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André Kertész y la fotografía como seducción, razón de vida y ensayo visual, en Valladolid
La fotografía que brota como una pasión desbocada, entendida como el reflejo de una existencia personal nómada y accidentada, a la vez que instrumento de expresión vital, definen la trayectoria y el legado del húngaro André Kertész (1894-1985), homenajeado en Valladolid a través de una exposición.
Pionero de la imagen documental, maestro del testimonio y ensayista visual, Kertész recorrió su propio camino al margen de modas, tendencias y corrientes estéticas que conoció, principalmente en su etapa parisina (1925-1936), a través de vanguardias como el dadaísmo y el surrealismo, con las que coqueteó pero no sucumbió.
Pagó caro esa independencia porque en vida “nunca tuvo ese reconocimiento a la medida de sus esperanzas, ya que desgraciadamente sólo fue póstumo”, ha manifestado Anne Morin comisaria de la exposición “El doble de una vida”, promovida por el Ayuntamiento de Valladolid y que permanecerá hasta el 15 de marzo.
De origen judío, herido en la I Guerra Mundial como soldado del ejército austro-húngaro, perseguido por el nazismo y abducido por la fotografía hasta rechazar un empleo como corredor de bolsa, trazó una raya el día que compró su primera cámara, a los 18 años de edad, una ICA rectangular con la que se probó en su Hungría natal.
Es la primera etapa de las cuatro en que se articula este muestrario gráfico colgado en los sótanos del antiguo convento de san Benito y compuesto por 189 imágenes cedidas por el centro Jeu de Panne, de París, dependiente del Ministerio de Cultura de Francia al que donó Kertész su colección de negativos y archivo personal.
Paisajes, escenas bucólicas y de niños gitanos, una columna de soldados camino del frente, todo ello desde la emoción, la ternura y el sentimiento, se corresponden con la primera estación de este recorrido cronológico que, más que una retrospectiva o una evocación monográfica, pretende ser un homenaje a un fotógrafo caracterizado por su compromiso y autenticidad, según Morin.
Esas imágenes son algunas de las que pudo salvar de la destrucción que supuso la revolución húngara en 1919, punto de partida de un traslado meditado a París que fraguó en 1925 y culminó en 1936 cuando el auge del nazismo le obligó a huir a los Estados Unidos, a Nueva York, donde se asentó y falleció en 1985 después de una incursión en el color fechada en los años sesenta y setenta.
Fue dueño de una “enorme sencillez, una mirada tierna, directa de la vida, era fotógrafo de lo que veía, de lo que existía y sin tener, por todo ello, un estilo propio o un sello personal”, ha analizado la comisaria de este repertorio donde se aprecia la forma que tenía de ver el mundo a través de, esta vez sí, de unos enfoques característicos en forma de picados y contrapicados.
“Incluso en algunas imágenes roza la abstracción”, ha apuntado Morin respecto a un creador que nunca traspuso el umbral de ninguna corriente, y cuyas fotografías fundían realidad y ficción, es decir el propio autor estaba presente en sus creaciones como si cada imagen fuera una réplica de sí mismo: el doble al que alude el lema de la exposición.
En su etapa neoyorquina, a partir de 1936, se sintió frustrado, rechazó encargos de estudio por parte de prestigiosas agencias y revistas como “Life”, prefirió la calle, optó por su forma de ver y entender la vida que disfrutó en los años parisinos, la época de gestación y más fructífera de su trayectoria, en la que cambió su ICA rectangular por la Leica y pasó a llamarse de Andor a André.
Sólo cuando adquirió la nacionalidad norteamericana, en los años cuarenta, “pudo publicar en las grandes revistas” del momento.
Kertész, curioso contumaz y autodidacta, probó la revolución del color, que siempre consideró “una pérdida de tiempo”, pero que a partir de 1975, tras la muerte de su mujer, le entretuvo durante sus largos y depresivos encierros en casa a través de objetos que captaba y en los que buscaba retener la huella y la memoria de su amada.
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