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El difícil arte de atrapar la vida

Boyhood, de Richard Linklater

Pedro Moral Martín

De repente suena Yellow, una de las mejores canciones de Chris Martin estalla en los oídos de los espectadores que acaban de conocer a Mason Jr. El niño mira al cielo tirado en el césped. Esta es la primera escena de una película que recoge durante 166 minutos 12 años de trabajo (de 2002 a 2013). Unos 39 días de rodaje para atrapar la vida.

Esa es la proeza de Richard Linklater, el talentoso director que lleva 30 años hablando del amor –desde la primera reacción eléctrica hasta el último plato hecho pedazos– en la preciosa trilogía Antes del... Tres décadas en las que hemos visto envejecer a Julie Delpy y Ethan Hawke de película en película. Lo de Boyhood es mucho más atrevido. Una colección de momentos ordinarios colocados en fila, elipsis que funcionan como verdaderas brechas temporales y canciones pop para acompañar los doce años más importantes en la vida de cualquiera. La infancia, la terrible y bellísima adolescencia y la entrada en la edad adulta.

Es una película hermosa. La narración que encapsula esos momentos insignificantes es fascinante precisamente por la falta de importancia que se da a sí misma. A Linklater no le hace falta el dramatismo, no le hace falta mostrar lo importante. ¿Quién decide qué es lo importante de una vida? Y con eso consigue un efecto espejo en el espectador. Los más sensibles romperán a llorar de la emoción de ser testigos de unos recuerdos ficticios, los más duros sencillamente harán un viaje por sus 12 años de escolarización buscando similitudes con Mason Jr. Y siempre las habrá.

¿Pero es realmente Boyhood una catedral del cine? ¿Ha conseguido Linklater capturar la esencia de la vida o el paso del tiempo? Sin entrar a hacer juicios de valor sobre sus pretensiones, a Linklater le ha faltado algo de intensidad para perfilar este recién nombrado hito de la historia del cine. La elipsis es la herramienta que ha utilizado para contener la tragedia que complementa la banalidad, material del que están formados el 98% de los momentos de una vida. ¿Sería peor película si mostrara los golpes o basta con enseñar solo las cicatrices? Boyhood es un experimento más. Un ejercicio poderoso y loable que no está por encima de otros intentos de atrapar esto que llamamos vida.

Primer intento: neorrealismo italiano

En 1935, diez años antes de que se inventara el neorrealismo italiano, Jean Renoir filmó Toni, una película que adelantaba las reglas de ese género cinematográfico que quiso acercarse a la vida. Los personajes debían ser los responsables de la trama, tanto era así que sus sentimientos estaban por encima de todas las cosas. Por otro lado, la improvisación era fundamental en aquellos rodajes nutridos de actores no profesionales. El resultado eran historias que fluían aleatoriamente, que no parecía que hubieran sido escritas por nadie, que imitaban a la vida en su imperceptible forma de transcurrir.

Las dos grandes obras maestras del neorrealismo fueron Roma: ciudad abierta, de Rossellini y El ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica. Y a pesar de haber transcurrido ochenta años, la ambición de estos dos directores italianos no es tan distinta a la de Linklater: arriesgarse a fabricar una película cuya trama esté compuesta por el azar y por el sentimentalismo de unos actores no profesionales. Si en Roma se reunían para discutir de la trama, en Boyhood es probable que pasara algo parecido, teniendo en cuenta que los intereses y ambiciones del protagonista son los mismos que los del actor que lo interpreta.

Segundo intento: Satyajit Ray y la trilogía de Apu

“No haber visto el cine de Satyajit Ray es como vivir en el mundo sin haber visto el Sol o la Luna”. Esta frase pertenece a Akira Kurosawa, y el director japonés no exagera. La trilogía de Apu, formada por La canción del camino, El invencible y El mundo de Apu, es una imperiosa obra maestra cuya belleza radica, precisamente, en lo cotidiano. La poesía de lo banal, de lo humano.

A los críticos se les ha llenado la boca de elogios destacando la humildad de Linklater al querer transmitir lo máximo desde lo mínimo, sin grandilocuencias. Sin embargo, nadie recuerda que en 1955 un director indio ya consiguió tal proeza al narrar la historia de una familia bengalí y su hijo pequeño Apu.

Las películas de Ray impulsan la magia del cine y nos hacen ser testigos de una historia universal; la de Linklater provoca algo muy distinto, mirarnos por dentro y hacer un repaso de las diapositivas de nuestra vida. El director estadounidense es contemporáneo y occidental y por lo tanto la vida que retrata en Boyhood es más reconocible para nosotros que la de Apu. Por otro lado, Ray sí se atreve a golpearnos el estómago mediante las calamidades de esa familia arrastrada por la mala suerte. El director indio se reserva las elipsis para ocultar lo que no importa mostrándonos los momentos claves de una vida con una simpleza arrebatadora. Como en ese minuto de película en el que se nos hace partícipes del enamoramiento de Apu a través una horquilla perdida en la almohada.

Tercer intento: los votos de castidad en el Dogma 95

Los chicos daneses que iniciaron el Dogma 95 tenían unas ambiciones completamente distintas a las de Linklater. El director norteamericano se centra en el contenido, en el paso del tiempo y en esa manera ordinaria que tienen las cosas de ir ocurriendo. Solo necesita primeros planos para enseñar las arrugas, y canciones pop para impulsar la emotividad. Lars von Trier y Thomas Vinterberg se acercaron a la vida por el lado contrario, desechando todas las trampas del lenguaje cinematográfico. Quisieron plasmar la realidad a través de la forma. Pero el objetivo final ni siquiera era ese; lo único que se pretendía era purificar el arte rechazando los efectos especiales y la postproducción.

Las localizaciones debían ser reales, el decorado estaba prohibido al igual que la música, los efectos ópticos y los filtros, se rodaba cámara en mano, no se podía manipular la luz, la película no podía tener ninguna acción superficial, no existían los géneros y el director no debía aparecer en los títulos de crédito. Las dos primeras películas del movimiento, La celebración y Los idiotas, demostraron que 100 años después de la invención del cine el director podía seguir apoyándose únicamente en la historia y en el desarrollo. El vanguardismo del Dogma radicaba en la democratización del lenguaje cinematográfico. Cualquiera podía hacer cine. Sus creadores solo aguantaron hasta 2005, una década en la que ni siquiera cumplieron a rajatabla los votos de castidad.

Las películas del movimiento son cutres, al igual que la vida. Y también crueles, y devastadoras, y fútiles.

Mañana no significa nada

Nuestra adolescencia pasa como si viviéramos dentro de una canción de Coldplay. Pero un día todo se para, el día que vamos a emprender el camino que nos lleva hasta la ansiada edad adulta. Así de alto termina Boyhood, cuyo recuerdo languidece mientras Deep Blue acompaña a los títulos de crédito. “Standing under the night sky, tomorrow means nothing”.

La película de Linklater termina dando la bienvenida al futuro después de esculpir una de las reflexiones más bellas que ha dado el cine reciente. La belleza del momento es la que nos atrapa. El hallazgo de Linklater ha sido dibujar las arrugas en una película de tres horas, lo que en Los Soprano o en Friends cuesta casi un centenar. Pero no será el último intento de adaptar la vida, igual que no lo fue Cuentos de Tokio, de Yasujirô Ozu –para muchos la mejor película de la historia–, ni la preciosa Another Year, de Mike Leigh, ni la partida de cartas entre Baxter y la señorita Kubelik.

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