'Las que se atrevieron': “Hija, ¿no te habrás echado un novio negro?”
Provengo de una chuleta.
Así de duro. Así de feo. Pero no de una chuleta cualquiera, sino de la que hizo que mi madre aprobara un examen de álgebra y mi padre, que no quiso aceptarla, suspendiera.
—Tengo la respuesta a la pregunta del examen, ¿la quieres?
—No, gracias, yo prefiero aprobar por mis méritos.
Y me imagino a Picaresca riéndose muy alto del pobre Honestidad, cuando se encontraron, de nuevo, el día que publicaron las notas.
Aunque, a decir verdad, mi padre soltó una mentira nada más presentarse. Se puso unos cuantos años menos, aprovechando la atemporalidad de sus rasgos a ojos de una persona blanca. Y coló.
Era 1972, ambos estudiaban en la Escuela Técnica de Ingeniería Industrial de Madrid y se habrían tropezado más de una vez, aunque se ignoraran. El examen, la locuacidad de mi madre y la educación de mi padre propiciaron un intercambio de teléfonos, unas cuantas llamadas y algún que otro café.
Mi padre había llegado años antes con el fin de completar su formación. En Guinea Ecuatorial, que todavía era colonia española, había obtenido la titulación para ser maestro y ya daba clases, sin embargo, y adivinando la pronta independencia de su tierra, quiso pasar de nuevo por la universidad para participar del “nacimiento” de la Guinea soberana con mucha más preparación.
Siempre se ha autoexigido, ha intentado saber más, leer más, conocer más. Aprendió a hablar castellano tarde, porque en su país, en su infancia, era lengua oficial, pero, salvo asistencia a la escuela o residencia en la capital, la gente no solía hablarlo. Aún recuerda cómo tiraba de la falda de mi abuela para que no se entretuviera hablando con desconocidos esa extraña lengua, la primera vez que vio a una persona blanca o cuánto se asustó el día que tuvo delante un coche. Pensó que se trataba de un burro con ruedas.
Para asistir a su primer curso contó con un pantalón que le había regalado su tía Mónica y, todavía hoy, sus hermanos le llaman mimado por ello. Un pantalón. Uno solo. Zapatos tuvo de adulto, así que caminaba los veinte kilómetros diarios que tenía que recorrer para ir al colegio, con sus pies descalzos, que ahora, y como consecuencia de ello, son anchos y tan duros como los de un paquidermo.
Pasó por varios centros educativos, instituciones franquistas como aquellas a las que asistió cualquier otro español. Rezaba, cantaba el Cara al sol y aprendía de memoria accidentes geográficos y poemas de un mundo lejano llamado España. Poco antes de que mi madre naciera, empezó a estudiar magisterio en la Escuela Superior, el mejor y más completo centro en el que podía estudiar un nativo en la colonia. Los vínculos que hizo en ese tiempo y las anécdotas están aún muy frescos.
Cuando vino a España, se instaló en Madrid. Vivía con amigos y familiares en el Paseo de Extremadura y aquello parecía una “Little Santa Isabel” (nombre con el que bautizaron los colonos a la actual capital de Guinea, Malabo), como los barrios de “minorías” que se convierten en mayorías en algunas zonas de las grandes urbes del mundo: “Little Ethiopia”, “Little Italy”, “China Town”… Sin embargo, por aquel entonces, Madrid distaba mucho de ser una gran urbe mundial, sembrada de “Little lo que fuera”. El gran éxodo rural, como consecuencia de la industrialización, estaba tomando forma, vaciando los campos a la velocidad del rayo y transformando las capitales de provincia en contenedores de humanos que buscaban trabajo y que, también, se agrupaban atendiendo a su origen. Así, las villas cercanas a Madrid, por ser más baratas, se convirtieron en el hogar de extremeños, andaluces, manchegos, castellanoleoneses y algún que otro ecuatoguineano, especialmente, en Móstoles o en Torrejón de Ardoz. Nacían así las ciudades dormitorios, donde se dormía, pero no se trabajaba.
¡Qué tiempos aquellos en los que, incluso, cabía la posibilidad de pluriemplearse! Aunque, para que esto no lleve a ningún equívoco, cabría decir que, en efecto, había trabajo, pero que estaba fatal remunerado, cosa que provocaba que un alto porcentaje de la población tuviera, al menos, un par de empleos para poder llegar a fin de mes.
