El amor según Yorgos Lanthimos
Woody Allen terminaba Annie Hall con el siguiente chiste:
“Un tipo va al psiquiatra y dice:
-Doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina.
El doctor responde:
-¿Pues por qué no le mete en un manicomio?
A lo que el tipo contesta:
-Lo haría, pero necesito los huevos“.
El personaje de Allen, Alvy Singer, continúa con su soliloquio: “Pues eso más o menos es lo que pienso sobre las relaciones humanas, ¿saben? Son totalmente irracionales y locas y absurdas, pero supongo que continuamos manteniéndolas porque la mayoría necesitamos los huevos”.
Yorgos Lanthimos, que es uno de los directores más raros y también más interesantes que hay en la actualidad, ha decidido hacer su propia película sobre las relaciones de pareja o sobre la ausencia de ellas. Sobre las cosas que hacemos para encontrar al otro, que a veces pueden ser irracionales, incluso despiadadas. Y sobre lo difícil que es mantener nuestro individualismo en una sociedad donde todos los postres son para compartir. Y como en Canino, con la que ganó Una cierta mirada en Cannes, el director griego ha optado por la parábola construyendo un excéntrico universo mediante exageradas situaciones y mucho humor negro.
Langosta está ambientada en un futuro cercano en el que los solteros son detenidos y trasladados a un lugar que es un hotel y una prisión al mismo tiempo. Allí tienen que encontrar pareja en un plazo máximo de 45 días, si no lo hacen son transformados en un animal, el que quieran. Por otro lado, en el bosque, viven los solitarios, cuyas normas son igual de severas y absurdas que las de los emparejados.
El hotel de los emparejados
Colin Farrell interpreta a David, un tipo cabizbajo, rellenito y con bigote que llega al hotel con un perro que es en realidad su hermano. Lanthimos nos introduce así en la primera parte de la película, donde establece las reglas. Con una puesta en escena sobria y un diseño de producción destinado a exagerar la desdicha del que está solo, Farrell intenta sin demasiado entusiasmo encontrar pareja en este hotel donde está prohibida la masturbación y donde se dan charlas de conducta social para solteros. El director construye un mundo asfixiante en el que se potencia esa incómoda sensación de los que son uno.
Se nos educa para el amor, se nos crea la necesidad de vivir en pareja. Nos gusta La princesa prometida porque nos gusta creer en el amor verdadero, casi todas las películas románticas que forman parte de nuestra biografía sentimental tienen su base en los cuentos de hadas, en el chico conoce chica y en el amor a primera vista. Sin embargo, encontrar una media naranja es agotador, la presión de estar solos nos supera, pero también nos aterroriza compartir nuestra vida.
“La idea para esta película nació de la observación de cómo las personas sienten la continua necesidad de tener una relación amorosa; de la forma en que la gente ve a quienes están solteros; del fracaso que supone el no conseguir estar con nadie; de las cosas que las personas están dispuestas a hacer para estar con alguien; del miedo; y de todas las cosas que nos suceden cuando intentamos encontrar pareja”, comenta Lanthimos. Él y su guionista Efthimis Filippou construyen un guión repleto de metáforas extremas, para que nos sintamos reflejados desde la caricatura.
El bosque de los solitarios
Buscar pareja saca lo peor de nosotros, nos vuelve egocéntricos, nos transforma en una versión bastante peor (o más deshonesta) de nosotros mismos. Y en el amor nunca hay garantía de éxito. Por eso el personaje de Farrell ya ha elegido el animal en el que quiere convertirse si fracasa, una langosta. Precisamente es la especie que Phoebe, de Friends, consideraba como la más romántica de la Tierra. Pero en el extravagante mundo de Lanthimos también está la otra alternativa, ser soltero. Esto conlleva vivir en el bosque en una secta que a través de una guerra de guerrillas pretende restar poder al imperio de la pareja. Las victorias las celebran con música electrónica, la que mejor permite “bailar sin tocarse”.
Entre los solitarios aparece Rachel Weisz y en ese momento la película sufre un violento giro dramático. Es fascinante como Lanthimos explora la naturaleza humana desde la más absoluta hipérbole y al mismo tiempo lo empaña todo de la misma melancolía (y mala leche) con la que ese matrimonio de Canino enseñaba a sus hijos que el mar era un sillón y los aviones sólo eran juguetes. El director griego siempre ha declarado evitar todo tipo de influencias pero es irremediable no acordarse de Lars, ese tímido Ryan Gosling que se enamoraba de una muñeca hinchable y se la presentaba a sus padres en Lars y una chica de verdad. Lanthimos lo lleva mucho más al límite, claro, nos enseña mediante bromas perversas a qué renunciamos cuando estamos solos y también cuando estamos con pareja. Y al final es imposible no caer en la misma conclusión que Alvy Singer, “la mayoría necesitamos los huevos”.