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Contra el inmovilismo en las políticas de movilidad urbana

Joan Olmos

Valencia —

Tanto en las políticas públicas que gestionan el transporte interurbano, como en la movilidad urbana, existe un claro favoritismo de las inversiones públicas hacia los desplazamientos en medios automóviles –léase camiones y coches– tanto para mover mercancías como para el desplazamiento de personas. Y por supuesto, ambas tienen en común los efectos que provocan. Por señalar los dos más graves, las víctimas de la violencia viaria (¿por qué seguir llamando en muchos casos ‘accidentes’ de tráfico?) y los efectos sobre la salud del planeta. Las emisiones ocasionadas por el transporte superan a las de la industria y a las de usos residenciales, según informes recientes, siendo en España ligeramente superiores a la media europea.

Aquí analizaremos la situación en nuestras ciudades. Lo que ocurre en el País Valenciano, un país de ciudades, responde a un modelo general, si bien las condiciones topográficas y climáticas nos sitúan en una más que favorable posición para abordar soluciones más sostenibles.

La ciudad a pie

Hasta la irrupción del automóvil, las ciudades se movían a pie, un período de unos 10.000 años en los que conocimos auge y declive de civilizaciones, esplendor y crisis de ciudades globales y aldeas locales, que están en el imaginario cultural de nuestra especie. Hoy, caminar sigue siendo el modo mayoritario para movernos por la ciudad, por mucho que parezca que todo el mundo va sobre ruedas aunque los viandantes han estado marginados, cuando no claramente ignorados, por los proyectos que han ido adaptando progresivamente la ciudad a loscoches.

El automóvil supuso, desde su aparición, algo más que una revolución en la manera de desplazarse. Modificó las costumbres y cambió radicalmente la forma y el funcionamiento de las ciudades. Sobre todo en la calle: de ser un sitio multifuncional y público –encuentro, paseo, fiesta, mercado, manifestación– pasó a ser el espacio de la circulación motorizada y el aparcamiento. Los sectores sociales más vulnerables han perdido en gran medida su autonomía de movimiento en la ciudad, dependen de los demás para trasladarse o se han resignado a permanecer ‘inmovilizados’ en suscasas.

Además, los cambios sociales, culturales y económicos de las últimas décadas (rotación y movilidad laboral, aparición de nuevas formas de distribución comercial, etc.) han cambiado las pautas de los desplazamientos. Por otra parte, no parece que las nuevas tecnologías de la comunicación impliquen una reducción sensible de los viajes. En cambio, es obvio que la zonificación (separación espacial de las funciones urbanas básicas, como trabajo, vivienda, estudio) y la consiguiente ampliación de las distancias ha ido aumentando la dependencia delautomóvil ante la crisis del transporte colectivo.

La mayoría de las ciudades adoptó una estrategia de acomodación al automóvil, lo que exigió una amplia y progresiva operación de cirugía urbana dirigida a aumentar la capacidad del viario con el objetivo de favorecer tanto el flujo de vehículos como el aparcamiento. Al mismo tiempo, las que disponían de un sistema de transporte colectivo –tranvías o autobuses– vieron cómo se desmantelaba intencionadamente. Por el contrario, muy pocas ciudades –Estocolmo entre ellas– optaron por medidas de contención, y las que actuaron en esa línea lo hicieron combinando proyectos para potenciar el transporte colectivo con la planificación urbana dirigida a favorecer el crecimiento ligado a aquel.

A pesar de que la ciudad europea mantiene muchas de sus virtudes frente al modelo norteamericano, derivadas básicamente de la compacidad, conviene recordar que la dispersión también se ha instalado en el Viejo Continente, en donde dos terceras partes de los habitantes urbanos europeos residen fuera de las áreascentrales.

Magnificar las ventajas, ocultar los costes

“A nivel social, la paradoja determinante del problema de los transportes consiste en que se sobrevalora la movilidad y se infravaloran sus verdaderos costes” (Marcia D. Lowe). El desconocimiento de este principio es el que nos ha llevado a generar toda una serie de tópicos y falsedades interesadas sobre lamovilidad.

Ya en 1991, en una de las escasas investigaciones oficiales para una ciudad sin coches, por encargo del entonces comisario de la UE Ripa di Meana, se concluía que “el predominio del coche no está basado en las leyes inexorables del mercado, sino en su violación, al no tener en cuenta, en un balance ecológico correcto, las externalidades negativas...”.