Lo de irse de vacaciones sonaba a ciencia ficción, claro.
Mi madre, por su parte, cuidaba niños mientras no estaba en la universidad y, en su tiempo libre, estudiaba para poder mantener la beca que le permitía continuar con su carrera. El dinero que ganaba le llegaba para compartir piso y tomarse algo muy de vez en cuando.
Por eso le ofende mi estilo de vida consumista, que no es el mío sino el de casi todos, un estilo en el que “te tomas algo” a diario, en el que comer fuera de casa es rutina y no excepción, y en el que tenemos tantas camisas como días tiene la semana. Y más, ya lo sé, muchas más.
Pero antes las ausencias no se contemplaban como privaciones, puesto que la mayoría vivía así, de tal forma que la resignación venía de fábrica. Y, resignada, mi madre, Sofía, tuvo que dejar Madrid y trasladar su expediente para ir a Huesca a continuar sus estudios, porque perdió la beca.
Pasó frío y varios exámenes. No sé si con chuleta o sin ella, la verdad. Tres años después, con alguna asignatura pendiente, regresó a la facultad de siempre, a la del principio, a la de José, mi padre.
Y volvieron a encontrarse.
Ella no tenía ni un atisbo de duda de lo que sentía por mi padre, le gustaba y le parecía una excelente persona, ahora bien, lo que no tenía tan claro era que quisiera estar con él. Temía la reacción en el conservador seno familiar y, yendo más allá, de los habitantes del pequeño pueblo segoviano del que procedía.
—Hija, ha vuelto a llamarte José para preguntar cómo estás recuperándote de la operación. Tiene un acento rarísimo, ¿de dónde es?
—Es de Río Muni, en la Guinea española, madre. Es negro.
—¿Y qué haces tú hablando con un negro? ¿No te habrás echado un novio negro?
—¿Cómo va a ser mi novio? Es un compañero de la facultad. Nada más.
Tenía pánico a decirle a mi abuela que estaba con mi padre. Y, quizá, sea lo que más me ha sorprendido de esta historia, teniendo en cuenta que todos en el pueblo me hablan, siempre, de lo buena que fue con todo el mundo. Eso me hace pensar que estar con una persona de otra raza no es que estuviera mal en 1975, es que era un lío. Se daba una concatenación de miedos que impedía que todo el mundo actuara normal: mi madre temía a mi abuela, mi abuela al escándalo social en el pueblo y la gente de allí, a ser señalados por culpa de mi madre.
Y, a decir verdad, no iba muy desencaminada en este asunto.
Recuerdo que un día, en un receso de una grabación que yo estaba llevando a cabo en Panamá, conversando, salió que mi madre, al igual que el entrevistado, un vallisoletano, también era castellana, en su caso, de Segovia.
—¿Tu padre es maestro?
—¡Sí, lo es! ¿Cómo lo sabes? ¿Les conoces?
—¡Qué va! Es que llegó hasta Valladolid que una de Juarros —el nombre del pueblo de mi madre— se había casado con un negro.
Quise saber si aquello era una broma y me encontré con un rostro serio al otro lado.
—¿Para qué te iba a mentir?
En ese momento pensé en mi madre, que imaginaba que su noviazgo tendría consecuencias, pero jamás tan grandes ni, desde luego, tan lejanas.
Sea como fuere, auguraba un mini escándalo, razón por la cual mi abuela falleció de un infarto, sin saber que tenía un yerno negro.
Por su parte, mi abuelo, una persona que luchó en el bando nacional durante la Guerra Civil, con todo lo que eso conlleva, se enteró algunos años más tarde, y a la vez, le contaron que tendría también una nieta negra. Mató dos pájaros de un tiro “la Sofi” (así es como la conocen en Juarros). Con todo hecho, a mi abuelo Juan solo le quedó una vía para imponer su mermada autoridad: pedirle a mi madre que se casara.
Y se casaron por darle gusto, en una ceremonia civil, vestidos informales, con la única compañía de los dos testigos y varios meses después de que yo naciera.
El pobre Juanito no se había visto en una de esas jamás y repetía a mi madre al oído de forma machacona que le habían engañado y que “aquello ni era una boda, ni era nada”.
