Mad Max: danos más gasolina
La Capilla Sixtina del punk. Así definía J. G. Ballard la primera secuela de Mad Max en las páginas de American Film, y es sabido que nadie como Ballard para detectar síntomas, localizar patologías y señalar aquellas obras que podrían hacernos de brújula en nuestra carrera imparable hacia la autoaniquilación.
Prospector superdotado de nuestra realidad, él fue quien nos advirtió de casi todas las psicopatías sociales que estaban por venir cuando todavía ni las olíamos, apuntó que la de ciencia-ficción era la única novela legítima del siglo XX y, a principios de los años 70, cuando los coches volaban en el cine y caían de pie, acuñó una nueva pesadilla a partir de la más efectiva máquina homicida de nuestra era: el automóvil.
Esto último lo concretó en Crash, una novela de deseo filosófico y terror tecnológico a partir de ese artefacto de cuatro ruedas que todavía es la primera seña de identidad capitalista. Aquel libro sería llevado al cine con la bendición del escritor por el canadiense David Cronenberg, pero muchos años antes su autor había expresado el deseo de que se hiciera cargo George Miller, un australiano de ascendencia griega que, tras rodar algún cortometraje en torno a las consecuencias de los accidentes de circulación, paisaje al que tuvo acceso cuando fue médico de urgencias, se había revelado al planeta con un western futurista y motorizado destinado a alzarse en mito contemporáneo.
Rápido y furioso
Mad Max: Salvajes de autopista (1979), que llegaba al mundo el mismo año en que lo hacían Alien o Apocalipse Now, fue clasificada “S” en las carteleras españolas, pero los primeros en verla detectaron que aquello era mucho más que una baratija morbosa y especialmente violenta o al menos entendieron que era una de las mejores. Con los ojos inyectados en sangre, corrieron la voz haciendo de aquella película independiente de bajo presupuesto un fenómeno mundial que, con permiso de Peter Weir, su único embajador hasta entonces, pondría en el mapa un cine australiano comercial, catapultaría a Mel Gibson como estrella internacional y propiciaría el inicio de una de las trilogías más populares de los años 80.
El éxito de aquella primera entrega se localiza en lo elemental y catártico de su historia de venganza y en la precisa construcción de un nuevo héroe trágico y primordial, ese Max Rockatansky condenado a cabalgar solo al volante de su interceptor (un Ford Falcon tuneado para la ocasión) que se presentaba como la mezcla perfecta entre el Juez Dredd, entonces de reciente creación en las páginas de la revista de historietas 2000 AD, y el más veterano hombre sin nombre (y por tanto inmortal) que Clint Eastwood había interpretado en la trilogía del dólar de Sergio Leone.
El material venía formulado con una gramática de autoridad que George Miller había sabido destilar de su admiración por el cine cómico de Harold Lloyd o Buster Keaton, donde las persecuciones daban sentido pleno al relato y lo visual era ley. Si a eso le sumábamos una extraordinaria labor física de los especialistas, una banda sonora épica y ominosa de Brian May (el otro, no el de Queen) y unas gotas embriagadoras de perfume filogay que iban a estallar en la secuela, donde el estilismo de las subculturas sadomasoquistas tomaría sin remisión el departamento de arte, el bingo estaba cantado.
Punto y línea sobre el plano
Bienvenidos al colapso postindustrial. La civilización que conocíamos ha sido arrasada. El loco Max es leyenda. Mad Max 2: El guerrero de la carretera (1981) es ya una película de indios y vaqueros neuróticos que corren que se las pelan a la conquista de alguna utopía que les sostenga con vida, mientras las circunstancias, un presente desahuciado por la crisis petrolífera mundial a partir de las revueltas en Irán que inspirarían la película, les va poniendo palos en las ruedas y nunca mejor dicho. Palos, tridentes, garfios, uñas y dientes y lo que hiciera falta para poner freno a esta locura.
