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Jesse Eisenberg y la polivalencia del actor despreciable

Jesse Eisenberg en 'La red social'

Mónica Zas Marcos

Habla a una velocidad angustiosa, intercalando frases larguísimas con el tamborileo de los dedos, resoplidos y risas entre dientes. Cuando hace alguna broma nunca mira cómplice a los ojos de su interlocutor, sino que agacha la cabeza con el ceño fruncido como si se sintiese avergonzado. Y si un fan se lanza blandiendo su móvil a la caza de un selfie, jamás se bajará las gafas de sol con gesto seductor y pegará con entusiasmo su cabeza a la del espontáneo. “Podemos hacer como si no le hubiésemos visto y seguir caminando”, le dirá Jesse Eisenberg al periodista que le acompaña.

Todas las entrevistas describen así a este actor que no se comporta en absoluto como un vástago de Hollywood. Con sus 32 otoños, Eisenberg pertenece a la hornada millenial de intérpretes que huyen de la vacuidad y quieren demostrar que son más que bustos parlantes en la pantalla. Tiene los tics de cualquier personaje de Dustin Hoffman, una actitud bohemia de escritor romántico y un trastorno obsesivo compulsivo que no le ha concedido la simpatía de los medios.

La prensa ha ido dando bandazos desde su presentación mundial en The squid and the whale. Primero no saben discernir si su humor ácido roza la impertinencia o es un soplo de aire fresco entre las sonrisas perfectas de Beverly Hills. Dudan entre que escoja los personajes por una cuidada similitud consigo mismo o que, al contrario, se venda como uno más a cualquier éxito de taquilla -avalado por películas como Ahora me ves o Batman vs Superman-. Y tampoco coinciden en si es el próximo Woody Allen o solo un imberbe con la mitad de carrera y el doble de prepotencia.

De hecho, aunque todas sus interpretaciones han sido aplaudidas a excepción del irritante Lex Luthor, el actor quiso lanzarse a la fauces de los últimos periodistas que quedaban de su lado: los críticos de cine. En 2015, en la conocida sección de parodias del New Yorker, Shouts & Murmurs, Eisenberg prendió fuego con su columna Una reseña de película sincera y la caricatura de un crítico mediocre y envidioso.

Por primera vez los aludidos probaron de su propia medicina y no les sentó nada bien. “¿Qué decir de Jesse Eisenberg? Sus interpretaciones son inteligentes, atractivas y graciosas, ¿pero su prosa? Debo decir que esta historia es extraña y oportunamente evasiva”, escribieron en The Guardian. Otros dijeron que con un estilo tan pueril no se podía permitir burlarse de nadie, una opinión que rebotó como un dominó sobre todas sus facetas literarias, desde la de articulista en el New Yorker hasta la de escritor en El besugo me da hipo y otras historias, que lanzó recientemente Reservoir Books.

Un libro lleno de trastornos

Jesse Eisenberg nunca ha mantenido sus crisis de ansiedad en secreto y eso ha encabezado más noticias que sus propias creaciones. También ha sido la principal semejanza con su ídolo Woody Allen, del que busca reproducir sus pasos sin disimulo.

Los que llevan años esperando la reencarnación del director de Annie Hall aplauden su llegada y ayudan a exprimir los parecidos. Ambos crecieron en el seno de una familia de clase trabajadora de Nueva York y su humor bebe de la corriente Borsch Belt de los judíos emigrados. Tal era su admiración, que el joven heredero se llegó a meter en un lío judicial por incluir un personaje llamado Woody Allen en una obra de teatro de su escuela.

Ahora, tras protagonizar su última Café Society, el actor presenta un libro de relatos cortos que se inspira sin tapujos en obras de Allen como Pura Anarquía y Cuentos sin plumas. “Siempre me han fascinado sus libros de historias y cómo yuxtapone ideas de manera muy divertida”, y de mezclar retazos sin aparente sentido nació El besugo tiene hipo.

Eisenberg también fue apodado como el 'chico listo de Hollywood', una etiqueta de la que ha querido presumir en sus textos y que a veces suena impostada. Eso ocurre en un capítulo donde intercala correos de amor adolescente y la estrategia bélica de la antigua República de Yugoslavia. A pesar de no ser la mejor parte, termina haciéndose pesado de leer e irritando al mayor experto en Europa del Este.

Ese sería el gran desacierto del libro: forzar un humor fino y emotivo hasta regodearse en sus propios conocimientos que, ni están bien hilados en la forma, ni se justifican con el fondo de la historia. En otras ocasiones no llega a traspasar la línea de fuego y conforma un relato coherente, simpático y sesudo, como en las cinco primeras conversaciones telefónicas de Alexander Graham Bell.

Hola, soy yo. Nada. ¿Qué? No me cuesta hablar. Puede que haya bebido un sorbo de vino, ¿y qué? ¡Cállate! No estoy de humor, ¿vale? ¿Has tenido alguna noticia de Mabel? He estado llamándola todo el día. ¡No coge el teléfono! Sí, claro que he marcado el número correcto: ¡el 2!

Sin embargo, las partes más brillantes están relacionadas con la figura materna y son las que revelan la verdadera psique del escritor. Jesse Eisenberg nació en el barrio neoyorquino de Queens en una familia judía laica, donde el padre era profesor y la madre payasa en fiestas infantiles. Aunque siempre dice haber tenido una infancia feliz junto a sus dos hermanas, también ha admitido que sus padres se preocuparon poco por su felicidad personal y más por que fuesen personas de provecho para la sociedad. “Mi familia ve la felicidad en cierta forma como un placer hedonista”, admitió el actor en una entrevista.

El título del libro recibe el nombre de este fragmento, donde el niño de una pareja divorciada se ve arrastrado por su madre a restaurantes exóticos “porque los paga papá”. Narrado a medio camino entre la pureza bobalicona de Forrest Gump y una admiración edípica, Eisenberg trabaja zonas del inconsciente como el abandono, la homosexualidad y la compasión.

"En realidad, las comidas de mamá son imposibles de comer. Una vez me dio un paquete de chicles, una caja de palillos y una nota en la que me pedía que me quedara hasta tarde en el colegio porque iría a verla un caballero amigo suyo".

A medida que la lectura avanza se va adivinando un sustrato oscuro que deja la comedia de lado. “La escritura a menudo nace de una ansiedad profunda. Los relatos parecen divertidos, pero si la gente supiera de dónde nacen, no me envidiarían en absoluto”, afirmó su creador. El actor ha encontrado en la literatura la terapia perfecta para sacar a relucir esos demonios y compartir los pensamientos que le consumen a mil revoluciones.

Sus detractores opinan que esas conversaciones adrenalínicas, por muchos traumas oscuros que escondan, no son lo suficientemente brillantes como para convertirlas en un libro. “El besugo me da hipo no es una obra de arte. Y qué. Pero sus consecuencias son muy importantes. Que la industria editorial apueste por la vanidad de Eisenberg provoca que la carrera de otro buen y menospreciado escritor nunca se llegue a impulsar”, atacaban mordaces en el Washington Post. Sin embargo en The Guardian lo han destacado en su lista de libros imprescindibles del año.

Una vez más, la crítica se pierde entre la adoración y el desprecio a una figura que dará que hablar en los próximos años. Puede ser con sus columnas ficticias en el New Yorker emulando a Donald Baltherme, en otro libro con tendencia obsesiva por Woody Allen o presentando un guión subido a las tablas de Broadway o el West End, donde es realmente una lumbrera. Pero lo cierto es que el mundo artístico y la prensa ya necesitaban su nueva camada de genios neuróticos.

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