Rafael Lozano-Hemmer, el animista escéptico
Hoy en la Fundación Telefónica hay un ojo gigante que sigue al visitante con educada desconfianza. Parece la recepcionista perfecta para una agencia de modelos futurista, pero es parte de la exposición retrospectiva que se inaugura esta misma tarde con Rafael Lozano-Hemmer, uno de los artistas más respetados del arte digital.
Titulada Abstracción Biométrica, la muestra ha sido comisariada por la interesante Kathleen Forde -responsable también de la muestra Datascapes en Laboral- y repasa 20 años de reflexión sobre el registro de las constantes vitales humanas, un aspecto de la obra de Lozano-Hemmer que ha adquirido especial urgencia en la era postSnowden. Las nueve piezas de la muestra exploran nuestra relación con el mundo de las estructuras mediáticas y el recuerdo que dejamos en ellas.
Caracterizado por una sencillez en el discurso y la realización, las piezas del canadiense-mexicano son formalmente complejas pero no lo parecen, y su limpieza conceptual ofrece lugar para una reflexión más intuitiva y menos formal de los temas que le interesan. Generado por ordenador con un algoritmo basado en sensores, su parpadeante ojo produce la clase de incomodidad que deberíamos sentir pero que no sentimos cuando entramos en un establecimiento lleno de cámaras de vigilancia o navegamos por la Red, aunque sepamos que todos nuestros movimientos son registrados por gobiernos, organizaciones y empresas y almacenados en Data Centers en países donde no tenemos derechos.
Curiosamente, Lozano-Hemmer produjo esta instalación en la Facultad de Ciencias de la Información de en la Complutense en 1992 para un escenario teatral, pero es ahora cuando vive un momento especialmente significativo.
“Fue justo después de la primera Guerra del Golfo cuando se introdujo la idea de la bomba inteligente, una bomba que incorporaba su propio sistema de visión y de detección de blancos –explicó el artista en una entrevista a El Cultural–. Era, también, el momento en que Manuel De Landa publica La guerra en la era de las máquinas inteligentes. (...) nos dimos cuenta de que esos sistemas ahora ya tienen los perjuicios o daños programados de fábrica. Los sistemas buscan tu perfil étnico, o comparan tu cara con un banco de datos de individuos sospechosos. Y esas decisiones las toma ya la máquina de forma autónoma.”
Espectros de lo nuestro
Pulse Room (en castellano, almacén de corazonadas) es quizá la más exquisita y definitivamente una de las más famosas desde que la llevó al pabellón mexicano en la 52 edición de la Biennale de Venecia, en 2007. El visitante sujeta los mandos de lo que parece una batería de camión (a lo Bardém en Perdita Durango pero sin descarga eléctrica) y el sistema registra su frecuencia cardíaca -el pulso biométrico-, que se transmite a la bombilla más cercana del cuircuito. Cuando llega un nuevo visitante, el “latido” registrado salta a la siguiente bombilla, hasta llenar las 200.
Al final del día, la sala se llena con el recuerdo palpitante de las personas que pasaron por allí, como si les hubiera robado el alma. La pieza tiene una fuerte carga espiritual quizá porque la inspiración fueron sus hijos gemelos, cuyos latidos sonaban diferentes cuando estaban en el vientre de su madre, y producían “una especie de música sincopada”.
Inspirado por un famoso poema del metafísico inglés John Donne, A Nocturnal Upon St. Lucy's Day, Being the Shortest Day (Nocturno en el día de Santa Lucía, el día más corto del año), La Medianoche del Año (2012) refleja la imagen del visitante, pero aderezado con una inquietante modificación: los ojos escupen como columnas en llamas, que acaban asfixiando el marco. Recordemos que la noche más corta del año es aquí la de San Juan, una noche de fuegos y apariciones místicas. Los ojos de los visitantes anteriores se van acumulando en la base del marco, donde humean sin energía como colillas arrojadas al suelo.
En Bifurcación, una rama colgada de un hilo de nylon se mueve con el aire arrastrando a su sombra, una proyección del árbol del que salió. En Close-up, una pantalla de píxeles que refleja al observador -y que recuerda fuertemente a los espejos mecánicos de Danny Rozin- revela al acercarse que cada píxel es de hecho el fantasma -la sombra, el reflejo- de todos los visitantes anteriores, que han quedado atrapados y ahora son parte del reflejo de otro. En Voice array, la voz del espectador es registrada y transformada en un patrón de luces parpadeantes. Cada nueva voz desplaza y se suma a las 298 anteriores en despliegue de psicofonías relampagueante.
La otra muestra
En Tape Recorders, unas cintas métricas motorizadas miden la cantidad de tiempo que pasa un espectador mirando la pieza y, cada hora, imprime un recibo con los tiempos de atención acumulados. Esta instalación también hace doblete; se puede ver en la Fundación Telefónica y en la Galería Max Estrella, donde una segunda retrospectiva abrió las puertas hace tres días.
Polímeros cuentra con tres instalaciones cuya intención es objetivizar lo aleatorio, produciendo un tótem que represente lo que es naturalmente efímero y explorar las consecuencias. Junto con las cintas métricas están Method Random, donde un algoritmo diseñado para producir datos aleatorios (como los que se usan para producir claves criptográficas o los programas de selección de jueces populares) genera un mapa de píxeles. A gran escala, el resultado es una superficie gris (igual que, en el mundo real, mezclar colores acaba indefectiblemente en marrón).
Visto de cerca, la combinación de colores aparentemente aleatorios hace cuestionar la posibilidad misma de “producir” caos. O, en términos más dramáticos, jugar a los dados con el universo. La tercera pieza, llamada First Surface pero emparentada con Bifurcación, es un espacio donde se refleja la imagen de los visitantes, pero desde la perspectiva de un espejo suspendido en el aire. Rafael lo llama un apocatoptron, “un intento de construir una perspectiva artificial sobre el tema que se refleja”.