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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

La Inmaculada Constitución

Autoridades del Gobierno y del Estado en la celebración del día de la Constitución.

Rafael Escudero

Este largo fin de semana está lleno de celebraciones. Por un lado, el sábado 6 se celebró el día de la Constitución, festividad destinada a rememorar la fecha en que aquella se ratificó por el pueblo español mediante referéndum. Por otro, hoy lunes 8 los católicos festejan el dogma de la Inmaculada Concepción, la creencia según la cual María estuvo libre del pecado original desde el mismo momento de su concepción. Se trata de una mera coincidencia de fechas que permite jugar con parecidos razonables.

Año tras año se repite la misma liturgia. Los políticos del bipartidismo se felicitan del éxito de esta Constitución, a la vez que sus apóstoles se dedican a ir pregonando la buena nueva. Las virtudes de un sistema constitucional que nació libre de pecado gracias al consenso y el buen hacer de una generación de personas provenientes de los “dos bandos” que ya desde finales de los años cincuenta aparcaron sus históricas diferencias y se dedicaron con fe, compromiso y lealtad a construir un Estado democrático. El resultado fue una Constitución que, según predican urbi et orbi, ha traído la época de mayor prosperidad y esplendor de la historia de España.

Al igual que la Iglesia necesita dogmas para mantener el dominio sobre sus feligreses, también el regimen político nacido de la Transición y constitucionalizado en 1978 se sirve de mitos o verdades incuestionables transmitidas acríticamente desde sus púlpitos. Medios de comunicación, universidades, think tanks y las propias instituciones del Estado se han afanado desde el principio de los tiempos por consolidar un dogma: que la Transición fue un “bálsamo de paz, de concordia y acuerdo”. Tan modélica que, como la verdadera fe, mereció ser exportada a tierras bárbaras.

En este contexto toda oposición al dogma es considerada pecado capital y, en consecuencia, merecedora de la excomunión y expulsión de la comunidad de fieles. Tampoco cabe ningún ejercicio de mea culpa. Ni entonces ni ahora. El mainstreaming dominante sigue hablándonos hoy -casi cuarenta años después- de la Transición como un proceso pactado, dialogado, consensuado y pacífico. Y son tachados de herejes quienes se atreven a reconstruir un relato histórico de los hechos de la época destacando dos elementos. Por un lado, la imposición de las líneas maestras del texto constitucional por parte de los sectores franquistas, aquellos que, en cambio, rápido abrazaron la fe del converso. Por otro, la enorme violencia ejercida desde el aparato del Estado en esos años para amedrentar los deseos de avanzar en libertad y democracia por parte de la ciudadanía; una violencia política de origen institucional que se tradujo en asesinatos, muertes, detenciones ilegales, torturas y violaciones de derechos humanos sobre cuya magnitud real no tenemos todavía hoy un conocimiento total.

Debe de ser su carácter impío el motivo de que a las víctimas de la Transición se les niegue incluso la condición de mártires. De ahí que el Estado español no haya pedido perdón por su silencio y olvido, ni tampoco haya hecho penitencia al respecto. Su reparación, a diferencia de otras víctimas de violencia política como son las del terrorismo, dista mucho de ser una realidad. En cambio, es muy amplio el santoral constitucional. Está compuesto por aquellos hombres que fueron capaces de amar a la Transición y a la Constitución por encima de todas las cosas, que se apartaron de veleidades partidistas o personales y que mostraron al resto un camino de perfección. De ahí que merezcan ser venerados por la comunidad y para ello nada mejor que dar su nombre a aeropuertos, universidades, edificios, calles, premios, etc. Todo lo que se haga es poco frente a su generosidad y sufrimiento. Por cierto, a diferencia del católico, en el santoral constitucional no hay santas.

Al igual que en las religiones, también existen reformistas en el credo constitucional. Últimamente se les escucha alzar un poco la voz. Pero tampoco demasiado, no vayan a ser también ellos estigmatizados. De ahí que se limiten a sugerir algunos cambios o retoques puntuales en las sagradas escrituras constitucionales, pero sin aclarar la forma cómo llevarlos a cabo y sin cuestionar en ningún momento la autoridad divina del texto. Serían poco menos que blasfemos si permitiesen un proceso constituyente o una revisión total de la constitución que abriera paso a un nuevo sistema o, cuanto menos, que diera la palabra al pueblo. Son tratados con condescendencia y comprensión desde el propio régimen, la que merecen al ser buenos creyentes, tan solo equivocados. Por eso son sermoneados, pero al final perdonados.

Y como toda fiesta que se precie en España, la celebración constitucional bien merece una procesión. En este caso, la que se realiza con pompa y boato en la Carrera de San Jerónimo, sede del Congreso de los Diputados, y a la que acuden con sus mejores galas las más altas instituciones del régimen. Mientras, más de cinco millones de personas desempleadas les contemplan. Junto a ellos se encuentran las víctimas de los desahucios, las familias que viven bajo el umbral de la pobreza y los amigos de los jóvenes exiliados, entre otros.

Pero no están solos. Al otro de la calle, viendo pasar la procesión constitucional de banderas, textos sagrados y autoridades, están los cortesanos, la casta, los corruptos y los usuarios de la puerta giratoria. Todos estos tienen, sin duda alguna, muchos motivos para unirse a la fiesta constitucional. Para allá van.

PD.- Mañana martes ningún organismo oficial del Estado español recordará que un 9 de diciembre se aprobó en las Cortes la Constitución democrática y republicana de 1931.

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