Woody Allen da otra vuelta a la noria de la decepción en 'Wonder Wheel'
Usar un parque de atracciones como paradoja de la miseria humana es un recurso que no se ha inventado Woody Allen. Banksy creó Dismaland como crítica al sistema capitalista que nos atonta con el azúcar de las nubes de algodón rosa y el pitido ensordecedor de los coches de choque.
También en The Florida Project, una joya de la que esperamos hablar muy pronto, el director Sean Baker aborda la desigualdad a través de uno de los barrios más pobres de Estados Unidos que colinda, precisamente, con su gran imperio vacacional: Disneyland Orlando.
Quizá por eso Wonder Wheel se antoja repetitiva en sus intenciones, no solo con los proyectos nombrados anteriormente, sino con la propia filmografía de su director. Hay muchos que creen que los años geniales de Woody Allen quedaron atrás desde Match Point, algo discutible teniendo en cuenta las actuaciones de la mayoría de sus musas y musos modernos. Y, aunque quizá esto sea mérito del reparto, pocos saben exprimir el talento como el neoyorquino.
La máxima expresión de su gracia titiritera fue la Cate Blanchett de Blue Jasmine, tan profesional que convirtió las ideas histriónicas de Woody Allen sobre el papel en una estatuilla de Oscar. Un cóctel exquisito de tragedia y absurdo que situó a Jasmine a la altura de grandes mujeres, imaginarias y reales, que han destacado en la fábrica de sueños de Woody Allen: Annie Hall, Nancy, Hannah o Helen Sinclair.
Ahora, además, podemos sumar a la lista la Ginny de Kate Winslet en Wonder Wheel. ¿El problema? Recuerda demasiado a la antiheroína de Cate Blanchett, no maneja los límites como lo hacía aquella (aunque se queda muy cerca), y es lo único salvable de la película número 47 del octogenario cineasta.
La madrastra del cuento
“Obsesionados por un cuento de hadas, nos pasamos la vida buscando una puerta mágica que nos lleve a un reino perdido de paz”, escribió Eugene O'Neil, fuente de inspiración junto a Tenesee Williams en Wonder Wheel. La cinta se ambienta en la feria de Coney Island en plenos años 50, cuando la playa de Brooklyn se recuperaba del azote de la Segunda Guerra Mundial y la mafia aún campaba a sus anchas.
Allen nos invita a borrar los fuegos artificiales de la fotografía y a quedarnos con lo feo. Con las desdichas de los que viven de hacer un poco más felices a los demás, los que reparten caramelos, los que presionan el botón del tíovivo y los que sirven platos hasta el alba a los bañistas hambrientos. Todos aquellos para los que esta romería se acerca más al infierno que a un edén de evasión.
En ese submundo habitan Ginny, una camarera a punto de entrar en la cuarentena, y su marido Humpty, el encargado del tíovivo, e interpretado por Jim Belushi. Viven en una casucha encima de la feria, con una banda sonora constante de sirenas y pistolas de fogueo, y junto al hijo de ella, un pirómano pelirrojo que recuerda demasiado al odioso niño de Este chico es un demonio.
La rutina de Ginny consiste en servir ostras en un restaurante, intentar que el crío no se queme a lo bonzo y superar sus migrañas sin alcohol por culpa de la adicción de su esposo, que le pega cuando bebe. Todo cambiará cuando Caroline, la atractiva hija de este último, aparezca en escena para poner patas arriba sus vidas lamentables. La chica huye de su amor de juventud, un peligroso capo de la mafia que moverá Roma con Santiago para encontrarla, y pide refugio en la casa de su padre y su madrastra.
A partir de este momento, comienza el despliegue interpretativo de Kate Winslet. La trama más interesante, y a la vez la menos oportuna, se desarrolla entre ella y su hijastra. Es interesante porque explora algo que no es novedad en la filmografía de Woody Allen, pero que es una delicia ver en pantalla: la frustración de la veterana que una vez soñó con la vida perfecta. Con un hombre que la amase sin condiciones y un trabajo emocionante y triunfal.
Pero abre los ojos y solo ve un montón de platos apilados sin fregar y un hombre obeso cuyo único pasatiempo es ir a pescar. Ginny volcará entonces su rabia en la veinteañera porque representa un terremoto rubio de ocasiones perdidas.
También es inoportuna, sin embargo, porque no deja de ser una pelea de gatas con la excusa del amor de un hombre. Ginny resulta irritante y excéntrica desde el primer minuto, pero además Allen la convierte en una bruja con complejo de madrastra de Blancanieves capaz de cometer la peor tropelía. En un año como el que cerramos, y en el que Woody Allen ha vuelto a ser perseguido por el fantasma de la violación, esta debeía haber sido su oportunidad para redimirse, aunque solo fuese sobre el guion.
Alguien que se ha demostrado sobradamente capaz de escribir personajes femeninos fuertes, independientes y con empaque, podría haber hecho los deberes. Y él lo sabe. Por eso ha vetado en su gira promocional cualquier pregunta que incluya las palabras abuso sexual, Weinstein, Spacey y Oliver Stone. Además, como decíamos al principio, Wonder Wheel no tiene demasiadas virtudes además de la interpretación de Winslet.
Su guión flaquea y se olvida de los personajes secundarios como si fuesen figuritas de una casa de muñecas que se ponen y se quitan. Amén de que el triángulo amoroso y ese toque añejo y colorido, como en el caso de Blue Jasmine, recuerda demasiado al de su anterior Café Society. En conclusión, en esta noria de decepciones, Woody Allen y su nueva película solo son una más.