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Bruce Conner, el arte inteligente puede ser conmovedor

Crossroads/ Bruce Conner

J.M. Costa

Hay exposiciones de vídeo-arte a las que el visitante, o llega avisado o se entera enseguida de qué allí solo hay vídeos. Son más frecuentes las exposiciones en las que, entre otras cosas, hay vídeos. Muchos, incluso. En ellas los vídeos suelen contemplarse de forma casi distraída, como tomando nota de que existen y un poco de qué van. Pero también hay exposiciones alrededor de un vídeo (película), como la recién inaugurada exposición sobre Bruce Conner (1933-2008) en el Reina Sofía.

Una exageración, probablemente, pero es que Crossroads (1975, 37’), la proyección en la que desemboca Es todo cierto (hasta el 22 de Mayo), vale la pena más que mucho y es una pieza que ayuda a entender un poco mejor el arte y sus relaciones sociales y psicológicas en la segunda mitad del siglo XX. Arte inteligente que conmueve o puede conmover, porque esta no es una ciencia exacta.

Operation Crossroads (Operación cruce de caminos) se llamó a la detonación de dos bombas atómicas en el atolón de Bikini (Islas Marshall) a mediados de 1946. Se trataba de comprobar el efecto que tenían ese tipo de bombas sobre buques de guerra. Para ello, se reunieron en el atolón barcos de la recién finalizada II Guerra Mundial. Norteamericanos y unos pocos japoneses y alemanes, hasta formar una gran flota de 95 navíos, algunos de gran tonelaje, como cuatro acorazados y dos portaaviones. Más una gran cantidad de animales de prueba de los que murieron un 35%.

Se realizaron dos pruebas, la primera con una bomba llamada Gilda (por la película) que fue lanzada desde un bombardero y que no causo los daños esperados por explotar a demasiada altura. La segunda, llamada Baker, fue la primera explosión atómica subacuática (a solo 27 metros de profundidad) y lo que provocó fue una lluvia radioactiva que no destrozó todos los buques pero los contaminó de tal manera que impidió cualquier prueba posterior. El ejercito americano grabó las explosiones con unas 500 cámaras situadas en aviones dirigidos a distancia, en otros barcos o desde el mismo atolón. Algunas de estas espectaculares imágenes se dieron a conocer con fines propagandísticos, pero apenas unos segundos.

Cuando se cumplió el tiempo reglamentario, el ejercito hizo accesible todo el metraje y Bruce Conner, para entonces ya un artista conocido, muy concretamente en el campo del montaje cinematográfico, se lanzó sobre él. La obsesión le venía de su infancia y ya en su primera película de 1958, A movie (presente en la exposición) con música prestada del italiano Ottorino Respighi (1879-1936), Conner había utilizado esos segundos de la explosión Baker que se pasaron en los noticiarios cinematográficos y en la renacida televisión.

Conner realizó el corte y montaje de las imágenes sin aplicar efectos a los originales excepto  lo que parecen momentos de ralentización. Las transiciones suelen ser simples fundidos a negro. El sonido se compone de dos partes: la primera realizada por el mago de los sintetizadores, Patrick Gleason, que imita el sonido de un avión, las explosiones e incluso cantos de pájaros; y una segunda que es una improvisación del ya clásico Terry Riley, bastante en el sentido de su Rainbow in curved air de 1969.

El sonido, que al principio aparece con el retraso que esperamos de su velocidad de propagación, va sincronizándose con las imágenes, luego transformándose en un ruido hasta que entra Riley situándose en un nivel casi extático sin mayor relación con lo que vemos, las continuas, eternas e hipnotizantes explosiones. En lo visual acaba pareciendo una danza de hongos nucleares. Lo cual a su vez tiene que ver con el aspecto psicodélico de Conner: el hecho de que allí se experimentara muy tempranamente con peyote y otros alucinógenos fue una de las razones que impulsaron a Conner y a su mujer Jean a trasladarse en 1957 a San Francisco.

La belleza del horror

Desde el punto de vista histórico Crossroads es un ejemplo de minimalismo llevado al cine-collage. Trabaja con muy pocos elementos (la detonación y su expansión) presentados desde la multiplicidad de puntos de vista originales y los ritmos, cambiantes, dependen del momento que se está captando. Todo ello partiendo de un material preexistente realizado de forma mecánica y con intención nada artística. Rasgos presentes en el resto de la obra de Conner.

Pero lo importante no es esto sino cuestiones más directas, más íntimas. Lo que se está viendo es, obviamente, un arma letal que ha pesado sobre la humanidad como ninguna otra, un símbolo de la ultraviolencia, de lo en realidad no utilizable y sin embargo amedrentador. La repetición del estallido de Baker, el lento avance de la nube radioactiva que engulle los barcos, el vapor generado por la explosión que va confundiéndose con las nubes atmosféricas. Todo ello acaba resultando casi atractivo y cuando entra la música de Riley, todo místico y transparente, se genera una sensación de belleza.

Ese es un momento muy inquietante, casi da vergüenza estar disfrutando con esa estetización del horror. Un poco como la incomoda sensación que provoca el reírse en la penúltima escena de El Verdugo de García Berlanga/Azcona, cuando el arrastrado al patíbulo es el verdugo, no el reo. Por supuesto, la experiencia de cada cual será diferente, pero la intención de Bruce Conner, conociendo su pensamiento y obra, debía aproximarse a la descrita. Aunque siempre deja la impresión de que puede llegar de muchas formas a muchas personas.