Mad Max 2 es pura y cruda cinética, una saeta encendida que pasaría a la historia por la determinación de Miller en convertir esa persecución en línea recta hacia un futuro de esperanza en una de las más intensas de todo el cine previo a los efectos digitales. Ballard tuvo que remontarse al Armagedón bíblico para describirla y acuñó para ella la palabra “Autogedón”, y tanto su estética de gladiadores ciberpunk como sus postulados postapocalípticos dieron lugar a docenas de títulos explotativos, en su mayor parte italianos, a la vez que asentaban un canon todavía en uso para la ciencia-ficción macarra y hortera, la de ir a toda hostia por la carretera.
El impacto de Mad Max 2 fue brutal, y es que si quisiéramos buscarle la ascendencia tendríamos que rastrearla en apenas un par de películas anteriores como La carrera de la muerte del año 2000 o, con encarnación retro, en La carrera del siglo que inspiró Los autos locos de Hanna-Barbera, además de las páginas de Metal Hurlant, la revista de cómic adulto que a principios de los 70 habían creado Moebius, Philippe Druillet y Jean-Pierre Dionnet sin conocimiento de que sus viñetas iban a ser emulsión para todo el cine fantástico por venir.
Cambio de rasante
Mad Max: Más allá de la cúpula del trueno (1985) llegaría algo gripada por la meteorología de la década, unos años 80 tomados por los niños del baby boom y por los yuppies que para expresar su ansiedad empezaban a servirse de expresiones en inglés del extranjero, como por ejemplo New Age.
En esta tercera parte, que por los pelos no lleva música de Jean-Michel Jarre porque la lleva de su padre Maurice, Max se ha convertido en un revolucionario, casi un redentor, que guiará a una tropa de niños perdidos hacia un mundo mejor siempre que abjuren de la dependencia consumista y moderen su fe ciega en la tecnología. El contexto es Negociudad, un mundo de esclavos como nosotros donde el combustible se extrae de la mierda de los cerdos y todo valor espiritual se ha cambiado por el libre comercio.
La película nacía un poco tocada tras la muerte del productor Byron Kennedy en accidente de helicóptero durante las tareas de localización, una tragedia que llevó al desánimo a un George Miller que acabaría dirigiendo únicamente las escenas de acción. Aun así, y pese a ser la primera de la serie con producción norteamericana, tiene sus valores y todo el sentido como “señor de las moscas”, tal vez no tanto como broche a una trilogía hasta el momento sobresaliente.
Chapa y pintura
“We don’t need another hero”, cantaba Tina Turner, y sin embargo Mad Max llevaba treinta años pugnando por volver a escena en una nueva entrega, acaso en forma de serie de televisión e incluso como película de animación. Todos esos proyectos se fueron postergando mientras George Miller se fogueaba en Hollywood y entregaba títulos como Las brujas de Eastwick, El aceite de la vida, Happy Feet o el espléndido díptico de Babe, el cerdito valiente. Tras los múltiples conatos, la vuelta de Rockatansky es ahora una realidad.
Mad Max: Fury Road, con Tom Hardy relevando a Gibson y un tráiler fabuloso que augura todos los excesos, se presenta esta semana en Cannes y llega a las pantallas comerciales el 15 de mayo. Como aperitivo y en tarea de filmoteca, Warner reestrenaba las dos primeras películas de la serie, una recuperación que debería trascender el evento comercial y la celebración nostálgica de cuarentones apoltronados para entenderse como nueva oportunidad para la puesta a punto de nuestros corazones.
George Miller, uno de esos contados autores capaces de destilar poesía radical de la violencia que es esencia y trauma del cine, definía el talento para contar historias como una fuerza natural a la que no hay que temer aunque nos oriente hacia los lugares más oscuros, pues las historias tienen el poder de sanarnos. Miller nos supo explicar en tres trazos el siglo pasado y parte del que nos lleva, ahora esperamos que arroje luz, sangre y fuego sobre el milenio que nos arrastra. Porque a un sistema que apesta a descomposición le urge la cordura del loco.