El comer es un placer en pantalla grande
La fiebre culinaria está viviendo una subida de temperatura en los últimos tiempos. Cualquier formato de entretenimiento es susceptible de hacer las delicias de los amantes de la gastronomía. Las estrellas Michelín han saltado desde un acotado cosmos para acercarse a la mundanidad y hacer de la haute cuisine y sus aristocráticos emplatados la base para el mejor de los guiones. De hecho, la iniciativa de maridar el cine y la comida atravesó el celuloide y se convirtió en todo un fenómeno de experimentación. Las palomitas y los gigantescos cubos de refresco quisieron ser sustituidos por alimentos más refinados.
Como explica Rowley Leigh en la revista Food&Drink, en la década de los 70, los dirigentes de la londinense sala Odeon irrumpieron con algo nunca antes visto en los cines británicos. Su ambiciosa idea consistía en atrapar al público que iba a cenar a Le Café Anglais antes de entrar a las películas. El proyecto venía recién exportado de los EE.UU y Australia, donde la instalación de barras de 'comida basura' a la entrada de las proyecciones había revolucionado el concepto de ocio. En Londres, horrorizados con la idea de comer cualquier cosa en las butacas, dieron un pequeño giro de tuerca y lo adaptaron a su cosmopolita estilo de vida.
“Ideamos platos sencillos, con un montón de sabor y que pudieran comerse con los dedos o con un tenedor, como el risotto de salmonetes, o un bap ciabatta con chile o carne de venado porchetta”. Este peculiar trastorno en los planes de domingo por la tarde no trascendió, sin siquiera acercarse al liderazgo de los perritos calientes y las Coca-Cola de un litro. Sin embargo, fue el germen de otras actividades que rescataban al cine de la monotonía y hacían malabares con los batacazos en la taquilla. El 'eat-along' -primo hermano de los 'sing-along'- empezó a ser un éxito en los festivales gastronómicos, donde la comida se convirtió en el engranaje perfecto para acercarse a una nueva forma de séptimo arte.
Así, las cintas de fogones consiguieron un hueco en los principales certámenes cinematográficos, como San Sebastian o la Berlinale. Las grandes productoras exprimieron el estímulo que suponía para el públio colarse entre los bastidores de las cocinas y degustar en 35mm la idiosincrasia gastronómica. En definitiva, quien pensó que el comer es un placer equiparable al de ver buen cine, no se equivocaba. Los amantes de los sabores mexicanos, el chocolate, la cerveza de mantequilla o el Pixar más gourmet, seguro que no quedaron indiferentes con los siguientes títulos.
Un rodaje para comérselo
Si en algo puede coincidir la comunidad gastronómica es que Julie & Julia es la cinta de cocina más rigurosa de todas las que aquí se presentan. Con un guión que se basa en 524 recetas y una narración que se desenvuelve entre ollas, masas de pastel y tortitas, la película se inspira en dos historias reales y fantásticas. Meryl Streep interpreta a una famosa cocinera afincada en Francia y Amy Adams a una oficinista hastiada que se inspira en su alter ego para dar un giro de 180 grados a su vida. Su estética hogareña y dulce nos recuerda a Waitress, otra joya menos comercial del género.
No apta para diabéticos, Chocolat surge como un relato de pasiones y tentación que se disfraza con fuentes de chocolate belga y bombones afrodisiacos. Sin pretenderlo, el sueco Lasse Hallström transformó la novela de Joanne Harris en todo un adalid del género. Podríamos pasar las horas observando a Juliette Binoche amasando semillas de cacao o modelando los famosos 'pezones de Venus' mientras los niveles de azúcar se disparan en nuestra sangre. Menos disimuladas, pero igualmente golosas, eran las intenciónes de Tim Burton con su Charlie y la fábrica de chocolate. Los médicos recomiendan no combinarlas con pasteladas del imaginario de Nicholas Sparks.
Y llegamos al fenómeno culinario en formato de animación, firmado por la factoría de los sueños. Ratatouille es la única cinta capaz de hacer apetitosa la estética de plastilina de los gráficos 3D. El giro mágico de su trama y el carácter insólito respecto a sus antecesoras, convirtieron a la virtuosa rata en uno de los taquillazos más importantes de la compañía. Sobra señalar el apogeo de la tradicional receta francesa, que pasó de ser un plato típico de abuela gala a uno de los más requeridos en los restaurantes de cinco tenedores.
Quizá El festín de Babette sea la cinta fundacional de este género apócrifo que reconocermos como culinario. Precisamente, el verdadero encanto de la película de Gabriel Axel reside en que hace un cuarto de siglo el maridaje entre cine y cocina no era una moda. Una mujer parisina llega a una apartada aldea danesa huyendo del gobierno de su país y acepta las condiciones de vida luteranas que le proponen las dos ancianas que la acogen. Será entonces cuando el protestantismo y la nouvelle cuisine se darán la mano felizmente en los banquetes franceses que prepara una genial Stéphane Audran. El danés rodó un producto que perseguía una inquietud hedonista, y resultó ser un visionario con un estilo difícil de reproducir.
Bon Appetit es la versión española y encantadora de Sin reservas. Es decir, un amor que surge entre los fogones y que utiliza el gancho cocinero para vender un folletín de manual. Pese a la retahíla de lugares comunes que enarbola esta cinta, su final original e indie la rescata de ser un fiasco lacerante del género. Un joven y ambicioso chef español consigue una plaza en un prestigioso restaurante en Zurich, donde conoce a Hanna, la atractiva sumiller del restaurante. La dirección del joven David Pinillos se hizo con el Goya al Mejor Director Novel y con unas cuantas estatuillas a su paso por la alfombra roja del Festival de Málaga.