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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

La Segunda República, 84 años después

Sebastián Martín

Hoy, 14 de abril, vuelve a ser una jornada para rememorar, rendir tributo a la democracia y reconsiderar ciertas convenciones. A juzgar por el debate público, las reivindicaciones de algunos grupos políticos y los intereses historiográficos más inmediatos, la Segunda República continúa viva entre nosotros. Lo hace como símbolo político y como objeto de conocimiento. Vive con dos almas, con diferentes funciones cada una, pero íntimamente conectadas entre sí. Cuanto más se cultive en su segundo aspecto, mejor se podrá calibrar su alcance simbólico. La distancia notable entre sus dos vidas es lo que provoca que, en la mayor parte de las ocasiones, permanezca desdibujada por las pasiones presentes y por las tergiversaciones interesadas.

La experiencia republicana española entraña, aun a día de hoy, una lección de alcance universal. Revela, de forma desgarradora, las dificultades casi insuperables con las que suele tropezar la institucionalización de la democracia social, con su combate prioritario contra los privilegios y su afán por construir una sociedad de ciudadanos políticamente iguales y emancipados. Está de más insistir en la evidencia: a la República no le permitieron siquiera asentarse tanto desde la sociedad como desde dentro del propio Estado. Latifundistas, financieros, nobles, militares, monárquicos y eclesiásticos, de forma directa o a través de sus agrupaciones políticas, hicieron todo lo posible por derrocarla. Pero también numerosos anarcosindicalistas, que, con lamentable ceguera, no vieron en ella más que una despreciable continuación del parlamentarismo burgués. Las resistencias internas no fueron menores. Desde la propia desafección castrense a la lenidad de la magistratura, la alta burocracia, la policía o la diplomacia minaron las bases de su constitución.

La tentativa republicana enseña así que, cuanto más desigual es una sociedad, cuanto mayor proporción de la misma se encuentra sometida a poderes privados, sin derechos ciudadanos ni relevancia pública, más complicado se hace instituir una democracia social. Por eso, cada regresión en materia laboral o fiscal, cada desregulación practicada en favor del poder económico, cada disposición que propicie su paulatina concentración, nos aleja un paso más, en un trayecto difícilmente reversible, del ideal republicano de la igualdad política.

Muchos, por interés propio o por mero adoctrinamiento, celebran este viaje sin retorno. La República, por su derrota a manos del fascismo, se les aparece como la demostración inapelable de la imposibilidad de la democracia social. Inútil es volver a tener aspiraciones ya fracasadas, vienen a decir. Es más, en un gesto que convierte a la víctima en verdugo, la consideran, con sus aspiraciones de cambio, la responsable de la propia irrupción del fascismo. Y es que pocos periodos de nuestra historia dependen más, para su valoración, de la propia inclinación política y de las ideas preponderantes en la esfera pública.

Salvo furibundos derechistas, apenas nadie discute hoy, a derecha y a izquierda, que el constitucionalismo gaditano significó un avance en relación a la monarquía militarizada de Carlos IV. Ningún consenso similar encontraremos en el caso de la República. La profesión en valores conservadores conduce a su desprecio. Se le concibe desde esta perspectiva como un caso más en el que el idealismo utópico y el sectarismo empujaron a la anarquía. Al parecer, poco importa a quienes así piensan que sus exigencias más elementales, como la igualdad de género, el sufragio universal, la protección legal del trabajo, el derecho de huelga o el régimen autonómico se consagraran tras la dictadura, dando lugar a un periodo medianamente próspero en nuestra historia. Ocultan, para no identificar su bárbara genealogía, que en España se rebelaron los militares, entre otras cosas, para erradicar el divorcio, el matrimonio civil, la autonomía regional, la escuela laica o una tímida redistribución de la riqueza.

Su imagen convencional depende además, de modo muy estrecho, de los valores políticos hegemónicos. Cuanto más conservador, en expectativas y horizontes, se va haciendo el ambiente político, más rechazo retrospectivo empieza a sentirse por aquel proyecto, repelido como revolucionario. Antes, sin embargo, cuando las ideas de igualdad y cooperación predominaban, encarnaba un valioso ejemplo a emular, malogrado por la ira fascista.

