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Georges de La Tour, el pintor surgido del olvido

La Buenaventura

J.M. Costa

La pintura francesa está muy poco presente en los museos españoles. Lógico, si se tiene en cuenta que dicha pintura se desarrolla sobre todo en el rococó y solo se hace dominante en el siglo XIX. Periodos en los que el Reino de España no estaba para comprar nada ni para muchas modernidades. Coincidiendo con Ingres, el Prado trae una exposición de uno de los más extraordinarios fenómenos de la historia del arte: Georges de La Tour. Extraordinario no solo por su pintura, sino por el hecho de ser un pintor francés que no era francés, del cual se desconocía su existencia hasta principios del siglo XX y cuya obra reconocida está muy lejos de ser definitiva.

La Tour (1593-1652) era un pintor desconocido hasta principios del siglo XX, más en concreto hasta una publicación de 1915 del alemán Hermann Voss en la que se le adjudicaban por primera vez tres cuadros, de los pocos firmados y datados. ¿Quiere esto decir que en su época La Tour fue un pintor maldito o secundario? En absoluto. Según se ha ido descubriendo luego, La Tour fue valorado y bastante copiado a lo largo de su vida, tuvo beneficios tanto principescos como reales y vivió de forma bastante desahogada hasta que una peste en 1652 se los llevó a él y a parte de su familia. A continuación sucedió simplemente que las vicisitudes posteriores de Lorena hicieron desaparecer su rastro.

Pasando por la Lorena

El ducado independiente de Lorena, donde nació y vivió La Tour, perteneció al Sacro Imperio Romano Germánico hasta 1766, cuando fue anexionado por Francia. Durante la vida de La Tour, en 1633, el pequeño país fue invadido y ocupado por orden del cardenal Richelieu. Los franceses no se marcharían hasta 1661, aunque solo a medias. Tras su incorporación a Francia, Lorena volvió a ser del Imperio en 1871 y desde 1918 francesa de nuevo.

Esto significa que, en puridad, George de La Tour nunca fue un pintor francés, sino lorenés. Sin embargo, es lógico que los franceses le hayan incorporado a su propio panteón como una figura mayor desde que en el año 1972 pudo al fin realizarse una exposición sobre su obra que estuviera mínimamente consensuada. Mínimamente, porque en esa exposición de París había incluso una Sección de estudio con obras dudosas y alguna de las aquí presentes no fue autentificada hasta el 2005. Y es que a lo largo de este siglo, los cuadros de la Tour han ido ganando y perdiendo autenticidad con una cadencia bastante regular y a veces divertida.

A la historia de la pintura francesa le vino de perlas poder integrar a una figura como La Tour. Veamos por qué. Antes de su descubrimiento, los cuadros de La Tour eran conocidos pero estaban atribuidos a otros pintores. Como, por ejemplo, Caravaggio, Honthorst, Zurbarán, Ribera, Callot, hermanos Le Nain, Vermeer, Velázquez, Murillo, Durero, Rembrandt, Goya, Miguel Angel o Carracci. Y aún quedan algunos. Casi todos ellos cumbres de la pintura occidental y casi todos italianos, flamencos, holandeses y españoles.

De esa lista, los contemporáneos franceses de La Tour, Callot (un grabador) y los Le Nain, no llegan ni de lejos a la altura de tanto gigante de la pintura. Y es que la pintura francesa del siglo XVII dominada por Vouet, Champagne o le Brun era más bien de segundo orden. Ha de exceptuarse a Nicolas Poussin, quien vivió casi toda su vida en Roma y cuyo clasicismo algo conceptista sería luego muy dominante durante casi todo el siglo XIX. La aparición de La Tour, ese no-francés pero francófono, venía a suplir esas carencias. Porque, en efecto, La Tour era un pintor de primera fila. Algo limitado en su espectro temático, hay que decirlo, pero dentro de ello impresionante.

Apóstoles, pobres, Magdalenas

Datar la obra de La Tour es de lo más complicado, por lo que mejor es agruparla por temas, que tampoco son tantos. En primer lugar hay una serie de pinturas que podrían llamarse costumbristas. Cuadros de un realismo procedente tanto de una tradición que en Centro-Europa puede comenzar con Brueghel y en España o Italia con Caravaggio o Velazquez. Van desde La riña de músicos a La Buenaventura, pasando por Los comedores de guisantes, varios tañedores de zanfona, El tramposo del as de diamante o incluso Mujer espulgándose. Otro tema son los Apóstoles, en series como la de Albi o individualizados. Y en tercer lugar una serie de obras devocionales que van de Aparición del ángel a San José a la Magdalena penitente. Lo que no hay por ninguna parte son retratos. Ni de clérigos, ni de nobles, ni de burgueses. Algo que extraña mucho en un artista capaz de pintar esos Apóstoles, de un verismo enorme. Un misterio más.

Esto, por un lado. Luego hay cuadros diurnos y bastantes nocturnos, de un claroscuro a veces extremo. Siendo estos últimos los más celebrados hoy en día, pura insinuación de volúmenes con una paleta tan restringida como efectiva. Y aún se podría hacer una tercera clasificación según estilo, desde el presuntamente más suelto de sus principios al más definido de su madurez. Aunque, ha de repetirse, las fechas son en su mayor parte meras suposiciones.

Dicho lo cual, los muy diferentes La Tours que pueden verse en esta exposición que agrupa 31 de sus más o menos 70 obras reconocidas, son en general de primera división. Los Apóstoles y otros santos parecen propios de la revolución estética de la Contrarreforma, los tocadores de zanfona o las escenas costumbristas son de un naturalismo que mezcla lo sureño con lo nórdico en una síntesis que no suele darse de esta forma y los nocturnos son de un virtuosismo y una profundidad espiritual que alcanzan pocos pintores del claroscuro (siendo Caravaggio una referencia casi universal). Y la verdad es que, aparte de algunas muy idealizadas, son pinturas de su tiempo y lugar, el de un pequeño país que pasa del bienestar a la guerra y la hambruna. Los pobres parecen realmente paupérrimos o lanzados a esa miseria tamizada por el humor llamada picaresca y que es una de las principales exportaciones culturales españolas.

El vaivén de la autoría

Y ya finalizar explicando otra peculiaridad de esta exposición: que no han venido muchas obras cuya autoría parece dudosa. En el caso de La Tour ha de insistirse en lo de parece. En algún caso la pega es que probablemente tal o cuál lienzo se realizó con ayuda de auxiliares. Es ya casi un chiste, esto del taller. Se supone que si un pintor tiene ayudantes, es para que le ayuden. Y los ayudantes pueden ser excelentes, como Carel Fabritius, del taller de Rembrandt y que iba para talento mayor (murió a los 32 años víctima de la explosión del arsenal de Delft). Pero como parece que lo que no venga de la mano directa del maestro no es auténtico, se nos sustraen pinturas significativas. Esto por no hablar de copias contemporáneas, a veces de primer nivel, de obras cuyo original no se ha descubierto. Igual dentro de unos años, alguna de esas copias resulta que se reconoce como el cuadro original.

Ya se ve, una exposición apoyada por un catálogo excelente y muy bien investigado aunque algo académico, que muestra una galería de pinturas de aquellas que invitan a ser contempladas un buen rato o, en palabras de Klee, desandar lo andado para volver a verlas. Al mismo tiempo se plantea una panoplia de cuestiones que van desde la nacionalidad del arte a los volubles criterios por los que se rige lo que conocemos como pintura clásica. A su lado lo de Ingres, importante como es, parece difuminarse.

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