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El arte de la lucha según Wong Kar-wai

Luchando bajo la lluvia

Javier Pulido / Javier Pulido

Madrid —

El cine de artes marciales es el equivalente al western para los occidentales; un contenedor genérico que sirve de excusa para abordar cuestiones tanto mundanas como metafísicas, un irresistible caramelo que todos quieren saborear al menos una vez en su carrera. El hongkonés Wong Kar-wai encontró en la figura de Ip Man, maestro de Wing Chun -la más conocida de las artes marciales chinas- y mentor de Bruce Lee, la percha ideal para abordar el género.

Hace más de una década que expresó por primera vez su deseo de llevar a la gran pantalla su vida y enseñanzas. Desde entonces, Ip Man ha aparecido en varios biopics ficcionados, con los rasgos de Donnie Yen en las ocasiones más afortunadas y casi siempre al frente de vehículos de propaganda gubernamental nada encubierta. Relativamente desconocido para el espectador occidental, su figura se ha prestado a todo tipo de licencias históricas que le han convertido en una suerte de superhéroe chino que exorciza con sus puños dolorosas derrotas pasadas a manos del enemigo colonizador.

Wong Kar-wai no factura aquí un biopic convencional del personaje con agitado drama histórico de fondo, sino que engarza los elementos más relevantes de su biografía con los momentos clave de la China del siglo XX. En el arco que aborda la película, de 1936 a 1956, tiene lugar la Guerra Civil en el país, la segunda guerra China Japonesa, los primeros años de la República Popular y el éxodo final a Hong-Kong, que cierra un bonito círculo en la filmografía de Wong-Kar Wai. The grandmaster ejerce de precuela de todas aquellas películas del cineasta que se desarrollan en el Hong-Kong de los años 60, fortalecido en todos los órdenes por la generación de inmigrantes que levantaron los cimientos que hoy día sostienen la región.

Filósofos de la lucha

Filósofos de la luchaPese a la stendhaliana belleza de sus combates coreografiados, The Grandmaster no es un muestrario hueco de ultra-estilizadas peleas de Kung-fu, sino una reflexión honda sobre la filosofía y disciplina inherentes a las artes marciales. Buena parte de culpa la tiene el guionista y director Haofeng Xu, que ha colaborado en el guión de la película. Firmemente convencido de que las artes marciales son un elemento fundamental de la herencia cultural del país, Haofeng Xu ha revolucionado el género en los últimos años, apostando por la abstracción y el mininalismo en detrimento de la acción pura y dura.

Bastante más inmune a las luchas contra otros rivales que al inexorable paso del tiempo y los altibajos vitales, el atildado y burgués Ip Man de Wong Kar-wai crece en un entorno afortunado, pero acaba por perderlo todo, excepto su insobornable compromiso con las artes marciales. Experimenta los tres estadios inherentes al dominio de las mismas, condensados en la cita “mírate a ti mismo, mira el mundo, mira la humanidad”. La dualidad entre la obligación autoimpuesta de transmitir a las generaciones venideras lo que se aprendió de los maestros y la renuncia a perpetuar la tradición por intereses egoístas es uno de los conceptos filosóficos que vertebra la película de Wong-Kar Wai, aquí disfrazado de una de esas historias de amores imposibles a las que el director es tan aficionado.

Ip Man recoge el testigo del gran maestro Gong Yutian, que en su ceremonia de retiro acaricia la idea de unir las escuelas de artes marciales del norte y sur del país. La muerte de Gong a manos de un traidor convertirá a su hija, Gong Er, en la única heredera de su técnica de combate, que se negará a transmitir por su obsesión destructora con vengar el asesinato de su padre. Gong Er e Ip Man, consumidos por una pasión aniquiladora que nunca han llegado a consumar -si exceptuamos la sexualizada y magistral batalla entre ambos-, se reencontrarán ya en los años 50. La primera se ha abandonado a los placeres opiáceos y ha olvidado la técnica de lucha de sus ancestros.

Mientras, Ip Man ha abierto una pequeña escuela de artes marciales en Hong-Kong para que no se pierda su legado. El imposible amor entre ambos opera como metáfora de las irreconciliables diferencias socioculturales entre el Norte y el Sur de China, pero también de las diferencias en las técnicas de lucha empleadas, lo que condena al fracaso el anhelo de unificación de Gong Yutian. No debe extrañar pues, como señala David Bordwell, que Ip Man se haya convertido con el paso del tiempo en símbolo alegórico de la unión de las dos Chinas. “Kung fu: dos caracteres. Uno horizontal, uno vertical. Aquellos que están equivocados caen. Solo el que queda de pie está en lo cierto. ¿No es cierto?”, le escuchamos decir en los primeros minutos de The Grandmaster.

