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Berlín, el nacimiento de una ciudad electrónica

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J.M. Costa

Hace nada se inauguraba en Móstoles una exposición de Fernando Sánchez Castillo sobre el Monumento y la Historia. Y cómo ambos son productos imaginarios del poder. Muy lejos en apariencia, con la recién aparecida edición en castellano de Der Klang der Familie (Berlín, el techno y la caída del muro) (Alpha Decay) sucede algo parecido: simplificar lo sucedido, usar las mismas orejeras ideológicas que casi todas las historias. En eso se parece mucho a la historia oficial de los 80, resumida en un concepto, La Movida, que describe únicamente la superficie de un fenómeno complejo y lo falsea por completo.

Los autores de Der Klang der Familie, Felix Denk y Sven von Thülen llegaron a Berlín cuando el Berlín que describe el libro ya había dado lo mejor de sí mismo. En realidad eso no tendría por qué ser negativo. Ambos se integraron rápidamente en el entorno y en revistas como Groove o De: Bug, ejemplos de publicación originaria y desarrollada de la escena y a las que curiosamente no se cita en el libro. Es más, al llegar tarde, carecen de la carga subjetiva que supondría haber vivido en primera persona los avatares de la Familia. Pero ¡ay!, al no ser insiders, no haber estado en el ajo, prefieren ignorar y despreciar la importancia de decenas de historias alternativas, interconectadas y trascendentes, las que convirtieron al Berlín de aquellos años en algo más que una forma masiva de discoteca glorificada.

El libro adopta la forma de entrevistas no secuenciales, intercaladas y bien montadas, lo que da como resultado una narrativa muy amena (se lee casi de una sentada) y coherente. Demasiado coherente. La Familia del libro son en realidad cuatro familias. Una en el Este de la ciudad, donde la electrónica no estaba mal vista en los últimos días de la RDA (los parties Tekknozid) y tres en el Oeste, la que venía de la disco high energy (el DJ Westbam & Co.), la que se decantaría bastante rápido por el techno (Tresor) y la culminación de todo ello en forma de Gran Club (el E-Werk), que se mantiene hasta hoy en día con el Berghain, esa meca universal de la música de baile electrónica.

La historia canónica del principio está bien contada. El muro cae y con él la autoridad en el Este del país y de la ciudad. Locales inmensos quedan vacíos. Solo era cuestión de tomarlos o, dado que las cosas eran muy confusas, llegar a un acuerdo con alguno de los organismos de quienes dependían aquellas ruinas. Es el ejemplo del Tresor, alquilado hasta que se construyera un nuevo edificio en el solar. Todo el mundo pensaba que duraría un par de años, aunque luego se mantendría abierto de 1991 al 2005. La sensación de libertad corría pareja a la de provisionalidad.

Historias de una ciudad con carácter (peculiar)

En tono muy entretenido -y bien traducido por Juan de Sola- un par de docenas de protagonistas principales y secundarios, van contando como se desarrolló una peripecia que explotó en apenas tres años, cuando en los Love Parade de 1991 y 1992 miles de personas tras camiones decorados y con sound systems brutales, inundaron por la tarde la muy burguesa Kurfürstendamm y celebraron por la noche en el Este. De allí se tardó poco en reunir más de medio millón en el Tiergarten, hasta llegar a la tragedia de Duisburgo en el 2010, el aplazado Altamont de aquella escena de Paz, Alegría y Bollitos (lema del Love Parade).

Lo interesante del libro es poder leer en testimonios directos como un movimiento de tamaño calibre y que hoy define la capital de Alemania (en los primeros 90, los turistas aún iban buscando un Kabarett que solo existía ya en la película y el techno asustaba), comenzó prácticamente con lo puesto, sin nada material ni organizativo que lo sustentara. Gente montando su propia fiesta, en un momento histórico, político y urbanístico único, operando en una ciudad de carácter muy peculiar. A ambos lados del Muro.

Si el ambiente del Oeste aún estaba dominado por lo algo lúgubre de Einstürzende Neubauten (p.e.) la nueva ciudad abierta, aunque muy gris, exigía otro espíritu. Los mitos de la House Nation y luego de la Rave Nation venían a ser la precaria aportación ideológica de quienes luego intentarían forrarse, pero la vibración era otra, mucho más inteligente y crítica.

El relato en Der Klang es el del ascenso de clubes míticos y con ellos el de una serie de personajes curiosos en la micro-historia del tema. Como Mac, el gigantesco portero negro del E-Werk o los tipos que andaban por el Tresor contratados para no se sabía qué pero luego resultaron DJ's o fotógrafos conocidos. O una chavala de Nuremberg llamada Marusha, cuyo programa en una emisora todavía oficial de la ex RDA (DT64) era al mismo tiempo el hazmerreír y la referencia de todo raver. Y como de un idealismo inicial capitaneado por un tipo raro como era Dr.Motte (DJ creador de la pieza Der Klang der Familie en 1992 y fundador del Love Parade) se llegaba a peleas de egos y de intereses económicos que la diseñadora y pintora Elsa For Toys ya definía en 1993 como “muy poco Love”.

