Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
¿Es el ecologismo insensible al sufrimiento animal?
- Un post reciente de Catia Faria en 'El caballo de Nietzsche' contrasta el animalismo y el ecologismo
La discusión abierta y la discrepancia constructiva son sanas y necesarias tanto en ciencia como en la comunicación entre disciplinas. Es por eso que en este grupo de ecólogos nos hemos animado a escribir una respuesta a un post de nuestro blog vecino “El caballo de Nietzsche”.
El cuidado y defensa del bienestar animal, incluyendo aquel de los invertebrados, es algo que aparte de ahondar en la mejora de la calidad de vida de los animales en cautividad, nos puede beneficiar a nosotros mismos por el simple hecho de hacernos más sensibles al mundo que nos rodea. Hay incluso quien promueve la extensión de la liberación animal a las plantas, argumentando su gran plasticidad, capacidades de memoria y de comunicación entre individuos sometidos a situaciones de estrés ambiental, tal y como ya se explicó en un post de este blog.
Un reciente post de Catia Faria, argumenta que ecologismo y animalismo entrarían en conflicto dado que frecuentemente desde el ecologismo se promueven acciones medioambientales que conllevan el sufrimiento de los animales, tales como la eliminación de herbívoros para proteger especies de plantas en peligro de extinción. La autora, tras argumentar que dichas prácticas parecen arbitrarias, y que el sufrimiento sería idéntico en todos los animales sentientes (con capacidad de sufrir y disfrutar), concluye que en la gestión de los espacios naturales debería ayudarse a minimizar el sufrimiento a todos los individuos animales por igual, independientemente de la especie a la que pertenezcan, e independientemente de si están o no en peligro de extinción.
Dado que los seis editores de este blog somos ecólogos, y dado que la ciencia de la ecología es en gran medida la base de las acciones encaradas a proteger el medio ambiente (al menos esa es la teoría) creemos necesario hacer una reflexión sobre dicho post. Una reflexión apoyada en gran medida en lo que conocemos como ecólogos y estudiosos del comportamiento animal. El objetivo de este post no es contraponer la ciencia a la filosofía o a la ideología, sino exponer qué sabemos en ciencia que puede ayudar a explicar qué estrategias de gestión pueden ahondar en un mayor o menor sufrimiento sobre el conjunto de las especies e individuos en los ecosistemas, dado que éste parecía ser el objetivo del post de Catia Faria.
En primer lugar, nos gustaría exponer que cuando los criterios de gestión ambiental raramente son arbitrarios cuando están realmente fundamentados en un conocimiento ecológico actualizado –y no en intenciones oportunistas de políticos o empresarios. Sí es posible que se encuentren más o menos influidos por determinadas escuelas de pensamiento científico, pero en esos casos tanto su origen conceptual como las (a veces mínimas) desavenencias con otras escuelas son fácilmente identificables.
En lugar de la arbitrariedad referida por Catia, y como ella misma apunta, la discrepancia entre animalismo y ecologismo proviene del objeto que se pretende proteger o preservar. Por su parte, el objetivo del ecologismo (y en concreto de la ecología de la conservación) es preservar el máximo posible tanto de diversidad biológica como del funcionamiento de los ecosistemas naturales y, con ello, de los servicios que estos proveen a la humanidad –como agua potable, polinización de cultivos, control del clima y varios cientos o incluso miles de servicios irremplazables más. Todo ello teniendo además en cuenta que el origen de esa diversidad conlleva millones de años de evolución.
El objetivo del animalismo, en cambio, es disminuir e incluso eliminar el sufrimiento animal. O, parafraseando a Catia, garantizar que todos los animales (o el mayor número posible de ellos) viven “vidas buenas”. Por razones de espacio debemos dejar de lado debates cómo hasta qué punto es posible minimizar el sufrimiento de todos los animales, si realmente nuestro concepto de “vida buena” puede extrapolarse a todos los animales, o incluso cuál es el grado de autoconsciencia o autopoiesis de animales o plantas a lo largo de la historia evolutiva. Nos centraremos pues en el porqué de las decisiones tomadas con un enfoque ecologista.
Los esfuerzos de la comunidad ecológica para afrontar la crisis de la biodiversidad se están canalizando a través de la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), una gran iniciativa global que pretende garantizar un futuro sostenible basado en una relación más adecuada con el funcionamiento del planeta. Como se puede leer en la misión del IPBES, además de identificar las amenazas a la biodiversidad, uno de sus objetivos principales es reforzar la capacidad de utilizar la ciencia ecológica en procesos de toma de decisiones. Una de las labores más importantes en gestión ambiental es, por tanto, el mantenimiento de la diversidad, cuyas bonanzas ya han sido explicadas en otro post de este blog.
