Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Ruptura democrática: el regreso de un espectro
- Este es el segundo artículo de la serie que Contrapoder dedica a los ejes y contenidos de un futuro proceso constituyente. El primero lleva por título: “Ni inmovilismo ni reforma: ¡proceso constituyente!”
Hace algunos años hubiera sido imposible hablar de ello. Pero el espectro ha regresado. No porque su materialización sea sencilla o esté a la vuelta de la esquina. Simplemente porque aparece como una vía sensata de defensa ciudadana frente a una agresión sin precedentes. A los derechos, a las libertades básicas, a la dignidad de las mayorías. Vuelve a hablarse, sí, de procesos constituyentes. De ruptura democrática. Como en los inicios de la Segunda República. Como en el momento álgido de la oposición antifranquista. Como en América Latina y como en Islandia, hace unos años. Y vuelve a hablarse porque aunque la agresión es cada vez mayor, también la credibilidad de los agresores se agrieta.
Un proceso constituyente indica un camino. Que puede ser corto o largo. Pero que exige replantear las reglas de juego. Reconfigurar las relaciones de poder, los derechos de la población y los espacios en los que ésta debe poder decidir. Un proceso constituyente no es una simple reforma constitucional. No implica el cambio de dos, tres o más artículos a partir de los procedimientos previstos en la Constitución vigente. Supone una ruptura jurídica. Que exige, para ser democrática, una amplia participación popular; la convocatoria, en algún momento, de una Asamblea Constituyente; y la aprobación y ratificación de una nueva Constitución.
Es verdad que para cambiar las relaciones de poder, para sacudirse los privilegios, no siempre hace falta una nueva Constitución. A veces basta con que la Constitución existente sea cumplida. Así lo cree mucha gente, por ejemplo, en Portugal. Cuando se manifiestan contra la Troika, cuando denuncian la estafa que están padeciendo, no piden una nueva Constitución. Piden respeto por los mandatos sociales y democráticos de la Constitución de 1976. Pero Portugal es Portugal. Su Constitución, a pesar de todas las agresiones sufridas, es hija de la Revolución de los claveles. De la Grândola Vila Morena que todavía hoy resuena en las calles lusitanas en cada manifestación de rebeldía popular.
No es el caso del Reino de España. La Constitución de 1978 nació vigilada por el Ejército y por los poderes fácticos vinculados al franquismo. A pesar de ello, recogió algunas promesas garantistas. Derecho al trabajo y a una vivienda digna, libertad de expresión y de manifestación, subordinación de todas las formas de riqueza al interés general. Lo que ocurre es que la mayoría de esas promesas se ha frustrado de manera acaso irrevocable. La Constitución -lo que se ha hecho de ella- ha cristalizado en un Régimen que bloquea sus lecturas más abiertas y sus interpretaciones más igualitarias. En ese Régimen, los derechos sociales son sacrificados sin contemplaciones en el altar de la deudocracia. Se privatiza, se precariza y se desahucia sin rubor. Lo mismo pasa cuando se amordaza la protesta, se estrecha el cerco sobre Internet o se avasallan los derechos reproductivos. La relación entre política y dinero deviene un escándalo y la Monarquía, un foco constante de corrupción. La Iglesia acumula privilegios inaceptables en un Estado aconfesional y la obsesión por la “indisoluble unidad” del Estado actúa como un cepo en el que perecen la diversidad de los pueblos de España y su derecho democrático a decidir libremente su futuro.
Hay quienes piensan que esta regresión puede corregirse a través de una simple reforma. Retocando algunos aspectos aislados del texto vigente. Si la propia ciudadanía pudiera instar una reforma de calado o solicitar una Asamblea Constituyente, como se prevé en Bolivia o Ecuador, quizás sería una opción. Pero no es el caso. La Constitución de 1978 cierra el paso a cualquier cambio que no cuente con la autorización de los partidos mayoritarios. Ese consenso desde arriba pudo existir cuando de lo que se trataba era de rendir con nocturnidad el art. 135 a las exigencias del Banco Central Europeo y de los grandes acreedores. Pero no existirá para acometer las transformaciones políticas, culturales, sociales y ecológicas básicas que hoy son indispensables.
Una reforma constitucional democratizadora, en realidad, exigiría una correlación de fuerzas muy diferente a la actual. En las instituciones y fuera de ellas. Lo cierto es que si esta correlación favorable existiera (o mejor, para que exista) no tendría sentido utilizarla para propiciar una reforma menor o para gestionar, simplemente, el marco heredado. Debería comprometerse, por el contrario, con la apertura de un proceso constituyente democrático. Ni las demandas del 15-M y de las generaciones más jóvenes, ni las exigencias de la PAH, de las mareas y de las marchas por la dignidad, ni los reclamos que llegan desde Cataluña, el País Vasco o Galicia, caben ya en la idea de reforma constitucional. Como no caben, tampoco, en la apelación a una segunda Transición o a un nuevo consenso en el que el maquillaje de aspectos menores permita que todo siga más o menos igual.
Ninguna de estas observaciones implica que un proceso constituyente sea una receta mágica o un camino sencillo. Cualquier proceso constituyente que tenga vocación transformadora exige un gran apoyo ciudadano y está destinado a generar resistencias enconadas. Por otro lado, un cambio profundo en las relaciones de poder existentes exige mucho más que una nueva Constitución. Exige nuevas formas de organización política, sindical y vecinal, así como otras maneras más solidarias y cooperativas de producir, de consumir y de gestionar los bienes públicos, comunes.
Después de décadas de consumismo, de privatización de la vida cotidiana y de reducción creciente de la pluralidad informativa, nada de esto puede darse por descontado. Sin embargo, cada paso destituyente de lo existente y constituyente de algo nuevo, más democrático, será decisivo. En las calles, pero también en las urnas. Si de lo que se trata es de llevar el proceso constituyente y la ruptura democrática a diferentes escalas habrá que estar atentos a lo que ocurra estos meses. A lo que pase en Grecia, y en el sur de Europa en general, con las opciones políticas que propugnan plantar cara a las políticas austeritarias y al yugo de la deuda ilegítima. A lo que pase con la consulta catalana del 9 de noviembre, una iniciativa que debería ser vista como acicate para otras consultas constituyentes en el conjunto de España. Y a lo que pase, también, en las elecciones municipales de 2015, que ahora -como en abril de 1931- podrían ser el disparador de cambios políticos y sociales más profundos.
Hace algunos años hubiera sido imposible hablar de ello. Pero el espectro ha regresado y la oportunidad no puede perderse. Si los procesos constituyentes no se impulsan desde abajo y al servicio del 99%, no tendrán lugar, o se reducirán a un proceso elitista, vigilado y controlado desde arriba. Como pasó en la Transición y como pasó con el proyecto de Constitución europea de 2004. La alternativa, a la larga, volverá a ser la de otras coyunturas. Inmovilismo, reforma, o ruptura democrática. El Régimen o nosotros.
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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.