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'Un doctor en la campiña', cine medicinal para estados carenciales

Un doctor en la campiña

Rubén Lardín

Las películas de Thomas Lilti se pueden ir a ver con mucha tranquilidad porque siempre va a haber un médico en la sala. O como mínimo unos cuantos estudiantes en prácticas. Con Hipócrates, aquel éxito inesperado en el que nos mostraba flujos y reflujos de un hospital público, Lilti se constituyó en el cineasta emblema de la profesión sanitaria, título que ahora revalida cambiando la figura del joven médico residente por la de uno maduro y destinado al ámbito rural, un hombre consumado pero de ningún modo concluido que se resiste a aligerar su agenda de visitas cuando se le diagnostica un tumor cerebral.

Maestros antiguos

Thomas Lilti, médico por inercia familiar y de vocación primera cineasta, reflexiona de nuevo sobre sus dos ocupaciones y ambas las encara con la misma pulcritud. La cuestión médica la presenta algo elevada y tal vez la idealiza pero es fruto de la pasión, algo que su franqueza hace tolerable como se tolera la vanidad del artesano que nos permite asomarnos a los secretos de su taller.

Un doctor en la campiña vuelve a ser, como Hipócrates, una película bien atenta a lo procedimental y por tanto de querencia fragmentaria, estructurada en las pequeñas grandes historias que al trote van definiendo la profesión médica. Por mero emplazamiento se presenta más recogida en lo cotidiano, y aunque entre sus temas está el trabajo ya cuajado como refugio e incluso como identidad, la noción de que el aprendizaje ha de ser continuo y permanecer por encima del conocimiento sobrevuela toda la película.

Tirando cabos al cine social en su retrato comunitario, la película se prefiere comedia dramática y parte con Bulgákov en mente, el de Morfina y los Relatos de un joven médico que se citan como inspiración. Lilti propone en esa mención literaria una recuperación de algunos de los principios del cargo médico, aquellos que a veces corren el riesgo de verse extraviados en los ritmos administrativos de que depende. El cuidado, la escucha, el cuento contigo y valores antiguos como la integridad son reivindicados en esta pequeña película con propiedades de “curalotodo”.

En buenas manos

Atemperar en el buen rollo una película regida por el accidente, la enfermedad y la defunción es un reto que no todos los directores saben abordar sin perder la compostura ni arañarnos a los espectadores la dignidad. Lilti lo hace con astucia, compensando con honestidad el uso deliberado de los tópicos, de los que se sirve como paliativos a la fatalidad que requiere para hablar de lo que quiere hablarnos. Su talento parece hallarse en dar películas de una pieza, sin más cera que la que arde y sin embargo muy hábiles en los detalles y en los ritmos internos.

En su afición a mirar de cerca las reacciones de sus personajes se anuncia buen médico, el que sabe que sus mejores herramientas son su rostro y algunas palabras, y para secundar esa idea cuenta frente a la cámara con los siempre fiables François Cluzet y Marianne Denicourt, un tándem protagonista ideado para aromatizar con dulzura de romance particular un narración que en realidad está a otra historia, una de interés general.

Un doctor en la campiña, que ha reventado las taquillas francesas, es cine popular pero sin contraindicaciones ni efectos adversos, edificante y muy sencillo, dificilísimo por tanto y con una intención clara: dar la profesión viva mientras la va pensando como disciplina humanista. Lo que ha de ser la medicina en un buen tanto por ciento.

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