Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
La Ley de Seguridad Ciudadana y el ocaso del Estado constitucional
El pasado martes, la Comisión de Interior del Congreso de los Diputados, por 23 votos a favor y toda la oposición en contra, aprobó el proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana. Con algunas modificaciones alarmantes, como la legalización de las «expulsiones en caliente», el mayor engendro legislativo de este Gobierno sigue su tramitación y es más que probable que la legislatura concluya con sus disposiciones en vigor.
Esta vergonzosa ley no puede examinarse de forma aislada, considerándola como una anomalía autoritaria. Su comprensión cabal exige inscribirla en un proceso de transformación profunda del Estado; solo de ese modo puede apreciarse la función ineludible que desempeña. Efectivamente, la LSC debe concebirse como un elemento más dentro del vaciado general de nuestra Constitución. En esto, España no es una excepción. El modelo de Estado alumbrado tras las dictaduras fascistas, el llamado «Estado constitucional», se encuentra en crisis en toda Europa. Si por algo ha pretendido caracterizarse este modelo de Estado, el propio de la democracia constitucional, ha sido precisamente por el imperio de los derechos –individuales, políticos y sociales– frente a cualquier acto normativo de los poderes públicos. Su fundación pretendió superar el viejo «Estado de derecho» y su principio capital del imperio de la ley. Tan decisiva es la diferencia entre «Estado de derecho» y «Estado constitucional» que, en la lógica del segundo, no cabe ley estatal que arbitrariamente restrinja derechos constitucionales, cosa de lo más normal en el primero. Y la propia LSC no expresa otra cosa que la sumisión de los derechos a los dictados restrictivos de la ley estatal.
El desmantelamiento del Estado constitucional, y su sustitución por otro modelo de Estado, el adherido al esquema neoliberal, se torna evidente en dos sentidos: por la concentración del poder político y por el recrudecimiento de las desigualdades económicas. El primer fenómeno no es más que el trasunto institucional de la creciente concentración del poder socioeconómico. Cualquiera que conozca la historia europea de entreguerras sabe que una sociedad marcada por una intensa concentración del poder social y económico está condenada a terminar adoptando una forma estatal autoritaria, de concentración del poder político en pocas instancias. Con variantes propias, eso es lo que está aconteciendo hoy.
A la vista de todos están las consecuencias. El poder ejecutivo ha desplazado con claridad a los parlamentos. La legislación ordinaria se realiza en forma de decretos, en contravención directa de los preceptos constitucionales. La propia institución parlamentaria pasa a concebirse como caja de resonancia de las decisiones del gobierno, en lugar de cómo espacio de debate y diálogo entre posiciones políticas en contraste. Los mismos anuncios de reformas electorales, inspiradas siempre en sentido mayoritario, refuerzan este carácter subalterno del parlamento, que, en rigor, habría de ser expresión del pluralismo político de un país. También se ha reducido la intensidad de los contrapoderes territoriales, achicando la autonomía de las entidades locales. Las reformas judiciales realizadas y en preparación, al reforzar los vértices del poder judicial, colocan a éste bajo control más directo del poder político. Hasta la propia demonización del funcionariado, con su paulatino estrangulamiento debido a las tasas de reposición, conspira en el mismo sentido: remover un obstáculo para la discrecionalidad del ejecutivo.
La otra cara de la moneda es la desigualdad económica creciente. Las pruebas en este caso son todavía más evidentes. Los recortes en servicios públicos esenciales, como la sanidad y la educación, promueven la devaluación del sistema público y la fuga de las clases medias y altas hacia el sistema privado. La nueva organización jurídica del trabajo, que desprotege al trabajador frente al poder privado empresarial, se traduce en caída de salarios y aumento de la precariedad. Las reformas fiscales aprobadas y planeadas atentan contra el principio de progresividad y hacen recaer la mayor parte de la carga tributaria en las clases populares, a través de los impuestos indirectos al consumo. La propia conversión en deuda pública de cantidades ingentes de deuda privada fomenta la desigualdad, pues mientras ha garantizado la subsistencia de grandes patrimonios ha hipotecado gravemente los recursos de los asalariados. La consecuencia de todas estas prácticas ha sido la estratificación creciente de la sociedad, la parálisis de la movilidad social y el aumento vertiginoso de la disparidad de ingresos, que pone en peligro la propia democracia, necesitada para su supervivencia de un mínimo de homogeneidad económica.
