Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Derechos sociales y procesos constituyentes
Como toda Constitución, la de 1978 puede verse como una foto fija de la correlación de fuerzas que existía en la Transición. Eso explica que aparezca como un texto contradictorio. Que refleje, por un lado, la huella de la oposición anti-franquista, de las movilizaciones y huelgas de la época, y por otro, la resistencia, a veces feroz, de los sectores vinculados al Antiguo Régimen. Las Cortes de 1977-1978 fueron constituyentes gracias a la presión desde abajo, pero el resultado fue un texto controlado y vigilado desde arriba.
La Constitución, por ejemplo, incorporó un largo catálogo de derechos sociales. Consagró derechos laborales amplios, reconoció el derecho a una vivienda digna, a la salud, a la educación. Pero la mayoría fue a parar a un capítulo específico, separado del resto de derechos fundamentales, que debilitó su efectividad. Esa distinción –forzada básicamente por la UCD de Suárez- instaló entre jueces y abogados la idea de que la mayoría de los derechos sociales eran derechos de segunda, que no podían exigirse ante los tribunales.
Algo similar pasó con la filosofía económica que inspiraba la Constitución. El texto de 1978 no era la avanzada Constitución portuguesa de 1976. Pero estableció que el Estado tenía que ser un Estado social, que no se podían tolerar los ejercicios abusivos del derecho de propiedad, que los servicios esenciales podían reservarse al sector público y que todas las formas de riqueza debían estar subordinadas al interés general. Lo que la mano izquierda escribía con entusiasmo, sin embargo, la derecha lo matizaba. El artículo 38 dejó claro que el Estado podía ser todo lo social que quisiera pero que debía respetar “la libertad de empresa” en el marco de “una economía de mercado”. Al igual que pasó con los derechos sociales, muchos de los mandatos económicos más democratizadores fueron relegados a un Título aparte. Esto permitió que los sectores conservadores no se sintieran intimidados. El diputado de Alianza Popular, Licinio de la Fuente, de hecho, se dio el lujo de presentar una enmienda para pedir que los trabajadores pudieran acceder “a la propiedad de los medios de producción”.
Estas contradicciones hacían de la Constitución original un texto relativamente flexible. Un texto que había nacido con hipotecas importantes, pero que admitía lecturas progresistas. Algunas sentencias tempranas del Tribunal Constitucional hicieron pensar que los avances eran posibles. Pero la ilusión se fue desvaneciendo con el tiempo. La Constitución de 1978 fue aprobada poco antes de que Margaret Thatcher accediera al poder. Los nuevos vientos neoliberales condicionaron, pues, el despliegue de los derechos sociales. Gracias a la presión ciudadana, a huelgas generales como las de 1985 y 1988 o a las grandes movilizaciones estudiantiles de 1986-1987, se lograron avances en ámbitos como educación y salud y se frenaron algunas contrarreformas restrictivas. Muy pronto, no obstante, la presión privatizadora y precarizadora comenzó a producir sus efectos. El ingreso de España a las Comunidades Europeas fue visto por muchos como una salida de la larga noche del franquismo. Pero junto a los fondos de cohesión llegaron la desindustrialización, el acoso a la pequeña agricultura y la conversión de la libre circulación de capitales, servicios y mercancías en el auténtico derecho fundamental.
La ratificación del Tratado de Maastricht y el ingreso en el euro acabaron por producir el golpe de gracia. A pesar de los reclamos de algunos movimientos sociales, políticos y sindicales, no fue posible forzar una consulta como la que le había permitido a los daneses rechazar el corsé monetarista que se acabaría imponiendo (en Dinamarca, un país con altos estándares sociales, los críticos con el Tratado de Maastricht se impusieron por 50,7% a 49%3. Los noruegos, directamente, se negaron a incorporarse a la Unión).
Con el ingreso al euro, se impuso una obsesión. Había que reducir la inflación, el déficit y el endeudamiento público a cualquier precio. Esto generó una presión insoportable para bajar salarios y recortar el gasto social. Hacia inicios de siglo, las promesas sociales de la Constitución comenzaron a quedar en papel mojado. El retroceso solo pudo disimularse por el aumento exponencial del sobreendeudamiento privado. La población no tuvo derecho a la vivienda, pero obtuvo créditos que luego no podría pagar. La oligarquía financiera inmobiliaria, sus aliados en el aparato estatal y los grandes inversores extranjeros se convirtieron en los auténticos señores de la Constitución. La contrarreforma intempestiva del artículo 135 solo vino a corroborar la rendición incondicional al gobierno de los acreedores.
Ciertamente, todavía hoy quedan en el texto de 1978 elementos útiles para la defensa de la población vulnerable y de los movimientos sociales. El derecho a una vivienda digna, a la negociación colectiva o a la libertad expresión continúan siendo una herramienta para deslegitimar a unos poderes que son incapaces de cumplir su propia legalidad. Por eso siguen apareciendo en la Corrala La Utopía, de Sevilla, y en algunas manifestaciones de la PAH. Lo cierto, no obstante, es que la Constitución de la Transición ha agotado buena parte de sus potencialidades garantistas. Y las ha agotado por una razón sencilla: porque ha quedado subsumida en un Régimen bipartidista y monárquico que, en el marco de un capitalismo financiarizado, bloquea cualquier interpretación razonablemente democratizadora de la misma.
Algunos creen que eso se puede resolver con retoques menores. Con una reforma, que reconozca, por ejemplo, la fundamentalidad de algún derecho social aislado como el derecho a la salud. ¿Pero de qué serviría si la prioridad de pago de la deuda persiste? ¿Cómo garantizar los derechos sociales si la Troika o la OMC obligan a desactivarlos para favorecer a los inversores y a los bancos? ¿Qué cambios sociales profundos pueden hacerse mientras exista una Monarquía como la borbónica? Un proceso constituyente, ciertamente, no daría respuesta inmediata a todos estos problemas. Pero daría voz a la gente, contribuiría a la movilización de una sociedad herida por los recortes y contribuiría a situar en el debate público demandas inaplazables. Que todos los derechos sociales y ambientales se conviertan en fundamentales, que la privatización de bienes básicos como el agua quede prohibida, que se proscriba la estatización de la deuda de las entidades financieras, que reconozcan nuevas formas de producir, de consumir y de vivir, social y ambientalmente más justas. Esto no supondría romper con el mejor legado del constitucionalismo social y democrático del siglo veinte. De lo que se trataría es de recuperar su mejor herencia, de abandonar la peor y de ponerla a la altura de los tiempos.
Se dirá, con razón, que esto serviría de poco si al mismo tiempo no se rompe con el corsé austeritario y privatizador que impone la UE. Y es verdad. Pero mientras se exigen ciertas medidas de urgencia para paliar la emergencia social actual, habría que trabajar –con paciente impaciencia– para que nuevos marcos jurídicos y políticos puedan abrirse paso. No solo en el ámbito local, sino también a escala mediterránea, europea e internacional. Estos marcos, como en parte ocurrió en los inicios de la segunda posguerra mundial, podrían contribuir a remover el poder de los grandes especuladores y de las empresas transnacionales, a facilitar la eutanasia de los rentistas y a colocar en el centro la protección de los derechos sociales, laborales y ambientales de las generaciones presentes y futuras. Puede parecer prematuro o utópico. Pero más irrealista es que las cosas continúen por camino actual, o que puedan resolverse con retoques marginales. Salvo, claro, que se piense que el crecimiento de las desigualdades, de la violencia contra los más vulnerables y de la destrucción del planeta es un destino divino al que hay que resignarse para siempre.
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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.