Madrid desde el desencanto
Un verano de finales de los 60, unos feriantes decidieron que era buena idea traer a Madrid desde la costa Atlántica una ballena que se había quedado allí varada. Lo hicieron ayudados por ocho bueyes y, cuando lograron varar de nuevo el cetáceo muerto a la vera del Ministerio del Aire, todos los vecinos del barrio de Moncloa contuvieron la respiración hasta el día del descubrimiento de ese animal descompuesto y monstruoso. Y después también. El destape fue el 15 de agosto, viva la Virgen de la Paloma y “el olor a putrefacción, el olor a muerte”, todavía pervive en la memoria de Kiko Herrero, que con esta historia empieza un libro compuesto por recuerdos de su vida en esta ciudad.
Arde Madrid (Sexto Piso, 2015) es una novela, una colección de cuentos, unas memorias, todas las anteriores y ninguna de las anteriores. Arde Madrid es el primer libro de un hombre que nació en Madrid pero que huyó de aquí, de un tipo que dice no tener memoria, de alguien que nunca quiso escribir un libro. “Nunca fue mi intención -explica el día antes de la presentación en La Vía Láctea-. Yo he hecho de todo, he sido pintor, actor, ahora tengo una galería de arte (éof, en la Saint Fiacre de París), ni siquiera soy un gran lector, salvo quizá de poesía. Todo empezó cuando un amigo artista me pidió un vídeo y escribí diez textos que ilustraban o eran ilustrados por imágenes de Madrid. Ese vídeo lo vio el que ahora es mi editor francés y fue él quien me pidió que siguiera”.
Buen tino el del editor, porque Arde Madrid, escrito en francés y titulado en el original ¡Sauve qui peut Madrid! (Editions P. O. L., 2014) ha sido finalista del premio Goncourt a la primera novela allí arriba. Un premio que quizá se quede corto. El libro es un mosaico de retazos de una memoria incierta que se convierte en una ficción certera, un retrato amargo pero lleno de humor y cariño de tres etapas de una ciudad mesetaria encerrada a veces en su orgullo de ser un pueblo grande.
La infancia, los recuerdos, la ballena
La parte más importante, porque es casi la mitad del libro y porque es una maravilla, es la de infancia. La que empieza con ese recuerdo de la ballena, de cuya verdad el mismo autor duda pero que le sirve para anticipar al lector la putrefacción que le va a acompañar por las siguientes páginas. “Toda mi vida he reprimido la memoria antigua -explica Kiko todavía con sorpresa- pero esto me salió solo. La escribí en desorden, sin atención a la cronología, tal y como me iba viniendo, luego fui poniendo cada capítulo en su sitio. Y me fueron saliendo cosas que no sabía ni de dónde me venían. Yo soy una persona muy oral, contar historias ha sido siempre mi fuerte, pero nunca me había puesto a escribir”.
Por eso es que en las historias que cuenta Herrero, sus historias, se confunde lo delirante con lo real y lo real con lo delirante; porque, como si nos las estuviese contando en una noche de copas, va acelerando o frenando su imaginación según la reacción del oyente, del lector en este caso.
El método funciona y el libro te va llevando de una ciudad enclaustrada por el franquismo, una ciudad que reconoces aunque hayas nacido 10 años después porque entonces todo iba demasiado despacio, hasta la ciudad metida en una burbuja económica y de identidad que estalla y se derrumba, pasando por esa que se volvió loca con la noche, las copas y la heroína. Allí también vivió Kiko, que llegó a ser programador, “no sé muy bien de qué”, del Rock Ola y que acabó siendo, como tantos, nocturno y nada más.
De allí, de aquí, es de donde huyó el autor. “Fue una cuestión de vida o muerte, no tenía ambiciones, iba de bar en bar y nada más. Y, además, aunque en la noche no, la homosexualidad también era un estigma en esa ciudad postfranquista. Necesitaba salir, vivir sin juez, y París me parecía el sitio donde todo era posible”. En París, cuentan quienes le conocen bien, siguió viviendo la vida como se merece. Siguió haciendo amigos cada noche y cuidando amigos cada día, rodeándose de lo mejor, de los mejores. En París empezó a meterse en el mundo del arte y a desarrollar su talento en él. En París acabó encontrando una idioma, una pareja y un lugar estables.
Y un libro que no hubiese existido de otra manera ni en otro idioma que no fuese el francés. “No hubiese podido hacerlo en español, habría sido demasiado real, demasiado sobrio, menos exagerado. El francés ha sido una herramienta para despegarme de mi propia vida, también porque pensaba que no tenía que ser realista ante un lector francés que seguramente desconoce el Madrid que yo viví”.
Una etapa en blanco
El libro, traducido por su amigo y filólogo Luis Núñez, huele no sólo a ballena podrida, también huele a catarsis. Le pregunto si le ha servido para algo y me responde que sí. “Pero me está dando miedo el resultado de la terapia. Me he pasado toda la vida huyendo del pasado, desechando recuerdos, fotos y hasta el sabor del chorizo, y ahora se me impone y eso me está dando cierta angustia. ¡Y encima lo presento en La Vía Láctea!”. Y al lado de la inauguración de la exposición de Miguel Trillo con retratos del Rock Ola, precisamente (Madrid me mata, Corredera de San Pablo, 31). La terapia, el karma, la casualidad. Madrid.
En Madrid lleva Kiko sólo tres días en este viaje y no le ha dado tiempo a ver si ha cambiado desde el último Madrid que retrata en su libro, ese que visitó para acompañar en el cáncer a su querida hermana mayor, a la que dejó en su huida con esquizofrenia. Esa ciudad en la que la crisis estaba que mataba y cuyo retrato en la novela deja el regusto más amargo. “Antes, los vecinos se ayudaban, estábamos pendientes unos de otros. Ahora eso ha desaparecido, hay una tristeza oculta que contrasta con la modernidad, con los neones, las fachadas metálicas, los coches último modelo”.
Quizás sea eso mismo lo que retrata Kiko en su libro: cómo Madrid, como el resto de España, se ha saltado etapas. Cómo hemos pasado de esa oscuridad casi medieval de tiempos de Franco a esta modernidad sin criterio ni juicio ni límites. “Es que en Madrid aceptamos como si nada todo lo nuevo, pasamos de ser los más conservadores a los más modernos. En Francia no es así, son como más antiguos, van a otro ritmo”.
No hay rencor hacia Madrid, de todos modos, en las palabras de Kiko Herrero. Ni en su texto. Hay desencanto, eso sí. “Exacto, es una palabra que lo define bien. De hecho, hace poco he vuelto a ver la película y me ha recordado a mi libro, porque es ese retrato que va de una España patriarcal a una que se desmorona”. Pero Arde Madrid no es sólo un relato amargo. Es un texto lleno de amor. Amor por su familia y por sus vecinos. Amor por una ciudad que sólo tiene que volver a descubrir que quiere y se quiere para volver a ser imperfecta pero amable. Y también hay humor, claro. El humor de un desmemoriado que nunca quiso escribir un libro y acabó escribiendo el libro de su vida.