Lo peculiar de ambas líneas de transformación histórica es que están en directa contradicción con el marco constitucional vigente en países europeos como España, Italia o Portugal. Este obstáculo constitucional se está salvando de dos formas: a través de reformas constitucionales, que permiten el despliegue de estas políticas, como ha sucedido con nuestro artículo 135, o bien a través de la colonización política del Tribunal Constitucional, también sucedida entre nosotros, como ha mostrado el bochornoso blanqueamiento de la reforma laboral.
Pues bien, concentración del poder político y crecimiento de las desigualdades se entrecruzan en un fenómeno congruente con ambas tendencias: el aumento de la represión. Como han señalado algunos juristas, estamos transitando del Estado constitucional al Estado punitivo. Es aquí donde hace acto de presencia nuestra LSC. La eliminación de trabas garantistas en el ejercicio del poder ejecutivo y la represión de las protestas ligadas a los sectores castigados por las reformas subyacen, efectivamente, a todo su articulado.
La LSC compone un potente dispositivo de reforzamiento del poder ejecutivo central, en su vertiente más represiva, la de las fuerzas de seguridad. En la medida en que las protege frente a todo escrutinio público, refuerza sus facultades de inspección e intromisión en la esfera privada de los ciudadanos y blinda su propio estatuto y sus actividades, imponiendo cuantiosas sanciones a quienes las entorpezcan. Plagada como está de expresiones indeterminadas, legaliza en la práctica la arbitrariedad gubernativa, amparada por principio en una idea hipertrofiada de la defensa del orden público. La ley supondrá, pues, una vuelta de tuerca en la revigorización del gobierno y de sus respectivas delegaciones provinciales, realizada además en detrimento del más garantista poder judicial, que ve sustraída su intervención tutelar en numerosos ilícitos vinculados al ejercicio de los derechos políticos. Se crea con ello un campo de represión administrado exclusivamente por la policía y las entidades administrativas, donde reinará un mayor margen de discrecionalidad y de ejecutividad de las penas impuestas, con la correspondiente indefensión para los afectados, agravada por la reimplantación de la justicia onerosa con las tasas judiciales.
A su vez, la LSC es una respuesta patente al recrudecimiento de las desigualdades y a las consiguientes protestas que éste ha suscitado. Diríase, de hecho, que muchas de sus disposiciones están planteadas ad hoc para combatir cada una de las modalidades de contestación y disidencia que han venido practicándose en los últimos años, de los escraches a la ciberprotesta.
Por este motivo, la LSC conforma una pieza fundamental del vaciado del Estado constitucional y del imperio de los derechos que éste presupone. Sus artículos agreden con claridad a los derechos políticos de reunión y manifestación y a la libertad de expresión. Al efecto de su ejercicio, instaura en la práctica una suerte de estado de excepción, de márgenes difusos y gestionado prácticamente sin cortapisas por poderes gubernativos y policiales. Con pauta característica del Estado liberal, la LSC viene a colocar así los derechos por debajo de la ley. Podría pensarse que para evitarlo está el Tribunal Constitucional, pero para que ello sucediese deberíamos contar previamente con su independencia y su compromiso con los principios constitucionales. En momentos como este se echa en falta que no sean todos los jueces los llamados a proteger la Constitución frente a la ley.
El articulado del proyecto nos muestra todavía otra cosa: la degeneración de la democracia constitucional en mera democracia representativa, compatible, como en el siglo XIX, con arraigadas prácticas autoritarias. Es decir, al nuevo sistema político que saldrá de toda esta mutación –si no se la detiene– se le continuará denominando «democracia», porque se podrá seguir votando, aunque con el orden mediático existente y el régimen electoral vigente los resultados de cada elección se encontrarán severamente predeterminados. A diferencia de la actual, donde los derechos políticos son cauces directos de participación, se tratará de una democracia postiza, en la que el pueblo solo podrá actuar políticamente mediante sus representantes, en la creencia de que así se evitará todo desorden público de contenido político.
(El presente texto es extracto y resumen de una charla que, junto a Lorena Ruiz-Huerta, di el pasado 17 de octubre en Valladolid, por amable invitación de la Plataforma Ciudadana en Defensa de las Libertades de aquella ciudad. Quede expresado aquí mi agradecimiento a sus hospitalarios promotores y a los numerosos asistentes)
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