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Como mirar un accidente en la vía del tren
No empezó con CSI. Las vísceras, los asesinos en serie y los desastres naturales y monstruosos siempre han sido cántico de sirena para las grandes audiencias, muy especialmente entre el XVII y el XIX, de la burbuja anatómica al final del romanticismo. Con la excusa de la divulgación científica, la historia natural, el folclore y lo documental, los museos se llenaron de gorgonas, escenas sangrientas, catástrofes y monstruos, de prostitutas destripadas y de cuerpos en diferentes estados de deconstrucción.
El movimiento anatómico-festivo fue bendecido por el papa Benedicto XIV con un Museo de Anatomía en Bolonia, donde el maestro Ercole Lelli exponía sus espeluznantes modelos de cera. Poco después, el toxicólogo Felice Fontana convenció al Gran Duque Pietro Leopoldo de Habsburgo-Lorena para poner un taller de figuras anatómicas para La Specola, el Museo de Historia Natural de Florencia. La exposición resultante encandiló después al emperador José II de Austria, que encargó numerosas piezas para su museo. En menos de lo que se tarda en decir Adrianus Spigelius, la fiebre llega a Londres y a París, donde los modelos anatómicos más repugnantes conviven con las novelitas de asesinatos gore y los autómatas de Vaucanson.
El espíritu de aquella época iluminada y extraña se refleja en la nuestra, donde se combinan las tecnologías biónicas, las momias, los cristos sangrantes y los cadáveres embalsamados. Es en este contexto que la Academia de Bellas Artes de Viena ha reunido 70 ejemplos de cuadros, dibujos y esculturas creados para impresionar, convencer y educar a través del horror y el espanto a quienes vivieron entre finales del siglo XV hasta principios del XIX.
La explicación neurológica: el picante
La colección gira en torno a la teoría del “placer por el susto” que Aristóteles llamaba catarsis. “A través de esa catarsis -explica la directora de la colección de cuadros de la Academia vienesa, Martina Fleischer- el público se conmueve y se le puede convencer del contenido moral que transmiten los actores”. Abierta hasta el próximo día 15, la exposición examina ese fenómeno catártico que se produce cuando la contemplación de escenas crueles y estremecedoras nos provoca tanto horror como gozo.
Recuerda Fleischer que no se trata de un fenómeno cultural o simbólico sino que permea las capas más profundas de nuestro comportamiento, gracias a los mecanismos de compensación que genera nuestro propio cerebro, cuando la adrenalina que nos produce un momento de peligro o la ingesta de un pimiento de padrón especialmente endiablado es compensada con la liberación de endorfinas. En el caso de un cuadro espantoso o una escena particularmente perturbadora, el terror queda compensado por el hecho de que el horror se vive en la distancia, como quien esquiva una bala, aunque venga del mundo de la ficción.
Al menos este es el efecto que pretenden conseguir con obras maestras como La cabeza de Medusa, de Rubens, de una destreza artística y un realismo que hacen que lo terrible se diluya en lo hermoso o una copia en escayola de Laocoonte y sus hijos, el grupo escultórico clásico que tras su descubrimiento en 1506 se convirtió en el ideal de representación del sufrimiento. “Se toma como exemplum doloris (modelo para representar el dolor) y la Iglesia católica aconseja a sus artistas que se inspiren en él para representar el sufrimiento en sus crucificados”, explica Fleischer. Varios textos de la época cuentan cómo la gente sudaba, temblaba y lloraba al contemplar esta escultura, cuando el interés por la antigüedad clásica se había centrado en la armonía y la belleza y no en la representación del dolor.
El romanticismo trágico y el simbolismo perverso
El recurso al miedo pasa también en la segunda mitad del siglo XVII a la representación de la naturaleza, con cuadros de catástrofes como tormentas o incendios que se alejan de la representación bucólica e idealizada típica del Renacimiento. La fascinación por la serie de erupciones del Vesubio en el siglo XVIII aparece reflejada en numerosos cuadros, como los del austríaco Michael Wutky o de Pierre-Jaques Voltaire, donde la naturaleza se revela en todo su poder destructivo. Eso sí, las figuras humanas que aparecen en esas escenas de desastres están siempre alejadas del peligro, como observadores fascinados del espectáculo terrible y bello de la naturaleza. “Que el susto no sea tan grande como para impedir disfrutar de él”, resume la directora de la pinacoteca ese efecto.
El contraste entre sensualidad y muerte aparece en varias representaciones de la leyenda de la decapitación de Holofernes por Judit. Lo cruel y lo sangriento se funden con la ingenuidad, la inocencia o la provocación del personaje femenino. Aunque estas escenas muestran con todo detalle una decapitación, Fleischer considera que el efecto en el espectador de hoy, consciente de que observa una escena bíblica, no puede compararse, por ejemplo, con la identificación que causan las imágenes de ejecuciones difundidas por los yihadistas del Estado Islámico.
El Bosco: dulcísimo horror
El sacrilegio y el consiguiente castigo divino es otro tema explotado bajo ese equilibrio del dolcissimo orrore al que se refería la teoría artística del siglo XVII. La maestría del artista al representar el cuerpo humano de personajes trágicos como Prometeo o Sísifo sirve para captar el interés del espectador y conmocionarlo. El Tríptico del Juicio Final, de El Bosco, es una de las piezas maestras de la exposición y una de las más espeluznantes.“Son imágenes para provocar miedo”, resume Fleischer sobre una tabla que describe el paraíso, el pecado original, el Juicio Final y el tormento del infierno.
El uso de figuras grotescas e imposibles tiene, más allá de su carga simbólica, el efecto de desconcertar y crear inquietud. La permanente amenaza de la muerte y lo efímero de la vida marcan la parte final de la muestra, con ejemplos de “memento mori” que advierten de lo inútil de los bienes y placeres terrenales.