Al poco tiempo, mi padre y yo fuimos por vez primera al pueblo. Era 1981.
Había cola en la puerta para ponernos cara. Nadie había visto jamás a un negro. Y yo generaba todavía más expectación que mi padre. El desconocimiento de la gente y una imaginación a todas luces activísima hicieron que una persona le pidiera a mi madre que le mostrara mis piernas con el fin de cerciorarse de si, verdaderamente, era mitad blanca y mitad negra. Sí, como el yin y el yan, a dos colores. Y no, no me lo estoy inventando.
Mi madre dice que nunca tuvo miedo al racismo porque, como ella no lo es, daba por hecho que el resto tampoco lo sería. Admite, no obstante, que la edad le ha hecho ser algo más consciente de los peligros que existen. Es una persona peculiar, muy humana, muy de ver humanos y nada más. Estaba muy acostumbrada a ser distinta. En la facultad, en su promoción, el número de mujeres no llegaba a la decena.
Tampoco vestía como la mayoría, llevaba vestidos largos vaporosos y abrigos coloridos que yo he heredado. Se compró su coche enseguida para viajar, entrar y salir sin pedir permiso a nadie. Lo que se considera algo normal ahora no lo era tanto hace unos años… Le gustaba su independencia y estaba acostumbrada a ignorar lo que pudieran decir de ella.
Pensó que con nosotros sería igual. Y nuestra infancia, dice, se lo corroboró. Mi hermano, cuatro años menor, y yo éramos niños muy queridos en nuestro entorno. El hecho de ser negros, incluso, nos hizo recibir más atenciones.
Lo que no sabe mi madre es que, pese a ser conscientes de ese cariño, nosotros no queríamos recibir ni más ni menos atenciones, y que, a diferencia de ella, éramos niños. No podíamos ignorar lo que nos decían, cuánto nos miraban o nos señalaban con el dedo ni la maldita canción de los conguitos, que a casi todos los que son como nosotros nos han cantado. Queríamos ser igual que el resto en cuanto a trato, y estábamos solos. La experiencia de mi padre no era comparable. Él llegó con veinticinco años, era un adulto, creció rodeado de iguales y, si alguna vez le han dicho, como me han dicho a mí, que se vuelva a su país, ha respondido con la madurez de su edad y con la seguridad de haber nacido en una tierra a la que siempre podría regresar.
Mi madre, por su parte, es muy positiva, de esas personas que borran lo malo rápido. Claro que se ha sentido observada y hasta increpada por ir con nosotros, pero… jamás le ha dado mucha importancia. Ni el color ni la diferencia cultural han sido elementos que hayan perturbado la relación con su marido ni con los demás. Admite que ha tenido que cambiar cosas de su personalidad por estar en pareja, pero siempre que se refiere a mi padre lo hace calificándole como “por encima de todo, un hombre bueno”.
Sin embargo, crecer siendo negro o mestizo en un país muy blanco te obliga a interiorizar conceptos de mayores desde una edad prematura, a defenderte cuando aún quieres jugar. Evidentemente, mi experiencia no se puede ni se debe generalizar, pero es algo que, tras varias conversaciones, he comprobado que comparto con la mayor parte de mis amigas españolas negras. Puedes tardar más o menos en caer en la cuenta de que no eres percibido igual que el resto, hasta que un día te rompen, con un alfiler o a puñetazos, la burbuja de confort en la que vives, la del espacio en el que eres conocida y apreciada. Ese es el día en el que sales al mundo y dejas de ser “Lucía, café con leche”, “Lucía, nuestra negra” o, incluso, Lucía a secas, para ser una negra o una negra de mierda, según te miren. A eso hay que asociarle todas las connotaciones que una sociedad que racializa la nacionalidad, como es la española, tiene.
Con todo, hay algo que mi madre ha hecho y que yo he decidido revertir de mayor por justicia hacia ella: siempre nos dijo que éramos negros, nacidos en España, pero de Guinea Ecuatorial. Nos hizo sentirnos orgullosos de la parte de nuestro ser que sabía que sería más atacada. Hay que tener en cuenta que en los 80, no ser blanco era ser negro, de manera que cualquier autodesignación intermedia caía en saco roto. Después de nueve meses con cada uno en su interior, optó por invisibilizar de cara a nuestra construcción identitaria su herencia biológica y cultural. Pensó, según cuenta, que esa la asimilaríamos de forma natural solo por el hecho de vivir en España y que no haría falta incidir en una españolidad que, probablemente, nos negarían.
