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La España erótica: ¿una, grande, libre?

España, escuela de sirenas

Rubén Lardín

El erotismo de un pueblo es como su gastronomía, un asunto capital para la comprensión, el disfrute y el mantenimiento. Un hecho colectivo y particular. Una clave fundamental de identidad cultural. España, sin embargo, siempre ha desconfiado del sexo y lo ha catalogado como asunto nefando, ya que lo contrario podría poner en entredicho la categoría moral de este descampado que, desoyendo las risas enlatadas, tantas veces se ha autoproclamado reserva espiritual de Occidente.

España, que se hurga mucho entre los dientes pero no acierta a localizarse la carne muerta del judeocristianismo, es especialista en desatender su historia para así no tener siquiera que reescribirla.

Es por eso que aquí no existe un archivo análogo al famoso Enfer de la Biblioteca Nacional de París o al Private Case que alberga la colección erótica del Museo Británico de Londres, una carencia que, desde el exilio cultural, viene a reparar Maite Zubiaurre, que en el seno de la Universidad de California ha escrito Culturas del erotismo en España. 1898-1939 (Cátedra), un trabajo riguroso y ameno que rastrea las manifestaciones artísticas y literarias del amor carnal en la España del primer tercio del siglo XX.

La sicalipsis

Zubiaurre localiza entre 1898 y 1939 la Edad de Plata del erotismo en nuestro país, tiempos crecientes en alfabetización, abundantes en luminarias intelectuales, agitados en lo artístico y también barbecho para convulsiones políticas que iban a derivar en cuarenta años de tiniebla.

En ese lapso proliferan los semanarios galantes y las novelitas licenciosas que siguieron al revolucionario fenómeno de la postal erótica llamado “cartomanía”, estampas de contenido erótico (a veces secuenciadas) que se distribuían por correo postal, en quioscos o mediante la venta ambulante.

Aquellas imágenes procedían en su mayor parte del extranjero, ya que en España, donde según recuerda Zubiaurre era común la fotografía de difuntos, no fue frecuente la de desnudos, con la salvedad de algunos pintores catalanes que la practicaban para documentar sus cuadros.

A la representación del ars amandi y a toda conducta rijosa se la empieza a llamar entonces sicalíptica, un término de eco erudito, inspirado según María Moliner en los griegos “sykon”, vulva, y “aleiptikó”, excitante, y que Zubiaurre deduce “acuñado en el seno de una tertulia madrileña, producto del ingenio combinado de una serie de intelectuales beodos”.

La ola verde

El humor es el escudero que define y rige el erotismo español, que así atenúa un poco la infame influencia de la “depravación árabe”, que por supuesto y por descontado es la fuente de todos nuestros males y la causa de cualquier atisbo de inmoralidad localizado en territorio ibérico y etcétera, etcétera. En esa actitud de aligerar culpas y pudores, a los fabulosos títulos de tantas novelas licenciosas (Paquita se pone nerviosa, Lilly y los plátanos, Currito el ansioso, El delantero centro de Pili) se suman no sólo los seudónimos de autores especialistas como el doctor Canuto de Montánchez o el doctor Coñicida, sino los de las propias casas editoras (Establecimiento Jodeográfico, Imprenta Espermática, Editorial Diarrea), que en ocasiones acreditarán sus libros en Buenos Aires para evitar así la persecución de las autoridades locales.

La coartada, el rodeo, el eufemismo y el sesgo son moneda común. Antes de que el pensamiento de Freud permeara la península, los manuales de higiene sexual, casi siempre adaptaciones censuradas de libros alemanes, ingleses o franceses promovidos tanto por las autoridades sanitarias como por las eclesiásticas, ambas interesadas en preservar la moralidad vernácula, eran todo un género de doble uso: a la vez que inoculaban el miedo, siempre afín a nuestras pedagogías, satisfacían la curiosidad y paliaban emergencias momentáneas.