Resulta fácil de entender cómo esas externalidades repercuten en la totalidad de los habitantes de la ciudad, como Donald Appleyard señala acertadamente pues “el tráfico domina el espacio de la calle, penetra en las viviendas, disuade las relaciones de vecindad, impide el juego callejero, interfiere la intimidad de los hogares, extiende el polvo, los humos, el ruido y la suciedad, obliga a rígidos controles del comportamiento de los niños, ahuyenta a los viejos y mata o hiere cada año a un buen número de ciudadanos”.

Internalizar los costes, por tanto, significa repercutirlos en aquellos usuarios que los generan, lo que supondría, por un lado, encarecer el uso de los modos más agresivos y, por otro, acabar con el descarado mejor trato que les dispensan los poderes públicos, como ya hemos señalado, tanto en la construcción y la gestión de las infraestructuras, como en los privilegios fiscales o las ayudas públicas directas. Sin duda (véase el caso del peaje en Londres cuya recaudación se destina a lamejora del transporte público), esa nueva política llevaría a los usuarios del automóvil a cambiar progresivamente los hábitos de sus viajes.

Al ignorar estos costes, no resulta extraño que, a los argumentos falaces sobre la libertad de circulación (recordemos la creación del Partido de los Automovilistas en Suiza) se añadan otros igualmente falsos de carácter fiscal: la mayoría de los usuarios ignora que los impuestos sobre el automóvil, incluidos los que recaen sobre los carburantes, no cubren siquiera los costes directos ocasionados por este, por no hablar de la nula cobertura de los costes indirectos. ¿Y qué decir de ese supuesto jurídico según el cual la adquisición de un vehículo lleva aparejado el derecho a usar la calle de forma gratuita para aparcar?

A favor del espacio público

Las calles, las plazas, los parques y jardines, o en algunos casos los elementos singulares como las playas o las riberas urbanas de un río, constituyen la estructura básica de la ciudad y son, tradicionalmente, el lugar de mayor actividad social. Albergan a la vez funciones de estancia y de tránsito, en proporciones diferentes. En las plazas, por ejemplo, las actividades estanciales priman sobre las de paso. Todos estos espacios tienen carácter público, es decir de libre acceso para la ciudadanía y permiten el encuentro, las relaciones sociales y las diferentes actividades propias de este tipo de lugares. Existen otros espacios –deportivos, centros comerciales– que se consideran colectivos, pero que no tienen la consideración de espacios públicos, pues en ellos, como señala Josep Ramoneda, se paga algún tipo de peaje ideológico, de discriminación soeconómica.

La crisis del espacio público, siguiendo al citado autor, tiene que ver con el fenómeno de la despoblación de los centros y la huida hacia las periferias ha llevado a su devaluación. El gran conspirador contra el espacio público es el miedo. Ya sabemos cuánto daño pueden hacer las leyes restrictivas para evitar que esos espacios constituyan el escenario natural de la protesta o la manifestación. Pero, sin duda, la motorización sigue siendo el principal obstáculo para reequilibrar el uso de calles y plazas

Cambiar el modelo, modificar el diseño, cambiar el lenguaje…

Instituciones públicas europeas y otras organizaciones no gubernamentales han alcanzado ya un amplio consenso sobre la necesidad de abordar un cambio de modelo que, a todas luces, ya no se sostiene ni desde el punto de vista social ni ambiental ni económico. El nuevo paradigma de la sostenibilidad urbana incide en la necesidad de abordar urgentemente la reconversión del modelo demovilidad.

El objetivo principal de todo plan para una movilidad más sostenible consiste -y puede parecer una obviedad- en reducir las necesidades de desplazamientos, sobre todo las obligatorias, como las que se originan por el trabajo– y ello se consigue religando los usos del suelo con los modos de transporte menos agresivos. Repensar la ciudad priorizando la escala del caminar significa reequipar barrios, evitar la dispersión o, si se prefiere, generar proximidad en lugar de alejar a las personas de los usos urbanos, lo cual les liga al automóvil, sea individual ocolectivo. En segundo lugar, democratizar la movilidad obligada supone combinar inteligentemente los diferentes modos de que disponemos, de tal manera que, por citar un ejemplo, la bicicleta y el transporte colectivo no sean incompatibles para un mismousuario.

