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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Derechos fundamentales: más que enumerarlos, protegerlos

Gonzalo Boye Tuset

  • Tercer artículo de la serie que Contrapoder dedica a los ejes y contenidos de un futuro proceso constituyente. Los anteriores han sido firmados por su Consejo editor y por Gerardo Pisarello.

Dentro de la serie “Ni inmovilismo ni reforma: ¡proceso constituyente!” uno de los temas o áreas que hemos considerado necesario abordar desde Contrapoder es el referido a los derechos fundamentales, es decir, aquel conjunto de derechos inherentes a toda persona y positivados en el plano constitucional. Toda Constitución que se precie debe dedicar una parte esencial a establecer los mismos, de una u otra forma, y también a garantizar su protección efectiva. Especialmente cuando existe -como ahora- un clamor social sobre la ineficacia de los mecanismos de protección ante las violaciones de esos derechos considerados como fundamentales.

En el actual marco constitucional estos derechos vienen recogidos en la Sección 1ª del Capítulo 2º del Título 1º, dentro del ámbito de los Derechos y Deberes Fundamentales. No es esta la sede para realizar un análisis detallado de lo existente en el texto de 1978, pero compartiendo lo que dice Gerardo Pisarello (en esta misma serie de artículos) la estructura, sistemática y enumeración de los derechos fundamentales es producto de su tiempo, saliente de una dictadura y donde se necesitaba positivar algunos derechos que hoy se asumen como consustanciales a todo ser humano.

Pensando ya en un auténtico proceso constituyente, que parte de una realidad muy distinta a la de la elaboración del actual texto constitucional, la sistemática a seguir debería ser otra. Así, en lugar de establecerse un catálogo cerrado de derechos que adquieran el carácter de fundamentales, debería existir una remisión expresa a los convenios y tratados internacionales que sobre dicha materia haya suscrito o pueda suscribir España en el futuro.

Junto con el establecimiento de un catálogo abierto y remisorio de los derechos fundamentales, el mayor de los esfuerzos constituyentes debería centrarse en el establecimiento de auténticos y eficaces mecanismos para la protección de tales derechos. Lo que ha fallado hasta ahora no es la constitucionalización de los mismos, sino su adecuada y oportuna garantía. Ello provoca que, en la actualidad, se llegue a interpretaciones tardías y cada vez más laxas de lo que son estos derechos y de cuándo se han de entender vulnerados.

Veamos con un ejemplo por qué creemos que el problema no está en la enumeración y reconocimiento de los derechos fundamentales, sino en el establecimiento de auténticos y oportunos mecanismos de protección de los mismos.

Así, el actual artículo 18 garantiza, entre otras cosas, el secreto de las comunicaciones con el único límite de la necesidad de autorización judicial para restringir tal derecho. Pues bien, hasta la fecha lo que vemos es que estamos en un país donde existen más de un millón de líneas telefónicas intervenidas por orden judicial. Esto representa, sin duda, una clara violación de este derecho al secreto de las comunicaciones porque no es imaginable pensar que se están usando un millón de teléfonos al día para delinquir en España. Se ha banalizado la autorización judicial y, sobre todo, la auténtica salvaguarda que debe tener un derecho tan inalienable como el del secreto de las comunicaciones.

Si a una persona se le intervienen las comunicaciones telefónicas, por ejemplo, para obtener pruebas en su contra de la comisión de un delito y esas pruebas son usadas para su enjuiciamiento y condena, el afectado no dispone de un mecanismo eficaz, efectivo y ágil para reclamar la vulneración de ese derecho fundamental. Y ello porque en la actualidad una violación de este derecho -o su enervación al venir precedida de una autorización judicial- es reclamable ante el órgano de enjuiciamiento; o, de no admitirse en dicha sede, lo será ante el órgano de revisión de la sentencia que recaiga. De no estimarse tampoco en este segundo caso, sería reclamable el amparo ante el Tribunal Constitucional sin perjuicio de que la sentencia haya alcanzado firmeza. Es evidente que el daño producido, incluso si se reconociese tal vulneración, sería de difícil o imposible reparación. Por tanto, se antoja como una protección auténticamente ineficaz.

En resumidas cuentas, ya nadie necesita que se le indiquen cuáles son los derechos fundamentales. Lo importante no es su enumeración o incluso descripción, que debería ser abierta, sino su auténtica y oportuna protección como tales.

Si lo que realmente falla no es el reconocimiento de la existencia de unos determinados derechos con carácter de fundamentales, sino su protección eficaz, entonces lo que debe gestarse y elevarse a rango constitucional es el procedimiento para la exigencia de respeto de dichos derechos. Esto no puede postergarse, como se ha hecho en el marco constitucional actual, hasta el momento del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, una vez agotadas todas las instancias judiciales.

No puede olvidarse que en la configuración actual el Tribunal Constitucional tiene como función la de ser el “intérprete supremo de la Constitución”. Bajo esta dinámica decidirá sobre los recursos de amparo que por violación de los derechos fundamentales se le presenten. Sin embargo, después de las últimas reformas de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional este recurso no sólo se antoja tardío, sino además ineficaz, puesto que se impide el acceso efectivo al amparo en aquellos temas en los que el propio órgano de interpretación de la Constitución considera que no existe “especial relevancia constitucional”.

Lo que realmente se requiere es el adelantamiento de la protección constitucional de los derechos que se consideran como fundamentales. Al mismo tiempo, se necesita también su configuración como un proceso autónomo de aquel en el que se produzca o pueda producir la violación del derecho fundamental en cuestión, sea éste el que sea y se produzca en la jurisdicción en que se produzca.

La protección de los derechos inherentes a toda persona debería radicarse por mandato constitucional en órganos distintos de aquellos que han podido vulnerar tal derecho. No parece lógico que quien vulnera un derecho sea el encargado de reconocerlo y restablecer en el mismo al afectado. Para ello, deberían crearse unos determinados órganos judiciales dedicados de forma exclusiva a la protección efectiva y eficaz de los derechos fundamentales y, a la vez, establecerse la configuración de un procedimiento eficiente, ágil y seguro de reclamación de cualquier vulneración de tales derechos.

Este tipo de mecanismos, siempre perfectibles, ya existen en nuestro ordenamiento. Este es el caso, por ejemplo, del procedimiento de habeas corpus que sí tiene rango constitucional, pero que sin duda es mejorable, puesto que en muchos casos la decisión respecto de tal solicitud recae en quien ha podido cometer la violación del derecho.

En resumen, y teniendo presente que lo adecuado sería la aceptación o el reconocimiento de la existencia de un núcleo duro de derechos inherentes a todo ser humano -un conjunto adaptable a los compromisos internacionales suscritos o por suscribir por parte de España-, el desafío constituyente radicaría no en ampliar o modificar el catálogo de derechos que se consideran como fundamentales, sino en gestar un procedimiento de rango constitucional mediante el cual el ciudadano pueda exigir el respeto de dichos derechos. Se requiere asimismo que esto se haga en una forma y momento en que la protección represente un auténtico remedio y no un mero reconocimiento formal de su vulneración, es decir, en el mismo momento en que ésta se esté produciendo y con efectos vinculantes allí donde esas transgresiones se estén produciendo.

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