El inicio de los assemblages

assemblagesEsta prolija explicación viene a cuento por su curiosidad y porque, si bien Crossroads -como las otras películas/vídeos que se proyectan en Es todo cierto- tiene gran protagonismo presencial, en el catálogo se las despacha con unas pocas páginas bastante genéricas. Sin embargo, los assemblages que le dieron su primera fama, son analizados en profundidad. Es la primacía del objeto sobre el acontecer, porque un museo es un museo y muestra cosas.

Sucede que Conner hizo assemblages apenas entre 1959 y 1963, mientras que A movie es su primera o segunda obra datada y siguió haciendo películas (24 en total) hasta el Three Screens Ray del 2006 o el Easter Morning del 2008, poco antes de su muerte. El mismo catálogo reconoce que Conner estaba considerado un gurú del cine experimental, fundador del aún hoy existente Experimental Cinema Group, amigo de Stan Brakhage, de Dennis Hopper y que incluso fue reconocido académicamente por ello. Da igual ¿para qué meterse a reflexionar sobre películas? Aunque, la verdad, las películas, casi todas cortos, se proyectan en muy buenas condiciones y si no estuvieran acompañadas por los objetos que las rodean, probablemente no habrían llegado al Reina Sofía.

Porque los objetos son potentes y no hay que restarles importancia. En realidad Conner fue casi un artista prodigio. Su primera exposición de 1960 en la galería Alan de Nueva York resulto todo un éxito y el Moma de Nueva York, que ha co-organizado esta exposición junto al de San Francisco, le compró casi de inmediato dos obras, Child y Box (ambas 1959).

Incluso si se hubiera quedado en Nueva York, es poco probable que la carrera de Conner hubiera sido rectilinea, pero es que además no le gustaba la ciudad. De modo que al poco tiempo se traslado a Colorado para acabar estudios y después dió el salto a un San Francisco en la transición del Beat a la psicodelia. Viaje a México y amistad con Timothy Leary, el apóstol académico del ácido. Y de vuelta a la costa Este, al poco promisorio Newton, una pequeña ciudad cerca de Boston, donde a falta de escena artística afín, se unió a organizadores de eventos de música experimental. Hay que pensar que entonces tenia 30 años y que a partir de ahí comenzaría su creación real, de una variedad y una consistencia poco normales.

Un mosaico inteligente

Tras sufrir el impacto del asesinato de Kennedy (1963), sobre todo al entender cómo la persona había desaparecido, no en la muerte, sino disuelta en el mito, Conner pasó una crisis de identidad y en 1964 realizó una acción lejanamente relacionada con la que en 1974 llevaría a cabo Isidoro Valcarcel Medina en Conversaciones telefónicas. Conner mandó hacer dos pins, uno en el que ponía I am Bruce Conner y otro con I am not Bruce Conner, cogió el listín de teléfonos del condado y le mandó un sobre con ambos pins a los todos Bruce Conner que encontró, poniendo como remitente a un Bruce Conner diferente.

Pero aunque este es más o menos el momento en que Conner deja de hacer assemblages, algunos tan impresionante como La casa de la señora araña (1959) o The bride (1960), estos no serían los últimos objetos en su producción. En 1973 -75 realizó junto al fotógrafo Edmund Shea la serie Angels, un tipo de autorretrato de su sombra fotográfica que en el Reina se exponen casi en penumbra en la sala que da paso a Crossroads. Un gran montaje.

Conner era un dadaista pasado por el Beat y el conceptualismo. Pero sobre todo parecía ser un hombre con conciencia de lo general y curioso e interesado en lo cercano, extraordinario o no. No es raro que aceptara el encargo de la naciente revista de música Search and Destroy para fotografiar los grupos, punk que pasaban por el club Mabuhay Gardens de San Francisco. Es una serie estupenda y solo es una lástima que la exposición ignore el montaje cinematográfico que por entonces hizo Conner para la canción Mongoloid (1978) del grupo DEVO. Por suerte, está en la Red.

La producción de Conner se extiende a pinturas automáticas tipo test de Rohrschach, dibujos abstractos y texturados realizados con un rotulador especial, montajes de ilustraciones, muestrarios de signos, una triple pagina bastante genial en la respetada revista Art Forum llamada Bruce Conner makes a sandwich (1967) en la que ironizaba sobre una similar con Pollock pintando sus drippings lleno de expresividad dramática. Y muchas más cosas, casi todas brillantes.

Bruce Conner murió de una degeneración hepática, dejando atrás una obra fantástica que influyó de forma muy directa en artistas de generaciones subsiguientes como Mike Kelley en Estados Unidos o Martin Kippenberger en Europa. Como muchos grandes artistas a lo largo de la historia, resulta difícil encuadrarle. Y eso opera contra de su fama, aunque cabe pensar que más bien lo hace a su favor. Es todo cierto, siendo una exposición que impresiona, señala también los limites del museo. No es que la institución sea inservible, en lo absoluto, pero Conner, incluso congelado en formato expositivo, recuerda que el arte supera este contenedor.

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