Del éxtasis y el ácido que regaban todo aquello se segregó una capa que le daba a la coca. Entontolinándose todavía más en el proceso. En fin, lo que viene a ser el auge y caída rápidas de un ambiente muy concreto. Pero había más. El techno era solo un concepto-paraguas que cubría muchas otras cosas.

Lo que se cuenta se cuenta bastante bien. Lo malo es lo que no se cuenta. En esos años -y podía haberse mencionado, ya que los entrevistados lo saben-, en Berlín surgían locales y otras iniciativas como las setas. Se habla una vez del Eimer (el Cubo), un edificio que técnicamente había sido derribado pero en realidad no. Cosas de la burocracia en la RDA. Fue ocupado y en él se celebraron conciertos y parties como el que montó allí el artista sonoro canadiense Gordon Monahan y donde sonaron toda la noche solo tres piezas jungle de Duke Ellington, pero en infinitas versiones.

El nacimiento de los centros

Otro centro primitivo fue el Elektro, trasladado a la vuelta de la esquina como Friseur, ambos junto al Tresor y el E-Werk. Se trataba de una iniciativa completamente asamblearia, abierta a todo tipo de historias y que lo mismo introducía a Coldcut en Berlín como realizaba fiestas veraniegas donde se estrenaban los discos de los sellos Mego, Sahko, Disko B, Plug Research, Planet Mu, Touch, etc. Una presencia permanente. También estaba el Panasonic, donde, entre otros, hicieron su premier berlinesa los aún llamados Panasonic, luego Pansonic por historias de copyright. Había grandes sesiones y conciertos de electrónica en los Salones Rojo y Verde de la Volksbühne, Alec Empire abrió su propio club, apropiadamente bautizado Suicide y el Icon se convirtió en la punta de lanza del mejor D&B del planeta.

La Praxis del Dr. McCoy era todo un alarde de diseño y escultura a la berlinesa y aún falta por mencionar el WMF, otra presencia continua aunque en diferentes localizaciones. Como la Praxis, era la realización de arquitectos y artistas jóvenes con ganas de experimentar. Por no hablar de locales eventuales como los que se podían montar en unos lavabos públicos abandonados. O en una antigua caja de ahorros pared con pared con la comisaría de policía. Se llamaban 103, Galerie Berlin Tokyo, Kunst un Technik, Sniper, Eschloraque, Cookies… Ninguno de los mencionados era tan importante como el Tresor o el E-Werk pero en conjunto constituían el terreno donde de verdad creció la escena y se abrieron mil flores eléctricas.

Todo esto no era exactamente la Familia del libro. Era el ambiente de efervescencia en que se movía la ciudad. Que incluía además fiestas dominadas por lo puramente visual, como los Radio Bars del artista y músico Jim Avignon (y amigos) o una genial y casi pionera escena de easy-listening comandada por Le Hammond Inferno. Festivales de ambient como Interference con la crema de la crema de la IDM. Había incluso una fuerte escena experimental nada académica y muy aventurera recogida en la exposición Wir sind hier nicht zum Spass (No estamos aquí para divertirnos) del 2013, que explicaba y documentaba un mundo muy influyente y del que han salido desde grandes sabios del sonido como Rashad Becker al archifamoso programa Live! de Ableton, pasando por músicos y artistas sonoros como Robert Henke. Quien también podía hacer sin mayor problema ético o estético sets de baile en un club como el Planet, bueno es decirlo. Tampoco se menciona Chromapark, una exposición de techno-arte que en su primera edición de 1994 suponía una forma jamás vista de fundir arte, moda, diseño, tecnología y fiesta. En efecto, no solo se trataba de una sana juerga descerebrada, aquello era descubrir y activar una ciudad. Como una psicogeografia situacionista. En compañía de muchos.

Der Klang der Familie no habla de esto por espacio u olvido sino para simplificar, para acompañar la pendiente peregrinación al Berghain. Es una historia aún parcial, otra vez. Siempre hay que condensar y focalizar, pero en sus casi 400 páginas, Denk y von Thülen podrían haberse ahorrado bastante anécdota trivial y abrir su foco, limitado a cuatro clubes, al impresionante paisaje de actividad, de recepción y de generación que fue el Berlín de aquellos años. Quizá no habrían escrito la Historia, pero sí una gran historia.

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