—Tú no puedes entrar en la discoteca por ser de color.
—Le voy a denunciar.
—¡Denuncia!
—Policía, no me han dejado entrar en ese local por ser negra.
—¿Tú sabes lo que es el derecho de admisión?
—¿Y usted sabe que no se puede discriminar por raza, sexo o religión?
—¡Dame tus papeles, listilla!
—Mis papeles no, mi DNI.
A mi lado, mi amiga María lloraba desconsolada por la rabia. Yo, en cambio, estaba tan tranquila, no me sorprendía. Eso les sorprende solo a las personas que no padecen racismo, incapaces de ver, desde su posición de privilegio, que hay un problema a menos que se lo pongan delante de la cara, como pasó aquella noche. A mi madre, podría pasarle lo mismo, lo que sucede es que este tipo de historias no siempre se las cuento, la protejo.
Creo que mi educación me ha servido para encajar episodios vitales habituales sin traumas, con la fortaleza que me dio que mi propia madre, mi parte blanca, me regalara, sin ser consciente de ello, las herramientas para que yo misma rompiera la burbuja de protección: confianza y formación.
Desde bien pequeña fui buena estudiante y he de reconocer que mis padres contribuyeron a ello. En casa era algo prioritario y eso no se tradujo en colegios privados, sino en un nivel de exigencia altísimo.
—Mamá he sacado un diez, quiero unas zapatillas.
—Esa es tu obligación. Ya tienes zapatillas, cuando se te rompan, te compraré otras.
Alguna vez claudicaban, pero si pedía deportivas buenas, me compraban la marca blanca. En lugar de Fila, Fera. Y a tirar.
Por otro lado, teníamos al profesor en casa, de modo que no entender algo no podía ser excusa para no hacer deberes.
En último lugar, había un factor determinante: mi madre era espía. Revisaba mi cuaderno a diario y tenía mil ojos. No sé cómo lo hacía, pero se enteraba de todo aunque tratara de ocultárselo. En el instituto me permití alguna licencia, tipo faltar a clase, pero compensaba cumpliendo en los exámenes. Vivía con el miedo, inoculado por ella, de que si no sacaba buena media, no podría estudiar periodismo, que era lo que había deseado desde pequeña, y eso, indudablemente, sería el fin del mundo.
A nadie le sorprenderá que diga que esta no es una sociedad cien por cien meritocrática, puesto que el nepotismo continua existiendo a todos los niveles. Sin embargo, mis padres siempre confiaron en la educación como arma y como escudo. Y creo que no se han equivocado. Llevo once años trabajando en televisión, antes de eso pasé por la radio y fui becaria en periódicos locales.
Uno de mis empleos, Españoles en el mundo, me permitió visitar muchos lugares del planeta, incluyendo Guinea Ecuatorial, pero me di cuenta de que pisar no es estar, de modo que dejé el programa y me fui a vivir allí. No obstante, antes de ir con el programa, hubo un viaje inicial en familia. El viaje.
Mis padres llevaban varios años enviando dinero a Guinea para hacer una casa, cuya construcción parecía estar demorándose más que la Sagrada Familia barcelonesa. Cuando, al fin, “acabó” (cada verano encuentran un fleco que cortar), entendieron que había llegado el momento y avisaron a mi tía y a mi prima para que se nos unieran en el viaje. Recuerdo que viví aquello como si se tratara de una película que yo rodaba con una cámara antigua, de esas que parece que ralentizan las imágenes. Me fijaba constantemente en los actores, en cómo interactuaban con la gente, con el ambiente, con ese clima de humedad que pesa toneladas o con esa tierra roja que llena de arañazos el bosque. Me gustaba verlos. Estábamos todos felices, aunque cada cual se tomaba la experiencia de un modo.
Mi madre abrazaba por vez primera a sus cuñadas, mi tía, a su suegra, mi prima a su abuela, mi hermano y yo nos convertimos en tíos de mucha gente y en abuelos de otros cuantos, asumiendo, repentinamente, una autoridad que en España, y a nuestra edad, jamás nos darían.