Un ejemplo de conflicto sería la eliminación de herbívoros para proteger plantas de una especie concreta, no responde a un especismo (discriminación de unas especies sobre otras) arbitrario hacia la especie que queremos proteger, sino al problema que puede suponer su pérdida. En este caso hay que explicar que aunque la especie de planta en sí sería la diana a conservar, otras especies también podrían perderse por causa de su extinción local o global, incluidas algunas especialistas (como insectos herbívoros y polinizadores).
El sacrificio o traslocación de varios individuos de mamíferos herbívoros, por el contrario, afecta tan sólo a un número reducido de individuos de unas pocas especies, típicamente no amenazadas (dado que sino tendrían sus propios planes de protección específicos que desaconsejarían su sacrificio). Por lo tanto, estas prácticas pretenden preservar la diversidad y, con ello, garantizar el correcto funcionamiento de los ecosistemas, algo de suma importancia para garantizar su persistencia a largo plazo. No se trata pues de una decisión arbitraria, sino fundamentada en un objetivo diferente al perseguido por los animalistas.
Otro ejemplo, que enlaza muy bien con el anterior, es el de los grandes carnívoros depredadores. Aunque existe un componente estético obvio en la protección de los grandes carnívoros, frente por ejemplo al humana y globalmente detestado grupo de invertebrados parásitos sanguíneos, se sabe que los súper-depredadores pueden ser clave en el mantenimiento de la diversidad en las redes tróficas y de los servicios ecosistémicos asociados, como puede ser el reciclado de nutrientes. De hecho, un trabajo reciente de revisión muestra cómo la desafortunada pérdida de súper-depredadores, causada por factores antropogénicos, ha hecho que nuestro Planeta pierda diversidad biológica, número de niveles tróficos y funcionalidad ecológica. Es por ello que una superpoblación de herbívoros, debida a la baja tasa de depredación natural por parte de los grandes carnívoros, puede llevar a una pérdida adicional de diversidad biológica que incluiría plantas endémicas y toda la diversidad asociada. La eliminación selectiva de individuos de herbívoros responde pues a algo más que a un criterio arbitrario.
Curiosamente, este efecto de los depredadores manteniendo la diversidad biológica no se haya exento de una amortiguación del sufrimiento en otras especies. Ello se debe a que los depredadores, al alimentarse de niveles tróficos inferiores (como los herbívoros), pueden ejercer un efecto clave de depredación (“keystone predation”keystone predation en inglés), mediante el cual la abundancia y diversidad de herbívoros competidores se mantienen en números suficientemente bajos para evitar que lleguen a agotar sus recursos y, o bien extinguirse todos, o bien morir en números altísimos tras un largo sufrimiento por inanición y la contracción de enfermedades asociada a la pérdida de condición nutricional.
Curiosamente, aunque la depredación inflige un sufrimiento directo a unos pocos individuos, mediante la estructuración de la red trófica en su conjunto, puede hacer que el colectivo sufra mucho menos. Por tanto, la pérdida de los grandes carnívoros, además de hacer que las funciones de los ecosistemas sean más precarias, también puede afectar al sufrimiento per capita. El sacrificio selectivo de herbívoros es pues una manera de paliar estos efectos adversos, tanto si nos interesa maximizar la diversidad, como si nos interesa minimizar el dolor animal. Tanto más si consideramos que cada mamífero herbívoro puede llegar a consumir miles de invertebrados al día, sencillamente porque están en la vegetación de la que se alimentan los primeros.
En ese sentido, es interesante contemplar el papel del especismo en el conjunto de todos los animales, incluidos los invertebrados. Los invertebrados parecen sufrir dolor también y por tanto parece obvio que son sentientes. Sin embargo, nunca el especismo ha sido tan fuerte como la distinción antropocentrista entre invertebrados y vertebrados, estos últimos mucho más cercanos a nosotros y capaces de provocar sentimientos más intensos de cariño o cuando menos simpatía.
De hecho, tres de los firmantes de este post trabajamos casi exclusivamente con invertebrados, y por lo menos el primer firmante, ha tenido que lidiar con ese tipo de especismo durante toda su carrera. Esto hace que hasta la investigación en invertebrados parezca menos relevante, aunque el alcance de la pregunta científica (en términos de novedad y extrapolación a otros sistemas) pueda ser en ocasiones superior al alcance de las preguntas y los consiguientes estudios con vertebrados. Poner a los invertebrados sentientes en el contexto de la gestión ambiental y considerar la tesis sostenida por Catia Faria nos enfrenta a un dilema filosófico de mayor alcance.
Pongamos por caso que los gestores ambientales, teniendo unos recursos muy limitados para hacer actuaciones en la naturaleza, debieran tener en cuenta en vez de al lobo ibérico, a todos los organismos sentientes de un ecosistema. Por poner un ejemplo extremo, vamos a tener en cuenta a todos los gusanos nematodos de un hayedo de 300ha, y a la camada de 6 lobos que vive allí. En un hayedo hay 500.000 nematodos/m2 y por tanto esto haría un total de 1.5x10 nematodos en total. Dado que ellos también son organismos sentientes, e independientemente del hecho de que sólo son observables al microscopio ¿Deberíamos pedirles a los gestores ambientales que se preocuparan por mitigar el sufrimiento de cada uno de ellos?