Otro lenguaje habrá que emplear también para ajustar los vocablos a una realidad menos sesgada. Dividir los modos de desplazamiento entre motorizados y no motorizados confiere a éstos últimos una identidad en negativo. “Se cierra una calle al tráfico” debería cambiarse por “se recupera la calle para los ciudadanos”. “En Valencia se circula muy bien”, lo cual es cierto, oculta el hecho de que los viandantes y los ciclistas lo pasan muy mal. Denominar modos alternativos a la bicicleta o al transporte colectivo mantiene para el automóvil la primacía de la que goza en el tratamiento de los planes técnicos. Utilizar denominaciones equívocas para el viario urbano que se destina al uso intensivo de las máquinas –es el caso de bulevar, gran vía–colabora a la perversión del lenguaje y a enmascarar la realidad.

Conviene recordar las medidas que diversas ciudades utilizan para ir mejorando la calidad del medio urbano. En menor o mayor grado, apuestan por el calmado del tráfico, es decir, reduciendo la velocidad y el número de vehículos que circulan por las calles. Lo que da pie al establecimiento de itinerarios peatonales y ciclistas atractivos, seguros y con preferencia en los cruces, la mejora del transporte colectivo, la regulación y la tasación del aparcamiento y la aplicación de la logística urbana para racionalizar el reparto de mercancías en la ciudad.

Se entiende, por tanto, que actuar en esa nueva dirección lleva inevitablemente a modificar el diseño de buena parte del espacio público porque ha servido a otros fines completamente antagónicos. Recordemos(dando por sentado que todos respiramos el mismo aire envenenado de la ciudad) que el omnipresente bordillo que imponen las aceras o los injustos repartos de tiempos que provocan los semáforos constituyen un obstáculo mayor para las personasque caminan con dificultad. Así que los nuevos proyectos se aprovechan para erradicar esos obstáculos dotando a la ciudad de aquellos elementos básicos que fueron arramblados por la ‘modernidad’, como son el arbolado, las fuentes, los bancos o las zonas dejuego.

El camino a la racionalidad: buenas prácticas

Cuando hablamos de buenas prácticas en materia de movilidad y espacio público, citamos casos en que se han adoptado medidas concretas en alguna parte de la ciudad, como son la recuperación de una plaza, el rediseño de una calle, la adopción de nuevos modos de gestión intermodal, la mejora ecológica del transporte colectivo o el calmado del tráfico en centros históricos.

San Sebastián, Vitoria, Oviedo, Pamplona o Montpellier, por citar casos próximos, son una muestra de lo dicho. Copenhague es una referencia preferida por algunos gobernantes, ciudad que, por cierto, creó la primera calle peatonal. Aquí, Jan Gehl ha desarrollado un interesante catálogo de experiencias teóricas y prácticas en proyectos de recuperación del espaciopúblico.

Muchas otras calles se convirtieron después en peatonales, aunque no siempre supusieron la conquista de los colectivos sociales más desprotegidos de la ciudad, los niños, la gente mayor, las personas con alguna limitación para la movilidad. Así lo reconocieron algunos de los planificadores alemanes años después, afirmando que el único beneficiario de esas operaciones había sido elcomercio.

Al otro lado del Atlántico, Curitiba representó en su momento un interesante ejemplo de prácticas a tener en cuenta –no solo en cuestiones de movilidad– diseñando una eficaz red de autobuses para disuadir del uso delcoche.

Pero, por sorprendente que parezca, el ejemplo de la ciudad de Los Ángeles puede darnos algunas pistas para la vieja Europa aportando soluciones más rápidas y eficaces. La gran metrópoli californiana se ha presentado siempre como el modelo antiecológico por antonomasia del urbanismo norteamericano por su gran dispersión, que la lleva a vivir colgada del automóvil. Los datos de movilidad motorizada de su área metropolitana, como ocurre en otras megalópolis del planeta, son estratosféricos. El arquitecto Jacobo Armero explicaba en un reciente artículo algunas de las buenas prácticas que está poniendo en marcha esta ciudad, tanto en materia de transporte como –y aquí la interesante novedad– favoreciendo la vida local en susbarrios.

