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Chile, el gran refugio de la diáspora palestina fuera del Oriente Medio
Después de meses de surcar mares y océanos, sobrevivir al hambre y cruzar los Andes, tres jóvenes palestinos llegaron a la ciudad de Santiago de Chile. Era finales del siglo XIX y las crónicas de la época cuentan que los aventureros hicieron fortuna.
Tras regresar a su madre patria para casarse, los árabes viajaron de nuevo al país austral acompañados en esta ocasión por sus esposas, amigos y también abuelos. Hoy se estima que los descendientes de esa generación en Chile superan las 300.000 personas y conforman la mayor comunidad palestina fuera del mundo árabe.
“Llegamos huyendo de la guerra, buscando nuevas oportunidades para nuestras familia y un mayor bienestar económico y social para los hijos”, relata a Efe el comerciante chileno Carlos Abusleme, cuyos padres se radicaron en Chile tras escapar de la persecución de los turcos otomanos a principios del siglo XX.
La mayoría de los palestinos huía de una tierra azotada por siglos de dominación, conflictos religiosos y disputas territoriales que proyectaban un horizonte no más brillante que el que dibujan actualmente los muros de hormigón que mutilan sus libertades.
Gran parte de ellos procedían de los mismos barrios de Beit Jala, Beit Sahour o Belén, tres ciudades de la región conocida como Cisjordania pobladas por cristianos ortodoxos, cuya tradición también trajeron a Chile.
“Fue una migración en cadena. Los recién llegados necesitaban a gente que les ayudara en sus trabajos y empezaron a traerse a sus familias, a la gente de su barrio y del mismo clan familiar”, explica a Efe el académico Eugenio Chahuán.
Así como otros jóvenes países de Sudamérica, en esa época Chile necesitaba más mano de obra para consolidar su economía y, a pesar de que los gobiernos apostaron preferentemente por los inmigrantes europeos, como los alemanes o los austríacos -a quienes se ofrecían tierras y derechos-, los palestinos llegaron sin preguntar y comenzaron a forjar su futuro de la nada.
En ese periodo, el modelo de la economía chilena, que hasta el momento se basaba eminentemente en la producción agrícola, estaba transmutando hacia un sistema de producción capitalista, un contexto que, según Chahuán, “favoreció” a los inmigrantes palestinos, que aprovecharon la expansión del mundo de los negocios y se dedicaron al comercio y a los textiles.
Los recién llegados de Medio Oriente arribaban a Chile con un conocimiento del mundo mucho más amplio que los habitantes del país, aislado al este por la gigantesca cordillera de los Andes y al oeste por la inmensidad del océano Pacífico.
Este impulso comercial se plasma hoy en distintas multinacionales chilenas e instituciones como el Club Social Palestino, encargado de dinamizar la actividad cultural y social de la comunidad, y el Club Deportivo Palestino.
No obstante, la adaptación a la vida y costumbres chilenas no les hizo perder la identidad de su tierra, de ahí que en muchos hogares de descendientes palestinos aún sea común ver servirse hojas de parra, hummus y berenjenas rellenas, cuyo aroma se entremezcla con el dulce ritmo de las melodías árabes.
“Mi alma es chilena pero mi corazón es palestino”, dice la santiaguina Patricia Eltit, segunda generación en Chile y propietaria del restaurante de comida palestina Qatir, ubicado en uno de los barrios acomodados de la capital.
Aunque Eltit no visitó Palestina hasta que ya fue adulta, asegura que al poner un pie en la tierra de sus antepasados sintió un fuerte magnetismo por esos paisajes de laderas pedregosas y gente cercana.
“No nos entendíamos con palabras, pero muchas veces no era necesario hablarnos, porque traducía perfectamente sus gestos y miradas, tan sorprendentemente parecidos a los míos y a los de mis padres”, relata la cocinera mientras enrolla hojitas de parra con una destreza asombrosa.
A pesar de esta exitosa adaptación e integración, el proceso de asimilación de elementos culturales de la sociedad chilena también acarreó la consecuente pérdida de algunos rasgos propios. Uno de los más evidentes fue la pérdida idiomática, pues tan solo 2.000 miembros de la comunidad continúan dominando el árabe.
Ello no ha impedido que algunos jóvenes de ascendencia palestina se sientan atraídos por la música árabe, lo que les ha llevado a crear grupos y orquestas de música tradicional en los que interpretan canciones de su tierra, cuyas letras son incapaces de descifrar.
“Lo que se reproduce es un cierto modo de ser y, por tanto, como las sensaciones y el gusto por la música perduran, los músicos, a pesar de no conocer la lengua, son capaces de interiorizarla e interpretarla”, dice a Efe el músico Kamal Cumsille.
Aunque muchos hayan perdido el idioma y algunas de sus tradiciones, la distancia entre ambos pueblos y el siglo y medio de generaciones que ha habido por medio no han conseguido impedir que las raíces de éstos chilenopalestinos permanezcan latentes y sólidamente ancladas en los dos puntos del planeta.
Júlia Talarn Rabascall
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