Las dos Españas

La dictadura franquista hará por barrer del mapa cualquier rastro de erotismo que no se avenga a las necesidades de una España negra que, con furor daltónico, combate a la verde, no fuera a ser que ésta estuviera tendiendo vínculos con la roja. El país, como de costumbre, no se aclara, no se entiende a sí mismo porque no se escucha, y el erotismo va funcionando a la suya como un desarreglo. La derecha y la izquierda ejercen cada una su gestión de la sexualidad según intereses particulares, pero la España casta y la España lúbrica son a menudo la misma y vienen de lejos. Ahí está el general Primo de Rivera prohibiendo el Primer Curso Eugenésico Español el mismo día de 1928 en que acude a un espectáculo de variedades subido de tono.

A la España “sombría y reconcentrada” de Unamunos y Gutiérrez Solanas enfrenta Zubiaurre el paliativo de una más festiva donde campan Felipe Trigo, Álvaro Retana, Federico Ribas o Artemio Precioso, no tanto heterodoxos como artesanos profesionales, escritores, ilustradores y editores que practicaron una novela galante de metáforas frutales mientras la comunidad científica pujaba por reservarse la exclusiva de la instrucción sexual medicalizando la fiesta.

Entretanto, mientras los amigos del sol promueven nudismo y naturismo, prácticas que llegarán a tener mucho predicamento entre catalanes y levantinos y que vendrán casi siempre asociadas en sus publicaciones a ideales anarquistas, la intelectualidad oficial se viste de colores neutros y entrega súperventas filosóficos como los Tres ensayos sobre la vida sexual (1926) de Gregorio Marañón o los Estudios sobre el amor (1924) de Ortega, quien por entonces descalifica el psicoanálisis como “una emulación pseudocientífica del católico sacramento de la confesión”.

Siempre tarde

En definición drástica del erotómano húngaro Sandor Makarius, España es “un pueblo de puteros gobernado por hijos de puta”, pero esto sería harina de otro costal y una aseveración que no sabemos si en su día pudo llegar a oídos de Alfonso XIII, de quien la Filmoteca Valenciana conserva tres de los cortometrajes pornográficos que, por encargo del conde de Romanones y para su solaz, rodaron los hermanos Baños bajo el auspicio de su productora con sede en Barcelona, ciudad que, según recoge Zubiaurre, en los años 20 tenía autorización del gobernador civil para proyectar películas de alta gradación.

Sin embargo, los felices años 20 en toda su entidad no llegarían a nuestros puertos hasta mucho más tarde, después de la dictadura franquista y como parte contratante de esa bisagra oxidada que llamamos Transición, que entre sus dádivas nos traerá el “destape” en forma de revistas, espectáculos, un cine abundante en desnudos gratuitos (aunque un desnudo en el cine nunca lo es) e incluso, Berlanga mediante, una colección de narrativa (La sonrisa vertical) de la que nunca hemos llegado a ser dignos.

Nuestras labores

Con la Oterito de Zuloaga en cubierta, Zubiaurre trae un tratado audaz y rebosante de ideas en capítulos como el que dedica a las reproducciones estereoscópicas, a la mujer fumadora (y por tanto aburrida y accesible), a aquella que se confía ante el espejo multiplicador o a la que se abandona a la lectura porque “una mujer leyendo está siempre desnuda”.

Publicado primero en EEUU aunque impreso en México tras las alegaciones de indecencia de las imprentas norteamericanas, Culturas del erotismo en España es un libro que recupera tesoros peninsulares y traza el relato de una patria chica que en algún momento fue pródiga en la representación del bendito amor estéril, aquel que evoluciona sin descendencias, homólogo o heterólogo, muchas veces machista en su imposición de papeles tradicionales de mantilla y peineta por parte de la alta cultura, otras feminista en su búsqueda popular de modelos alternativos de mujer con posibilidades de liberación (de incorporación al mercado de trabajo, en realidad, ¡menuda trampa!) cuando se asocia su figura a las bicicletas o a las novedosas máquinas de escribir. Un erotismo carpetovetónico pero en cualquier caso gozoso y correspondiente a este país nuestro por lo general más atento al negocio ajeno que al propio.

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