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Cuando la tinta catalana salvó al gran diario de la II República

Gumersindo Lafuente

Madrid —

No es sólo periodismo. No es sólo política. No es sólo la peripecia de unos inquietos empresarios catalanes. Es historia, la de un país y un pueblo. La de un grupo de redactores y una cabecera. La de unos tiempos convulsos y aún, 80 años después, mal explicados.

España, Cataluña, la II República, El Heraldo de Madrid y los hermanos Busquets, una combinación sorprendente que alumbró un gran diario popular y republicano, atrevido y comprometido. Y de gran éxito de ventas en un mercado saturado de cabeceras de las más variopintas inclinaciones.

Leer “Heraldo de Madrid, tinta catalana para la II República española”, escrito por Gil Toll y publicado por la editorial Renacimiento, es trasladarse a uno de los momentos más agitados pero sin duda más apasionantes de nuestra historia. De la que afectaba a todos, pero también de la que nos atañe a los que nos dedicamos al periodismo. En esos tiempos se vivieron algunos de los momentos más gloriosos del oficio, interrumpidos primero por la Guerra Civil y enterrados después de manera miserable por el oscurantismo y la violencia de la larga dictadura franquista. Por eso es tan útil recordar y aprender de lo que ocurrió, tanto en la política como en el periodismo, y son tan sorprendentes, por actuales, algunos de los sucesos.

En lo tocante al Heraldo, diario liberal de larga trayectoria, fundado en 1890, nos interesa cómo al borde de la ruina, en 1922, acaba en manos de unos comerciantes catalanes que suministraban la tinta con la que se imprimía el periódico y a los que se debía una gran cantidad de dinero. Los hermanos Busquets, con Manuel Fontdevila como director y Manuel Chaves Nogales como redactor jefe, supieron rescatar al maltrecho Heraldo de la más que probable quiebra y en pocos meses lograron multiplicar su tirada y su popularidad.

Quizá la llegada de la dictadura de Primo de Rivera en 1923, a la que desde el principio de opuso el diario, salvando como pudo las finas redes de la censura, ayudó al Heraldo a distinguirse de otros periódicos que por interés o ingenuidad apoyaron más o menos activamente la nueva situación. Pero lo fundamental, lo que de verdad le colocó en un lugar de privilegio, fue la frescura y el descaro de Fontdevila, su director; la profesionalidad y el compromiso de un Chaves Nogales que estaba destinado a escribir algunas de las mejores páginas del periodismo español y, sin duda, la capacidad de unos empresarios que supieron parar las presiones del poder y administrar con habilidad una editorial, la Sociedad Editora Universal, que sólo sucumbió a la violencia de las armas al final de la guerra.

“No se trata de ir a hacer catalanismo a Madrid como si estuviéramos en Barcelona, sino de intervenir en la vida española pensando en catalán”, proclamaba Amadeu Hurtado, asesor jurídico de los Busquets, cuando éstos le pidieron consejo antes de embarcarse en la aventura de controlar desde la capital catalana el que con los años se convertiría en el gran diario republicano de la capital de España.

Chaves Nogales empujaba a sus redactores a salir a la calle a la búsqueda de noticias frescas y a los que pillaba en algún desvío lírico/ literario les espetaba: “No me haga usted mariposuelas. Lo que quiero es información”.

Sirvan estas dos anécdotas como ejemplo de las muchas historias contenidas en el libro. Ojalá, como escribe Gil Toll, su autor, obras como esta ayuden a levantar el manto de silencio impuesto por el franquismo y nos permita reivindicar un periodismo y una República tan injustamente tratados por la historia.

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