Además de las devastadoras consecuencias de un amor no vivido -una licencia histórica que el director se saca de la manga- y el uso de imágenes documentales intercaladas, Wong Kar-wai retoma en The Grandmaster uno de sus motivos predilectos: el peso de la nostalgia que sepulta un presente accesorio. Este concepto de tiempo desestructurado se traduce en pantalla en una estructura narrativa fragmentada, salpicada de constantes elipsis y continuos saltos atrás y adelante en el tiempo, pero también con un distinto montaje y ritmo en función de la importancia que cada uno de los tres protagonistas principales de la cinta -además de los citados, un personaje llamado Razor, que aparece brevemente y encarna el aspecto más sanguinario de las artes marciales- tenga en ese momento en la narración.

El paso/peso del tiempo sobre los personajes en varias etapas de su vida es un guiño declarado a Érase una vez en América, una de las cintas en las que Sergio Leone jugó magistralmente con un uso valorativo de los silencios heredado de los grandes cineastas asiáticos, junto con el concepto de no linealidad del tiempo. Es otro de los círculos que Wong Kar-wai cierra en su último título.

A gusto del distribuidor

A gusto del distribuidorThe Grandmaster ha conocido varias versiones internacionales, siempre en función de la potencial sintonía de los espectadores con este concepto casi onírico del tempo narrativo. La cinta que se estrenó en China y Hong-Kong, la más completa, alcanza los 130 minutos de metraje. Hay una segunda versión internacional, que se llevó a la Berlinale y que se estrena este viernes en España, de 123 minutos. La más ligera de todas es la que se estrenó en Estados Unidos el pasado año: 108 minutos centrados en la relación entre Ip Man y Gong Er y narrados de forma lineal. Los cambios, consentidos expresamente por el cineasta, han generado furibundas críticas, como sucede cada vez que los hermanos Weinstein adelgazan una película para hacerla más accesible al espectador norteamericano. Cada una de estas versiones cuenta con secuencias exclusivas, lo que hace soñar con un futura versión redux que no esté secuestrada creativamente por los imperativos comerciales de la distribución.

Ashes of time (1994), su primera incursión en el cine de artes marciales, ya presentaba una estructura esquiva y fragmentada. Levemente basada en la novela de Louis Cha La leyenda de los héroes cóndor, esta revisión del género conocido como wuxia pian vestida con ropajes de superproducción también reflexionaba sobre los efectos del paso del tiempo en los personajes. Pero ahí se acaban las similitudes entre ambas cintas. The Grandmaster carece de ese regusto pulp de Ashes of time. Más bien es un homenaje confeso -sobre todo en su primera hora de metraje- a esos miles de producciones de los Shaw Brothers de los 70 que contribuyeron a internacionalizar las artes marciales, solo que con un mayor peso del trasfondo histórico y un mayor realismo de los combates.

Aquí no hay desafíos a la ley de la gravedad ni vuelos entre copas de árboles, como en Tigre y dragón (Ang Lee, 2000) o La casa de las dagas voladoras (Zhang Yimou, 2004). La violencia de la lucha se refleja en pequeños detalles, como un suelo de madera que se resquebraja o un clavo a punto de salirse de la madera por la contundencia de un golpe. La crudeza hipnótica y brutal de los combates dejaron el cuerpo de Zhang Ziyi maltrecho y llevaron a Tony Leung varias veces al hospital por agotamiento, un par de brazos rotos y una bronquitis aguda tras rodar durante treinta interminables días la expresionista batalla bajo una cortina de lluvia que abre The Grandmaster. Tampoco hay presencia del CGI, si exceptuamos un leve retoque digital en la salvaje secuencia de venganza de Gong Er.

Toda una novedad para el veterano coreógrafo de las escenas de acción, un Yuen Woo Ping que trabajó con los hermanos Shaw en los 70 y que ha dejado huella en blockbusters occidentales de los últimos años, como el díptico Kill Bill de Tarantino o la Trilogía Matrix de los hermanos Wachowski. Esta pretensión de verismo se corresponde con un montaje que obedece al ritmo de la técnica Wing Chun. Si In the mood for love tenía poco más de 500 planos, The Grandmaster tiene, en la versión asiática, más de 2500 planos, con una media de duración de 3 o 4 segundos por plano, lo que explica los 22 largos meses de rodaje de una fascinante película que está a la altura de las mejores obras del director.

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