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La balada triste de Walter White

El espejo oscuro de Breaking Bad

Marta Peirano

Los lugares más calientes del infierno están reservados para aquellos que en tiempos de crisis moral mantienen su neutralidad.

― Dante Alighieri, Inferno

En los primeros minutos de Breaking Bad, hace cinco años y cinco temporadas, Walter White conducía su roulotte en calzoncillos por el desierto de Nuevo México con un hombre inconsciente en el asiento del copiloto y dos cadáveres derrapando con cada curva en la parte de atrás. Todos llevan máscaras de gas. Al salir graba un mensaje en vídeo para su familia en el que dice: Mi nombre es Walter Hartwell White. Vivo en el 308 de Negra Arroyo Lane, Alburquerque, Nuevo México 87104. A todas las autoridades: esto no es una admisión de culpabilidad. Este mensaje es para mi familia”.

Esta grabación es la gemela más inocente de la grabación que hace el mismo Walt cinco temporadas más tarde para inculpar a su cuñado, y uno de los muchos hilos que se pespuntan en los tres últimos episodios de la que probablemente sea una de las mejores series de la historia de la televisión. No será porque no nos avisaron. “Técnicamente –explica Walter a su clase en el piloto– la Química es la ciencia que estudia la materia. Pero yo la veo más bien como la ciencia del cambio”. Y, como se hartó de decir su creador Vincent Gilligan, Breaking Bad es la demostración práctica: un profesor de química cincuentón y apocado que trabaja en un instituto de secundaria durante la semana –y lava los coches de sus propios alumnos el fin de semana para llegar a fin de mes– que se convierte en el Don del cartel de Alburquerque tras descubrir que tiene cáncer de pulmón y que le quedan dos años de vida.

Todo tiene consecuencias

Pero elige a Heisenberg como alter ego, padre del principio de indeterminación, indicando que no podemos saber nunca nada de nadie, ni siquiera de nosotros mismos. Y, mientras parecía que nosotros juzgábamos a los protagonistas, en realidad la serie nos juzgaba a nosotros, los espectadores, preguntándonos cada semana: ¿hasta dónde tiene que llegar Walter White para convencernos de que es una mala persona?

Su protagonista cruza el punto de no retorno en el momento en el que decide cocinar uno de los compuestos más adictivos y destructivos del mundo, pero está en nuestra naturaleza identificarnos con aquellos que sufren injusticias y desgracias, y pensar que son intrínsecamente buenas personas (por eso decimos: porque soy buena persona, que si no…). Cuando Jane, la novia de Jesse, muere de sobredosis delante de Walter sin que él haga nada por ayudarla, el padre de la chica provoca un accidente de avión (es controlador aéreo) en el que mueren 167 pasajeros. El mensaje es evidente: por cada chico que viene a morir a su puerta, hay que multiplicar por 167. Pero, si un yonqui muere en el bosque y nadie lo ve, ¿ha muerto realmente?

Jane es su primera víctima inocente pero arrastra con ella a los 167 pasajeros del avión, una sombra que planea sobre toda la serie y que se materializa en el peluche tuerto que aterriza en la piscina de Walter junto con otros restos del fuselaje. Es a la vez mancha irreductible y dedo acusador, el albatros de Poe y la advertencia de Vincent Gilligan: todo tiene consecuencias. Nuestras distracciones también.

El espejo de nuestras simpatías

El ejercicio es especialmente interesante porque Walter White carece del carisma de Tony Soprano o del atractivo de Don Draper, su padre y hermano en la gran familia de la televisión contemporánea, y Breaking Bad tampoco llega arropada por el exquisito colorido vintage de la segunda ni por la herencia de un género cinematográfico. Walter White es un personaje completamente nuevo o más concretamente un antiguo, como el formidable Yago de Othello o el Raskolnikov de Crímen y Castigo, que distinguen entre “el rebaño cuya única misión es reproducir seres semejantes a ellos” y aquellos que “pasan si es preciso sobre montones de cadáveres y ríos de sangre” para conseguir lo que desean. Tanto Raskolnikov como nosotros admiramos a los segundos, y por eso no sólo seguimos a Walter en su descenso a la oscuridad sino que odiamos a su mujer, Skyler -la única que le ha echado en cara sus crímenes y le ha exigido que deje el negocio– y despreciamos a Hank, porque su obsesión por ponerle entre rejas nos parece un exceso de ego.

Nuestras simpatías están con Jesse Pinkman, un mequetrefe con un complejo de culpa que le tortura pero no lo bastante como para apartarlo del crimen y de nuestro amor con Mike, un matón sin entrañas con una carrera criminal espeluznante y el personaje más llorado de toda la serie. Al final, nos gusta Walter por la misma razón por la que él cocina metanfetamina: porque se le da bien. Porque le gusta. Porque le hace sentir vivo. ¿Quién es el monstruo ahora?

¿Queríamos que Walter pagara por sus crímenes o que se saliera con la suya? Los tres últimos episodios son la respuesta; Ozymandias, Granite State y Felina atan todos los cabos sueltos de manera tan extrañamente satisfactoria que pone a todo el mundo en su lugar pero, como sugiere maliciosamente la crítica televisiva Emily Nussbaum, sólo desde el punto de vista del propio Walter, que podría haber soñado un final de venganza heroica que nos redime a todos, mientras se muere dentro del coche cubierto de nieve.

Los guionistas, encabezados por el propio Vincent Gilligan, habían dicho en multitud de ocasiones que creen en el ajuste de cuentas kármico, y el principio del fin sugería exactamente eso: en Ozymandias, Walter lo pierde todo, incluyendo a su familia, su dinero y su libertad, por culpa de un matón menos inteligente pero también menos escrupuloso que él; aunque también recupera su alma: ofrece todo el dinero que tiene para salvar a Hank (y son 80 millones de dólares) y se autoinculpa por teléfono para salvar a su mujer, para acabar pagando diez mil dólares por una hora de póquer con un lacónico señor Lobo.

Pero Ozymandias es también el poema más famoso de Percy Bysshe Shelley, y Shelley no sólo habla de la insoportable levedad de los imperios sino también de su inevitable permanencia en el arte. Y Breaking Bad ha finiquitado la cuestión de si una producción sin lámparas de los 70 ni enanos bailando en un fondo de terciopelo rojo puede ser arte, desde el formidable piloto hasta el episodio final, llamado Fe Li Na = Hierro, Litio y Sodio = Sangre, Metanfetamina y Lágrimas.

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