cierne sobre todos nosotros y en algún momento deberemos decidir qué respuesta queremos dar. Podemos cerrar los ojos, esperar a que pase el chaparrón y anhelar que vuelvan los días en los que éramos o aspirábamos a ser los anfitriones del convite. O podemos reconocer que el frío de la calle está para quedarse, que avanza sin tregua y no tiene compasión. Y podemos hacerlo no para caer en la desesperanza sino para sacudirnos la hipocresía que durante tanto tiempo nos ha permitido ser caritativos hacia “los de fuera”, para recordar que nosotros también somos Plácidos. Siempre lo fuimos y nunca dejamos de estar en peligro de volverlo a ser.

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