La serie 'El cuento de la criada' es fascinante, feminista y aterradoramente plausible
Antes de que la tierra de las oportunidades se convierta en una república teocrática y feudal llamada Gilead, hubo manifestaciones. Pero, como explica el texto original de Margaret Atwood, “fueron más pequeñas de lo que cabría esperar”. “No nos despertamos cuando masacraron el Congreso. Tampoco cuando culparon a los terroristas y suspendieron la Constitución”, dice la narradora de la nueva serie, protagonizada por Elisabeth Moss. Como en Children of men, la ola de infertilidad causada por la contaminación atmosférica parece uno de los desencadenantes.
Para cualquiera habitante de una democracia post-11S, la cadena de acontecimientos le producirá una sensación incómoda. A un atentado le sigue el estado de emergencia, después se exige la identificación de los ciudadanos mediante un documento de identidad. Pronto se empiezan a reorganizar los recursos y a enterrar los derechos civiles. La narradora especulará más adelante si el golpe de estado fue especialmente fácil porque el dinero electrónico era el único dinero en circulación.
Cuesta creer que Margaret Atwood escribiera El cuento de la criada a principios de los 80. Se entiende mejor sabiendo que vivía en Berlín oeste y que era 1984. Ahí están George Orwell y los últimos estertores del bloque comunista, desde los disidentes tratando de cruzar la frontera perseguidos por perros y metralletas al supermercado de racionamiento, donde hay un producto de cada clase, marcado con etiquetas descriptivas y anodinas. También el desastre radiactivo, encajado entre el accidente nuclear de Three Mile Island en el 79 y Chernobyl, en el 86.
Y, sin embargo, esta aterradora fantasía distópica no parece el recuerdo de un pasado traumático, sino el presagio de un futuro cercano e inminente. “En determinadas circunstancias puede pasar cualquier cosa en cualquier lugar”, dice la autora en el prólogo de la última reedición. Más cuando 60 millones de personas votan al candidato que ha dicho en campaña que las mujeres que abortan deberían ser castigadas por ley.
Sobre el utilitarismo como medida de todas las cosas
En la República de Gilead hay varias castas de mujeres. Las doncellas del cuento (maltraducido como “criadas”) son mujeres fértiles que han sido detenidas y reacondicionadas para dar servicio a la élite como vientres intermediarios. Tras una formación son enviadas a casas de los altos cargos de la República donde son violadas en una lúgubre ceremonia mensual que subraya su condición de vasija. Cada dos años cambian de casa, y tienen un máximo de tres oportunidades. Si después de tres casas no han producido ningún hijo, son ejecutadas o enviadas a las colonias a limpiar residuos hasta que mueren carcomidas por la radiación. Van vestidas de color escarlata y salen siempre de dos en dos.
Después están las esposas, que visten de azul y reinan en lo doméstico, donde se ocupan de cuidar a su marido, tomar el té con otras esposas y de criar a los hijos de las doncellas, a las que sujetan durante el ritual. Las “tías” van de marrón y son la parte de la milicia que somete, entrena, vigila y castiga a las doncellas. También las hacen participar el rezos, ceremonias y ejecuciones colectivas (como la violación de las doncellas, los crímenes ritualizados ya no son crímenes sino tradición). La de verde son Marthas que cocinan y se ocupan de la casa. Las hijas van de blanco. Las mujeres que no “sirven” para ninguno de estos cometidos son enviadas a las colonias.
Hay una sexta categoría llamada Jezabel. Por su nombre la conoceréis, pero mas adelante. De cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad.
Los altos cargos o comandantes pueden tener una esposa, una doncella y una Martha. La doncella que relata su cuento se llama Defred porque el comandante al que ha sido asignada se llama Fred. Su familia es poderosa y sabemos que vive en Cambridge, Massachusetts por la Catedral de San Pablo que sobrevive al nuevo régimen. El fundador de la iglesia católica es una de las referencias intelectuales del nuevo orden. “Si una mujer no cubre su cabeza, habría que raparle el pelo; y si es una desgracia para ella que le rapen el pelo, debería haber cubierto su cabeza”. EEUU está dividido. Como es natural siendo Atwood la autora, la salvación es cruzar la frontera con Canadá.
Hay espías -“ojos”- por todas partes pero nadie sabe quiénes son. “Nos hacen sospechar unas de otras”, dice la compañera de Defred. La culpa es la sustancia que separa a las mujeres. El odio hacia ellas, la que une a todos los demás.
En el Centro aprenden a convertir la natural resistencia al abuso en una natural sumisión. “Ahora mismo esto no os parece lo normal, pero dentro de un tiempo lo será”, les explica la tía Lidia cuando llegan a la escuela . “Todo lo que tienes que hacer -se dice Defred- es mantener la boca cerrada y parecer estúpida. No puede ser tan difícil”. Las dos tienen razón: el ser humano es adicto a la rutina. Después de un tiempo callando y bajando la cabeza, la sumisión se convierte en tu estado natural.
Mujer contra mujer: las facilitadoras
Como The young pope, la serie empatiza estéticamente con el estado represivo que retrata. Como el bello espectáculo macabro de El jardín de los suplicios, Gilead ofrece un escenario goloso para los sentidos, un mundo de grandes espacios abiertos, con sus bellos hábitos sacados de pinturas flamencas, sus rituales líricos y grotescos a la vez. Los fascistas siempre tienen los mejores uniformes. Nuestra sensibilidad se alía fácilmente con la belleza y el orden de los objetos. También en el pacto entre mujeres donde espera otra trampa: la empatía.
En la novela, Defred compara a su captora con la esposa de un guardia de un campo de concentración nazi que vio en un documental. Para ella su marido no es un monstruo. “Probablemente silbaba en la ducha o adoraba a su perro o le gustaban las trufas -reflexiona. - Qué fácil es inventarle una humanidad a alguien, a cualquiera. Qué tentación más habitual”. Defred empatiza con la esposa porque esa empatía hace más llevadera su esclavitud. La esposa, mientras tanto, se esfuerza para no empatizar con Defred para hacer más llevadera su complicidad con el régimen que la oprime a ambas.
La verdadera inspiración para el personaje de Serena Joy no fue una esposa nazi sino algo peor: Phyllis Schlafly, la congresista que se opuso a la primera Ley de igualdad estadounidense porque “le robaría a las mujeres el maravilloso derecho de ser esposa y madre a tiempo completo en su casa a cuenta de su marido”, como cuenta Susan Faludi en su clásico Reacción. La guerra no declarada contra la mujer, de 1991.
Las esposas azules son víctimas que no tienen conciencia de clase y que funcionan como facilitadoras de su propia prisión. Los crimenes que retrata la serie no son distantes ni antiguos, los errores que reconoce tampoco. “Han conseguido que las víctimas estén de su lado, trabajando en contra de sus propios intereses”. Esta ya no es una cita de Margaret Atwood ni de los 80, sino de una entrevista de hace tres días a Rosa María Calaf.