El valle inquietante de los robots, o por qué a veces nos parecen terroríficos
Los robots ya no solo se dedican a construir coches o al embalaje de cajas. Han abandonado el terreno meramente industrial para adentrarse en campos que, hasta no hace demasiado, eran exclusivos de los humanos. Ya son capaces de pintar cuadros, de escribir libros y, en definitiva, de parecer cada vez menos un amasijo de cables limitado a tareas repetitivas. Y no solo por dentro, también por fuera: algunos son tan realistas que hacen soñar con un futuro lleno de replicantes a lo Blade Runner. ¿El problema? Que son aterradores.
Esta sensación de miedo ya fue explicada por Masahiro Mori en 1970 en lo que él mismo describe como “el valle inquietante”. A grandes rasgos, viene a decir que la afinidad de las personas con los robots va creciendo a medida que estos parecen cada vez más reales. Sin embargo, cuando llegan a cierto nivel de semejanza, la respuesta emocional positiva se convierte en negativa. Pasan de ser adorables autómatas a sobrecogedoras réplicas de seres vivos que en realidad no lo están. Cuando esto ocurre, se entraría en ese “valle” descrito por el investigador nipón.
La teoría se resume con una gráfica dividida en dos ejes: el horizontal, que representa el grado de familiaridad o empatía con la máquina; y el vertical, que indica el nivel de parecido con un humano. Las curvas que la cruzan varían si el robot se encuentra estático o en movimiento, ya que, según Mori, la animación tiene un factor aumentativo: incrementan la familiaridad, pero también la incomodidad cuando entran en este “valle inexplicable”.
“El problema de la artificialidad es que hay un cierto síndrome de Frankestein, que de manera natural nos hace reaccionar de forma incómoda ante ciertos sistemas”, explica a eldiario.es Carlos González Tardón, doctor en psicología y profesor del U-Tad, un Centro Universitario de Tecnología y Arte Digital. Es lo que, por ejemplo, sucede con las creaciones de la empresa Boston Dynamics. Cada vez que muestran un nuevo robot, este automáticamente es catalogado con un adjetivo: terrorífico.
Precisamente por ello, la compañía ha trabajado para que sus productos parezcan menos espeluznantes. Pero para algunos siguen siéndolos, y una de sus últimas muestras, la del robot Atlas dando un salto mortal hacia atrás, tampoco ha quedado exenta del mismo calificativo que sus anteriores compañeros. “Quizá el hecho de que ”no tengan sentimientos“ es lo que en gran medida puede hacernos tomar distancia y no tener la más mínima empatía”, explica Miguel García Saiz, profesor de psicología social en la Universidad Complutense de Madrid.
Entonces, ¿qué entra exactamente dentro del valle inquietante? Como recogen en Jot Down, puede ser desde una mano protésica hasta cortos de animación como Tin Toy de Pixar. Aparece cuando se intenta utilizar lo digital para representar una forma de vida que, sin embargo, acaba resultando artificial.
Pero no sucede siempre. A veces, los propios diseñadores se alejan conscientemente del realismo de películas como Final Fantasy: La fuerza interior y adoptan un estilo más desenfadado, propio de obras como Los Increíbles. González explica que en el primer modelo “intentan crear un realismo perceptivo basando en la perfección”, mientras que en el segundo “todo es irreal y lo que nos hace empatizar con la familia es el problema emocional de fondo”.
Del terror al amor, o por qué la hipótesis no encaja
Aunque la teoría de Mori intenta explicar las implicaciones psicológicas de la interacción con robots creados a imagen y semejanza de los humanos, esta no termina de aportar suficientes evidencias científicas. “Todo es un planteamiento teórico o, como mucho, posibles hipótesis a comprobar”, sostiene García. Continúa diciendo que “hay muchas variables implicadas que pueden hacer que reaccionemos de una manera u otra ante estos robots tan humanos”.
Como apunta González, una de esas variables podría ser, entre muchas otras, la de la edad: “Cada generación se cría con unas tecnologías que son ajenas para la anterior y las naturaliza”. De hecho, en la actualidad ya existen muestras de un mercado que algunos informes consideran incipiente: el del sexo con robots. “Aunque a mucha gente le genere aparente rechazo, otra mucha parece consumir los cada vez más ”humanos“ muñecos/as sexuales”.
Lejos quedaron aquellos androides que, como en Terminator, adquieren vida propia para acabar con el mundo. Ahora existen largometrajes como Her o Ex Machina, que abordan temáticas relacionadas con los derechos sociales de las máquinas o incluso con la posibilidad de iniciar una relación amorosa entre ambos. De esta manera, la gráfica del valle inquietante, de existir, estaría en constante cambio por una simple razón: la empatía con los androides está sujeta a variaciones.
¿Cómo se desplazará esa curva? Para conocerlo, habrá que esperar: “estamos más acostumbrados a interactuar con lo virtual en muchos ámbitos de la vida, pero también mucho más preocupados de que nos sustituyan”, indica el docente del U-Tad. Por ello, también considera que “hasta que no se resuelva y se vea la nueva realidad no sabremos cuál va a ser nuestra reacción”.
En la misma línea se sitúa Miguel García, quien opina que “todo esto está por estudiar con mayor profundidad”. El psicólogo argumenta que aún no hemos llegado al grado de perfección visto en algunas películas, en la que los robots son indistinguibles de los humanos y, por lo tanto, objeto de las mismas atracciones o rechazos que una persona real. No obstante, si se llegara a ese supuesto momento de similitud total, “la categoría 'robot' podría acabar convirtiéndose en una nueva categoría humana”, susceptible de ser amada o discriminada. “O quizá, esto sea sólo una pura ficción que no lleguemos nunca a ver”, matiza el profesor.