'Fuego Blanco' marca el paso del arte moderno al contemporáneo
Fuego blanco. La colección moderna del Kunstmuseum Basel comienza en la época del expresionismo nórdico y, más en concreto, la de su represión bajo el nazismo, plasmada en la exposición Entartete Kunst (Arte Degenerado) de 1937. Es significativo que sea así, porque viene a definir la forma en que el Kunstmuseum de Basel comenzó a formar la impresionante colección que se presenta hoy en el Reina Sofía.
Cuando se analiza un poco aquella exposición Nazi, donde figuraba paradójicamente un nazi de primera hora como Emil Nolde, se cae en la cuenta de que aquella operación, además de lo ideológico, supuso un gran negocio para el régimen. Muchos de aquellos cuadros se subastaron en la ciudad de Lucerna y el museo de Basel, un poco en impasse, acudió a la puja con 25.000 francos (una cifra respetable para la época), reservando otros 25.000 francos para negociar este tipo de arte rechazado por Berlín. Todo este proceso fue documentado en detalle en 1939, a puertas de la II Guerra Mundial, por el mismo director del Museo Georg Schmidt, entonces libre de cualquier dilema moral.
A partir de ahí, el Kunstmuseum de Basel fue haciéndose con una colección formada sobre todo en torno a donaciones de las familias muy pudientes del más pudiente de los Estados Helvéticos. Todo empieza con el legado (económico) de Samuel Birdmann (1793-1847) que permitió al Museo municipal ponerse en marcha y recabar la ayuda de otras asociaciones de amantes del arte. Le sigue la etapa/empujón del arte degenerado y, a mediados del XX, comienzan a sumarse las donaciones de La Roche, Marguerite Hagenbach, la Fundación Giacometti, todo con un nuevo salto al arte americano.
A esto hay que sumar el papel de Basilea como uno de los más importantes nodos del mercado de Arte Contemporáneo. Aparte de la feria Art Basel y sus extensiones por medio mundo, en esa ciudad o proximidades se concentran, no sólo varios galeristas importantes, sino también marchantes, intermediarios, incluso almacenes para esas obras adquiridas casi exclusivamente para la especulación y que pueden pasar décadas sin llegar a ver la luz.
Variaciones de la palabra gratis
Es decir, estamos en uno de los centros del poder económico en el Arte y por ello este préstamo no es menor y tiene condicionantes. Comencemos por las económicas. Vaya por delante que entraría dentro de lo normal pagar el alquiler por semejantes obras, que en otro tiempo cultural se habrían llamado maestras. Pendientes las cuentas de fin de año, tomémosle la palabra a Miguel Zugaza, director del Museo del Prado -a donde han ido a parar diez Picassos de esta colección-, cuando habla de la generosidad de la institución suiza. Daba a entender que esto no ha costado nada. Sin extendernos mucho, es evidente que sí ha costado algo y no poco: sólo en seguros, embalaje y transporte de algunas de las pinturas y esculturas más famosas y valoradas del planeta representan una cantidad indeterminada aún, pero sin duda muy importante. Puede que el préstamo sea gratis pero no es verdad que no nos haya costado nada.
La otra condicionante es artístico-técnica y consiste en que la colección sea tratada y presentada de una forma digna, que la afluencia de público vaya a ser previsiblemente grande o que la institución tenga el músculo, no solo económico, sino también organizativo, para montar un tinglado de este porte.
Todo ello no que quita mérito al director del Reina Sofía, Manuel Borja Villel, quien gracias a sus relaciones ha logrado que, durante su cerrado por obras, el Kunstmuseum de Basilea venga a Madrid. Es bueno mencionarlo porque estas oportunidades se dan, pero hay que aprovecharlas. Las más de las veces las decisiones de este orden responden a cuestiones objetivas, pero muy filtradas por lo subjetivo. Hace años, Norman Rosentahl, largo tiempo director de Exposiciones de la Royal Academy de Londres (y marido de la Conservadora Jefe de El Prado, Manuela Mena), decía maravillado: “¡Oh! ¡El Reina Sofía! Un sitio muy extraño. Llamas y cada vez hay un director nuevo. Que casi nunca entiende inglés”. Estas pequeñas cosas, esta confianza, ese factor subjetivo que diría Trotsky, es algo que rara vez se tiene en cuenta entre nosotros.
Vayamos a la exposición o exposiciones porque, además de los Picassos de El Prado, hay otra en el Reina Sofía procedente de los fondos y que de nuevo vuelve a ser significativa: Colección y Modernidad. Dos casos: las colecciones Im Oberstag y Rudolf Staechlin que se han tomado como ejemplos de esa actividad coleccionista privada que marca la colección del Museo.
Vanguardismo europeo de primera línea
Los recorridos impresionan, no cabe duda. En primer lugar porque los artistas europeos de la primeras vanguardias sencillamente casi no existen en nuestro país. Por lo cual sirve casi como objeto didáctico. Pero con sus peculiaridades. Al venir sobre todo de fuentes privadas, las colecciones responden a los gustos o afinidades de sus creadores. Y, por lo tanto, están llenas de huecos clamorosos. En realidad, vamos de salto en salto y cada uno de ellos nos sitúa en una fracción de esa Modernidad. Hay estilos o tendencias o escuelas, como el holandés De Stijl, con obras de Mondrian, normal, pero también de pintores menos célebres pero igual de valiosos como Vantongerloo o Van Doesburg, que se mezclan con productos de su más o menos homónima Bauhaus y alguna cosa de Moholy Nagy o Max Biil o un Antoine Pevsner, que no está relacionado pero viene bastante al pelo. Lo mismo puede decirse de las zambullidas en impresionismo y post-impresionismo de los Casos de Estudio, las dos colecciones mencionadas antes.
En realidad el fuerte de estas muestras son momentos individuales, la insistencia en un artista. Dos de esos artistas son suizos, glorias universales. Estar rodeado de Paul Klees no tiene nombre, estar con los Giacomettis en un entorno casi doméstico, es algo que solo se ve una vez. Lo mismo vale para Ferdinand Leger o Hans Arp. Es caminar por avenidas festoneadas de maravillas para desembocar en lugares consagrados a una maravilla en particular.
Este arte de los suizos en Madrid es todo un alarde. Un gusto. Y al mismo tiempo un recordatorio de su origen y de que la simple suma de iniciativas privadas no da para generar una narración, sea la que sea, del devenir del Arte. Da para una experiencia casi única, para fascinarnos, para salir con los ojos encendidos y pensar. No será del todo coherente, pero ya es bastante.