La discrepancia de raíz en torno a la valoración de la República es, de todas formas, lo que sigue explicando el interés que despierta, la actualidad de que goza. Algunas formaciones identifican su proyecto de país con la bandera tricolor. Acaso descuidan aquella dolorosa, pero certera sentencia de Camus sobre la destrucción de la República, lección generacional que mostró cómo «se puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma, y que a veces el coraje no tiene recompensa». Se pregunta uno si al enarbolar la bandera republicana se tiene presente, con precisión, cuál es el modelo preconizado: ¿la República del primer bienio, cuyo proyecto de transformación social quedó plasmado en la Constitución de 1931? ¿La del Frente Popular? ¿O la de la guerra civil, conectada por necesidad a la Unión Soviética, y que conoció, en algunos de sus territorios, la anhelada revolución social?

Si lo reivindicado para el presente es el reformismo ilustrado y constitucional del primer bienio debe entonces anotarse su exacta condición. Se trató de una República parlamentaria, democrática y social, que quiso tener como base popular la conjunción de la pequeña burguesía progresista y de los trabajadores de aspiración más moderada. Conviene recordar que esta República fue contemplada por muchos, incluido el PSOE, partido que la trajo y sostuvo, como un tránsito necesario hacia la sociedad sin clases. Y por otros, como una molesta y estupefaciente interposición burguesa entre el proletariado y la revolución verdadera. Su alma política, por tanto, no se situaba en las doctrinas socialistas, ni tampoco en el republicanismo liberal, sino en una izquierda burguesa y jacobina, que se miraba en Rousseau, no en Marx, y que defendía su proyecto nacional desde las páginas de Crisol, Claridad, Luz o El Heraldo.

En cualquier caso, si lo reivindicado con su simbología no es sino aquel intento de transformación radical, guiado por la dignidad y la justicia social, debe siempre huirse de la extrapolación simplista. Ni en materia religiosa, ni regional, ni siquiera laboral, la España de hoy tiene parangón con la España de aquel tiempo, aunque el peso específico de las oligarquías parezca unirlas.

Esa distancia, cada vez más patente, hace que la República vaya sedimentando, principalmente, como objeto de conocimiento desentrañado por los historiadores. Su valoración dispar y polémica la convierte en asunto especialmente controvertido, plagado, por desgracia, de proyecciones presentistas, prejuicios ideológicos y lugares comunes. Hay contemporaneístas de renombre que, con cierta autosatisfacción, afirman que nuestro pasado político más reciente ya se conoce de sobra. Y la multitud de títulos dedicados al periodo invita a pensar de ese modo. Basta, sin embargo, con acercarse a sus contenidos habituales para desengañarse y comprobar que mientras existen aproximaciones reiteradas a unos mismos puntos, otros, por desgracia, permanecen todavía en relativa oscuridad. Es lo que nos separa de países como Italia, Francia o Alemania, que conocen al dedillo, por soporte investigador y política académica, cada rincón de sus antecedentes. No es el caso español.

Faltan estudios de conjunto, profundos, solventes y con amplia base documental, sobre aspectos centrales de la Segunda República. Desconocemos, por ejemplo, el papel que jugó el poder judicial en el boicot y destrucción del régimen al que servía, algo que los alemanes conocen, respecto de la República de Weimar, desde los propios años ’30. No disponemos tampoco de un cuadro exhaustivo sobre la conflictividad laboral, cuando la actividad de los jurados mixtos fue decisiva para su decurso. Aunque más estudiada, falta también descender con sistema a todos los detalles en una de las principales apuestas de la República: la reforma agraria. E incluso carecemos de una investigación completa sobre la atribulada vida municipal bajo los vaivenes electorales y gubernamentales.

Hay que celebrar por eso que notables historiadores, como Eduardo González Calleja, Francisco Cobo Romero, Ana Martínez Rus y Francisco Sánchez Pérez, se hayan tomado el trabajo de intentar reconstruir el periodo huyendo de censuras retrospectivas y tratando de entenderlo según sus propios desafíos. Algunos aguardamos expectantes su inminente Historia de la Segunda República, a publicarse por la imprescindible casa editorial de Gonzalo Pontón, Pasado & Presente.

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