'Tres anuncios en las afueras', un manifiesto contra los prejuicios de la Norteamérica profunda
La carrera de los premios es ya imparable. Puede que los días posteriores a los Globos de Oro, debido a que la gala se convirtió en un urgente altavoz mediático con el objetivo de marcar un antes y un después feminista en la historia de los galardones, pasasen desapercibidos el cine y las series premiadas aquella noche. Era más lógico -y necesario- hablar sobre el memorable discurso de Oprah Winfrey o la efectividad iniciativa Time’s Up, que sobre quién había ganado el premio al Mejor Guion, la Mejor Película, Mejor Actriz o Mejor Actor de Reparto.
Pues bien, todos estos premios fueron para Tres anuncios en las afueras, la nueva película del angloirlandés Martin McDonagh tras Escondidos en Brujas y Siete psicópatas. Ya se postula como una de las favoritas de los Oscar -con la categoría de Mejor Guion prácticamente en el bolsillo-, y uno de los films del año pasado, ahí ahí con La forma del agua de Guillermo del Toro. Estamos ante una tragicomedia amarga -aunque se llevase el premio gordo como mejor drama-, que explora con inteligencia los males de la Norteamérica profunda actual, pero también sus valores, aspiraciones y esperanzas.
Después de meses sin noticias ni avances, Mildred Hayes -complejísima y enorme Frances McDormand- decide utilizar tres vallas publicitarias situadas en las afueras de su pequeño pueblo misuriano para denunciar la incompetencia de la policía local en el caso de su hija. A la joven Angela la violaron y asesinaron y no existen sospechosos, arrestados ni culpables. Ávida de justicia, Mildred se harta de estar de brazos cruzados pero su acto removerá los cimientos de una población anestesiada. De un país anestesiado.
Tratado contra el prejuicio 'redneck'
Cuenta McDonagh que para crear la historia de Tres anuncios en las afueras se enfundó el petate y viajó solo durante meses por la América rural. Conducía de noche y visitaba un pueblo distinto cada día conociendo a los lugareños, compartiendo con ellos cervezas y reflexiones. Mientras, iba tomando apuntes de cada detalle, de cada frase lapidaria que escuchaba.
También leyó, como bien apuntaba Beatriz Martínez, a las voces literarias con más mala uva de la literatura sureña. En especial a la escritora Flannery O’Connor que con novelas como Sangre Sabia o Los profetas condensó décadas de malestar con el que habían crecido generaciones de pueblos de Luisiana o Arkansas, pero también de más arriba del río Misisipi como es el caso de Misuri, donde se ambienta este film.
Allí, el desprecio a la clase obrera, las relaciones de poder y el peso de la moral eclesiástica hundió profundas las raíces del prejuicio. Algo que se traduciría en apelativos de ánimo ofensivo para referirse a sus habitantes: los rednecks, la white trash y los hillbilies. O lo que es lo mismo, la basura blanca, inculta, miserablemente pobre y paleta de Estados Unidos.
Lo que parece obviar McDonagh es que su film se puede leer involutariamente como una reacción fílmica al éxito del cacareado Manifiesto Redneck de Jim Goad, que tanto le puso los dientes largo a algunos periodistas de este país. Aunque él prefiera distanciarse de una lectura política de su película, pues afirma que la escribió tiempo antes de la victoria de Trump, sorprende la precisión de su profética lectura de la clase obrera nortemaericana que aupó al empresario hasta el despacho oval.
En Tres anuncios en las afueras todo el mundo está preso de una rabia latente que explota de distintas e inesperadas formas. Mildred, la madre coraje más reveladora de los últimos años, se verá obligada a realizar acciones de las que no se sentirá orgullosa por encontrar al culpable de lo que le pasó a su hija. Los dos policías detrás del caso harán lo propio ante la falta de respeto que significa los tres anuncios puestos en su propio pueblo. Dixon, Sam Rockwell, se partirá la cara con el que se ponga por delante antes que ponerse a buscar al asesino de la hija Mildred. Por su parte, el jefe Willoughby interpretado por Woody Harrelson, cargará con la culpa de encontrarse constantemente en callejones sin salida con el caso.
Mirada demoledora al terreno que se pisa cuando se vive en una falta total de referentes morales. Acercamiento a una población de distintas generaciones -pues afecta a sus protagonistas pero también a sus hijos, y a sus madres- condenadas a convivir con el racismo, el machismo y la incultura.