El sentido común nos dice que no. Pero de la misma manera podemos ver que incluso aunque el número de roedores sea de “sólo” unos 30000 en un hayedo de 300ha, proteger y curar a estos animales, incluso interfiriendo con los procesos naturales tal y como propone la autora, haría inviable cualquier esperanza de protección de las especies tanto claves como amenazadas o en peligro de extinción. No olvidemos que además, si estas especies clave no están, el sufrimiento per capita en niveles tróficos inferiores aumentaría sobremanera. Por tanto, incluso sin considerar a los invertebrados como seres sentientes e ignorando los efectos de extinción en cascada producidos por no proteger preferentemente a los grandes carnívoros, dicha propuesta sería absolutamente inviable, causaría mayor sufrimiento e iría en detrimento de las actuaciones ambientales prioritarias que, apoyándose en el conocimiento científico, buscan la sostenibilidad del ecosistema a largo plazo.
Por otra parte, es interesante el uso del concepto de la estrategia r que usa la autora del post para explicar que tenemos una visión sesgada de la naturaleza, dado que lo que predomina en realidad es el sufrimiento: una fracción muy baja de los individuos que nacen llega a hacerse adultos en la mayoría de especies. Creemos que, efectivamente, la autora está en lo cierto, la naturaleza está plagada de sufrimiento.
Sin embargo, sería de esperar que las especies tipo K, aquellas que en condiciones de elevados niveles de competición maximizan la supervivencia de una descendencia pequeña a base de invertir mucho esfuerzo en cada cría (frente a las especies r que simplemente maximizan la producción de descendencia en la que invierten poco esfuerzo), fuesen las que hubiesen evolucionado una mayor capacidad de sufrimiento (quizás una sentienza más agudizada), dado que el sufrimiento no es un efecto caprichoso de la naturaleza, sino un rasgo adaptativo que permite a los animales tener una señal temprana que les haga cambiar su comportamiento y evitar la fuente de estrés causante del dolor. Por ejemplo, el dolor que nos producen las picaduras de mosquito hace que nos protejamos de ellas, minimizando la potencial transmisión de enfermedades.
Por tanto, es de esperar una inversión en descendencia mejor equipada para el sufrimiento en los organismos K. Lamentablemente, como la sentienza se refiere a la percepción subjetiva de los individuos, contrastar dicha hipótesis no parece tarea fácil. Una posibilidad podría ser estudiar la densidad de receptores del dolor en organismos filogenéticamente cercanos que siguiesen una u otra estrategia.
En conclusión, las propuestas de actuación en el medio natural que promueven los ecologistas suelen (o por lo menos deberían) basarse en la ciencia de la ecología, y con la excepción de las posibles actuaciones caprichosas de algunos gestores y políticos, raramente responden a criterios arbitrarios. Además, curiosamente, mantener los ecosistemas con toda su funcionalidad y diversidad, además de contribuir al “no especismo” (todas las especies se protegen por igual en términos poblacionales), puede minimizar el sufrimiento per capita de los individuos en los ecosistemas naturales.
Ciñéndonos a la diferencia fundamental entre ecologismo y animalismo, creemos que es deseable tanto minimizar el sufrimiento animal como maximizar la preservación de la diversidad biológica y el funcionamiento de los ecosistemas. Aunque a veces sea posible buscar ambos objetivos a un tiempo, como remarca Catia en su artículo no negamos que a veces podrían entrar en conflicto. La adopción de uno u otro objetivo como prioritario corresponde a la adopción de una perspectiva vital sobre la relación entre los humanos y la naturaleza. O bien como parte integrante de un sistema ecológico global que ha ido construyendo su funcionamiento, y con ello quizás el dolor, a lo largo de la historia evolutiva.
O como el elemento más avanzado en una comunidad de seres sentientes que, debido a su posición, debe velar por el bienestar de todos los miembros de dicha comunidad. Aunque las dos perspectivas son loables, creemos que la primera debe ser prioritaria dada la elevadísima pérdida de diversidad biológica a la que nos enfrentamos y al hecho de que en realidad el mantenimiento de la funcionalidad ecológica redunda en un menor sufrimiento per capita. En cualquier caso, dicha creencia no es arbitraria, sino basada en una postura filosófica apoyada en una serie de evidencias científicas. Creemos que una mayor comprensión mutua de las reivindicaciones de ecologistas y animalistas (así como de desarrollistas y otras perspectivas de la relación entre humanos y naturaleza) puede ayudar a una gestión más respetuosa de la naturaleza en su conjunto. Ello nunca contentará del todo a nadie ni a todas partes por igual, pero al menos permitirá encontrar puntos comunes y vías de comunicación.
Sobre este blog
Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.