La familia para un fang (etnia y lengua de África Central y, en este caso, de Guinea Ecuatorial) es sagrada. En serio. Es algo inexplicable. Es casa, es fortaleza y foso con cocodrilos, es amistad, es apoyo, es ayuda, es soga que tira y ahorca, es exigencia, es indulgencia… Y solo lo entendí cuando fuimos ahí, pese a que por mi casa han pasado muchos familiares a visitarnos, comer o quedarse unos cuantos días o meses.
Lo cierto es que la falta de intimidad doméstica continuada a veces provocaba fricciones intramatrimoniales. Para alguien español, por mucho que España antes fuera otra (ese lugar en el que la gente no cerraba las puertas de su casa y donde conocíamos a todos los vecinos por nombre, apellido e historia), resultaba del todo inusual recibir visita sin previo aviso o admitir, sin cierta resistencia, estancias prolongadas.
Sin embargo, sucedieron varias cosas: mi madre se acostumbró y el ritmo de visitas descendió. Así mismo, ella fue conociendo cada vez más a los guineanos (asumiendo que en Guinea viven alrededor de un millón de personas y que, evidentemente, cada persona es diferente) y empezó a quitarse el miedo que le provocaba que la acusaran de racista, para ser más libre en sus relaciones, más espontánea, y disfrutarlas. De manera que, con este escenario, Picaresca y Honestidad siguieron su camino unidos, llevándose bien, como siempre, admirándose, como siempre, y complementándose, como siempre.
Ella no ha dejado de ser una tipa viva, inteligente, espabilada, y él, alguien bueno —cada vez más miope, eso sí— que continúa leyendo de forma incansable libros de temática diversa en el sofá del salón.
Ir a Guinea les provocó algo de nerviosismo inicial, pero no fue más que otra parada en el camino híbrido que ambos habían diseñado hacía ya algunas décadas. Todavía puedo ver a la segoviana diciendo lo mucho que Bata (segunda ciudad más importante del país) le recordaba a su pueblo, aunque con paisajes más verdes, mar y con un clima que le venía muy bien para la piel. No le llamó la atención convertirse en minoría o que un pangolín se comiera los cables de la luz y nos dejara a oscuras por unos días, porque era algo que recordaba sin haberlo vivido. Ella solo pensó una vez en el peso de sus actos y de sus palabras, cuando le dijo a su madre que no tenía un novio negro, pero se deshizo y se desdijo, de modo que en esta ocasión comentó lo de su pueblo, nos dejó boquiabiertos y se quedó tan pancha.
A día de hoy, Guinea es el lugar al que intentan ir una vez al año y en el que intercambian silencios con familiares que vienen de lejos únicamente para sentarse a su lado, saber que han vuelto desde España y que están bien.
Admiro a mis padres por haber hecho fácil lo difícil en tiempos malos, por educarnos como han podido sin saber lo que nos encontraríamos. Adoro a mi padre por su historia de abnegación y migración, por sus sacrificios, por su dedicación por ser un gran padre. Nunca se lo he dicho. Adoro a mi madre porque le echó coraje, pragmatismo y amor a la vida.
Nunca se lo he dicho, por eso lo hago ahora. Casi siempre he minusvalorado su trayectoria porque ella no fue descalza al colegio. He sido muy injusta. Mi madre pertenece al grupo de mujeres que, un buen día, decidieron plantarle cara a su tiempo y a su entorno por amor. Redibujaron sus vidas, sus categorías, su mundo… Hablaron en primera persona del plural cuando hacían referencia a los guineanos, por ejemplo, y ya fuera separadas, viudas o solteras, transmitieron a sus hijos su dimensión identitaria negra o/y africana.
Por eso, decidí hacer unas cuantas entrevistas a las mujeres cercanas, familiares, madres de amigas residentes en los “Little Malabo y Bata” del extrarradio de Madrid. Después, cambié sus nombres, alteré bastantes aspectos de su narración para que nadie sepa de quién hablo, incorporé anécdotas reales, de ellas y de otras y creé personajes basándome en las descripciones que me dieron en sus relatos.
Y así nació Las que se atrevieron. Adelante.