“Yo creo en otro Jesús completamente diferente”, decía uno de los personajes de Sangre Sabia, “Uno que no malgasta su sangre redimiendo a nadie con ella, porque es sólo hombre y no tiene nada de Dios. Mi iglesia es la Iglesia Sin Cristo”. Como los personajes de Flannery O’Connor, los de Martin McDonagh se mueven constantemente empujados por creencias propias nacidas del desaliento, el egoísmo y la incertidumbre. Pero buscan constantemente una salida a su desamparo. A su frustración.
Una mirada conciliadora en tiempos revueltos
Martin McDonagh ofrece en Tres anuncios en las afueras su película más accesible y madura. Sin por ello renunciar a algunos de los rasgos que le han convertido en uno de los cineastas europeos más particulares del siglo XXI.
Sus inicios en el teatro han marcado a fuego una carrera que sigue fiel a sus preceptos poco cinemáticos. Sus obras se muestran siempre más preocupadas en la historia y sus protagonistas, en el drama en sí mismo, que en hallazgos formales o búsquedas de lenguajes audiovisuales mediante su puesta en escena. Las luchas de sus films se desarrollan siempre con escaso juego en sus secuencias. Trabaja la imagen desde la palabra, y eso ha construido películas de diálogos brillantes y personajes paradójicos tejidos con naturalidad y fuerza.
Con Six Shooter, Oscar al Mejor Cortometraje en 2005, pecaba de una verborrea incontrolable que, sin embargo, ya teñía de cierta oscuridad algunas de las temáticas que luego abordaría con más ahínco en sus largometrajes. Véase la violencia verbal, la invasión y escamoteo del ego y el patetismo inherente a la violencia. Así lo hizo en Escondidos en Brujas, en la que dos sicarios tenían que refugiarse en la ciudad Belga tras un trabajo mal realizado. O en Siete Psicópatas, en la que un guionista se veía metido en un lío tremendo con un mafioso por culpa de su mejor amigo, un secuestrador de perros.
Con todo, tanto Escondidos en Brujas como Siete psicópatas son dos fantasías masculinas tremendamente autoconscientes. La primera resultaba una deliciosa deconstrucción del género noir de la mano de hombres atormentados que disparaban antes preguntar. La segunda, parodia del cine de acción, bromeaba con lo fácil que era matar a personajes femeninos en el cine comercial si eso justificaba los traumas de los personajes masculinos. En Tres anuncios en las afueras todos estos rasgos estilísticos se matizan: ni la masculinidad tóxica campa a sus anchas, ni la autoconsciencia de jugar con los tópicos de cada género invade descaradamente la trama.
Eso sí, como en todos sus films, este también se sustenta totalmente en un reparto en estado de gracia. Aunque, como bien confesaba en el último programa de Kinótico, McDonagh no cree ser suficientemente buen director como para trabajar con malos actores.
Esta vez, el realizador se acerca más al estilo calculadamente emocional de su hermano mayor, el también director John Michael McDonagh. De hecho, Tres anuncios en las afueras tiene mucho de la mirada rural y el portentoso retrato de personajes que su hermano ofreció en la excelente Calvary. En aquella, una amenaza de muerte anónima convertía a un diácono en el centro de atención -y posible redención- de las miserias de los feligreses de un pequeñísimo pueblo irlandés. En la última película del McDonagh pequeño, unas vallas publicitarias se vuelven una amenaza a la tranquilidad de un nada pacífico pueblo que vive mejor en la ignorancia.
Tres anuncios en las afueras crece tanto en lo dramático como en lo cómico en el interior del espectador que decida reposarla. McDonagh ha conseguido superar lo que le hacía parecer más obsesionado en decir que en escuchar, y con ello ha conseguido condensar la frustración de una Norteamérica depresiva, pero también su ingenio y sus ansias de cambiar.
“Aun no hay arrestos… ¿Será por qué Dios no existe, el mundo está vacío y no importa lo que hagamos?”, reflexiona Mildred en una de las secuencias más poéticas del film. “Espero que no”, se dice a sí misma. Ahí reside la fuerza de su discurso, en tener la esperanza de que algo tenga sentido... después de todo.