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Ser o no ser del plurilingüismo valenciano

Adolf Beltran

El nuevo modelo de plurilingüismo que impulsa el conseller Vicent Marzà ha desencadenado en la derecha las mismas reacciones enfáticas que habría levantado cualquier otra decisión que no fuera aceptar el degradado sistema heredado de la época del PP.

La líder de los populares, Isabel Bonig, ha clamado contra el “chantaje” que en su opinión supone hacer equivaler los conocimientos de inglés a los de valenciano en los tres nuevos niveles (básico I y II, intermedio I y II, y avanzado I y II) con los que se equipara el sistema de aprendizaje al Marco Europeo Común de Referencia para las Lenguas. Bonig ha anunciado que llevará el decreto a los tribunales y que derogará el modelo si llega al poder.

También Ciudadanos se ha opuesto radicalmente al modelo porque, según cree, supone “un sistema de inmersión lingüística camuflado”. Su portavoz en las Corts, Alexis Marí, una persona razonable por lo demás en muchos otros temas, no solo se ha alineado con el PP en este asunto sino que ha llegado a asegurar en sede parlamentaria que prefiere “un buen guardia civil a otro que hable valenciano”, con una insensibilidad escalofriante ante ese rosario de incidentes tercermundistas protagonizados por agentes que se permiten, no solo desatender a ciudadanos que se dirigen a ellos en una lengua oficial, sino que llegan a ficharlos y a denunciarlos como en los peores tiempos del franquismo.

Dice Bonig que la nueva política de plurilingüismo supone “una imposición” porque “habrá dos líneas en las escuelas: una de calidad en inglés y valenciano y otra de menos calidad en castellano e inglés”. La argumentación subyacente es clara. Como dejó dicho Carolina Punset cuando era la líder valenciana de Ciudadanos, el español (“que algunos se empeñan en llamar castellano”, apuntó) es “una apuesta de futuro”, mientras que “abandonar lenguas universales para recuperar una minoritaria puede ser muy emotivo, pero es poco útil para encontrar empleo”. Dicotomías excluyentes en lugar de razones.

En realidad, el problema no es de imposición, ni de utilidad, sino de estatus. La apuesta de Marzà -que es profesor de inglés-, al vincular los conocimientos de idiomas en la enseñanza obligatoria con los certificados oficiales existentes, implica tomarse en serio lo que dice la ley y sobre todo favorecer en la práctica la eficacia del sistema educativo que tiene la obligación de administrar.

El deplorable panorama de esa mayoría de estudiantes que acaban su escolarización sin saber inglés y sin saber valenciano, pese a que en teoría han cursado una secuencia de materias establecidas para conseguirlo y, más grave todavía, el hecho de que los títulos obtenidos en la Junta Qualificadora de Coneixements del Valencià no garanticen, de facto, capacidades comunicativas exigibles convencionalmente a otras enseñanzas de idiomas son fruto de una anomalía que no se puede prolongar. Y los centros educativos parecen haberlo entendido al elegir mayoritariamente, en ejercicio de su autonomía, implantar el nivel avanzado en sus programas.

No deja muy claro Bonig si lo que defiende es que el nivel de exigencia del valenciano sea inferior al del inglés (es decir, que para aprobar un curso no tengas que aprobar una de las materias del curriculo como sí que ocurre con las otras) o que no se vincule la certificación de este idioma (algo que los sucesivos gobiernos del PP, por cierto, nunca se plantearon) al nivel equivalente de valenciano.

La verdad es que no hay incompatibilidad alguna entre aprender valenciano e inglés, como no la hay entre aprender matemáticas y latín. No es más útil el inglés que el valenciano, ni perjudica en nada conocer un idioma más. Ocurre que dar ese tratamiento a la lengua propia del país, que es lengua oficial junto al castellano, amenaza el estatus lingüístico tradicional, ya sea en la modalidad de bilingüismo diglósico, que relega el valenciano a un papel testimonial, o en la variante de ese monolingüismo dominante español siempre acomplejado en referencia al inglés.

Ha reiterado Noam Chomsky que lo habitual en el mundo es la convivencia de dos o más lenguas y que las sociedades monolingües lo son a costa del “asesinato” de otras lenguas. La sensibilidad contemporánea es la de Marzà y su multilingüismo de doble orientación: hacia el exterior con el inglés y otros idiomas y hacia el interior con el castellano y el valenciano, que los funcionarios deben conocer para garantizar el derecho de cada ciudadano a usar su propia lengua.

“La Generalitat garantizará el uso normal y oficial de las dos lenguas, y adoptará las medidas necesarias para segurar su conocimiento”, proclama el Estatut d'Autonomia. “La Administración adoptará cuantas medidas sean precisas para impedir la discriminación de ciudadanos o actividades por el hecho de emplear cualesquiera de las dos lenguas oficiales, así como para garantizar el uso normal, la promoción y el conocimiento del valenciano”, reza la Llei d'Ús i Ensenyament del Valencià. En ese marco, muy alejado del histórico paradigma nacionalista de “un Estado, una lengua”, encaja perfectamente una propuesta que disgusta a quienes viven instalados en el viejo prejuicio español y en un jacobinismo demodé.

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