También parece que algunas grandes firmas automovilísticas están intentando ‘reverdecer’ sus mensajes, sin que eso suponga, obviamente, un interés desmesurado por las políticas medioambientales. El reciente escándalo de Volkswagen es un ejemplo de cómo se puede estafar a los compradores, que, por otra parte, no parece que hagan mucho caso de las prescripciones ecológicas a la hora de elegir un nuevo modelo. Pero algunos anuncios pueden sorprender por su ruptura con la tradición, a veces grosera, en la que abunda la utilización de la figura de la mujer como reclamo. Preste atención el lector al anuncio de BMW (solo son 45 segundos) o a las recientes declaraciones del presidente de Ford, en las que, al mismo tiempo que vaticina un decrecimiento de la propiedad como tenencia mayoritaria del coche en la ciudad, sigue manteniendo el espejismo de la fe ciega en la tecnología para solucionar los problemas en las ciudades.

Barrios sin coches, ciudades sin coches

Si exceptuamos el caso siempre citado de la ciudad de Venecia (a fortiori, sin coches, aunque habría que preguntar a sus vecinos cómo soportan el tráfico acuático) o de algunas experiencias muy localizadas de barrios sin coches, no podemos citar un solo caso que haya ensayado hasta el momento una estrategia global para alcanzar el objetivo, nada utópico, de la ciudad sin coches. Algunas ciudades –Hamburgo y Oslo entre ellas–, no obstante, ya han anunciado que en un plazo no muy lejano erradicarán el 100% de loscoches.

La realidad es que las ciudades van caminando a paso muy lento hacia la racionalidad, que no significa otra cosa que reducir drásticamente los costes apuntados, evitando al mismo tiempo las desigualdades sociales que lastran el derecho a la ciudad. Teniendo en cuenta la urgencia de la lucha contra calentamiento global, resulta irritante contemplar la parsimonia que aplican las políticas públicas en este área.

El caso de Valencia: también en esto somos una ‘singularidad’

Las tímidas medidas que el Ayuntamiento de Valencia ha puesto en marcha recientemente representan una novedad. En los últimos años solo las Fallas nos han permitido adivinar durante unos pocos días la ciudad sin coches. Ahora, un domingo al mes, la plaza comunal se llena de gente y de actividad, y al tiempo se ha iniciado un proceso de reducción del tráfico de paso en un espacio único en la ciudad, el entorno de la Lonja de la Seda, patrimonio UNESCO, que reúne otras dos edificios importantes, el Mercado Central y la iglesia de los Santos Juanes en un marco urbano pleno de historia, de intensa actividad social y comercial.

Resulta sorprendente que una ciudad que se hermanó en los ochenta con Bolonia, apenas haya tomado nota en las últimas cuatro décadas de los avances que llevó a cabo la ciudad italiana en aquella época, con su famoso plan, que fue un modelo para la recuperación de la ciudad histórica, y en la que uno de sus pilares fue precisamente la drástica limitación del tráfico en su interior.

No es arriesgado afirmar por todo ello que la capital del País Valenciano constituye en la historia reciente una excepción negativa en nuestro entorno geográfico. El retraso injustificable que acumula a la hora de poner remedio a esta situación nos lleva a preguntarnos por qué no se actuó antes. También a reflexionar, desde el ámbito social, por qué hemos asumido con tanta pasividad una realidad tan agresiva. Sobre todo en la medida en que ahora la gente va descubriendo poco a poco cómo puede ser de atractiva y amable nuestra ciudad.

Llegados a este punto, habrá que ver qué van a hacer los nuevos ayuntamientos del cambio para iniciar la reconquista del espacio público, odicho de otro modo, qué excusas pueden poner para no actuar con contundencia. En sus manos están las herramientas más potentes para un crear un nuevo ambiente urbano, contribuyendo a minorar los efectos del cambio climático, a mejorar la calidad del aire en las ciudades y, por tanto, la salud de sus habitantes, erradicando la siniestralidad viaria, permitiendo a los grupos más vulnerables disfrutar de la ciudad, estimular actividades lúdicas y festivas, permitir el paseo, proteger el comercio de proximidad y convertir el caminar en una actividad placentera.

*Joan Olmos es Doctor. Ingeniero de Caminos y profesor titular de universidad. Actualmente jubilado, es el Coordinador de la Mesa de la Movilidad del Ayuntamiento de Valencia, un foro para el debate de la política municipal

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