Jerusalén y los calculados próximos días de la ira
En estos momentos de una nueva humillación para el mundo musulmán, muchos de aquellos que hicieron a Donald Trump presidente de los Estados Unidos le consideran el hombre con pantalones que siempre estuvieron buscando.
La decisión de ubicar la embajada norteamericana en Jerusalén le convierte en el presidente que se atrevió a hacer cumplir algo ya decidido por el Congreso norteamericano hace mucho tiempo pero que con evidente prudencia sus predecesores esquivaron ejecutar sabedores de los desastres que podría provocar cualquier intervención en uno de los asuntos más delicados de la agenda de Oriente Próximo.
Trump acaba así con el consenso frágil y etéreo existente entre sus predecesores en el cargo y en la comunidad internacional de que cualquier cambio en el estatus de la ciudad debería ser negociado nunca decidido de forma unilateral.
A partir de ahora pues, se pone en marcha un nuevo siniestro contador de desgracias en Oriente Próximo: la provocación de Trump va a tener consecuencias.
Jerusalén no es únicamente una cuestión palestina; es un símbolo religioso cultural y político para millones de musulmanes y así lo ha reconocido el orden mundial.
El parlamento israelí, la Knesset, aprobó en 1980 la ley que considera Jerusalén como la capital de Israel. Pero esta decisión no encontró eco en Naciones Unidas: la resolución 478 del consejo de seguridad declara esa ley inválida a los ojos de la comunidad internacional: 14 países estuvieron de acuerdo en esto, excepto Estados Unidos que se abstuvo.
Quince años después de Israel, el Congreso de los Estados Unidos dio luz verde a una norma para hacer posible el traslado de la embajada desde Tel Aviv a Jerusalén. Fue en la primera legislatura de Bill Clinton y desde aquel momento, todos los presidentes norteamericanos evitaron la concreción de la ley; todos hasta que hemos llegado a Trump.
Hoy miles de medios en todo el mundo le consideran como un chalado impulsivo que entra en la geoestrategia como elefante en cacharrería. Sin embargo, hay tras ese paso dado por el actual presidente norteamericano intenciones claras y objetivos interesados bien definidos.
De entrada, Trump le ha dado un balón de oxígeno al primer ministro israelí, Netanyahu, en un momento en que le acucian duros problemas internos con procesos judiciales por corrupción incluidos.
En el tablero de la zona, por otra parte, Arabia Saudi habría hecho movimientos para intentar que los palestinos acepten un estado palestino con capital en Abu Dis, un territorio perteneciente a Jerusalén. Los sauditas quieren zanjar el tema palestino para zanjar la influencia iraní en la zona.
Es triste reconocerlo, pero a poco que observemos, a falta de grandes estadistas y enormes dosis de impotencia, la política en la zona se gestiona creando problemas y conflictos nuevos con los que ocultar y orillar otros.
Y eso ha venido ocurriendo desde hace mucho: en 1947, en el plan de partición de la Palestina histórica entre árabes y judíos, se contemplaba un estatus especial para Jerusalén, que quedaba bajo soberanía internacional, una situación argumentada por su condición de ciudad sagrada para las tres grandes religiones monoteístas.
La guerra de 1948 supuso que Israel tomase control de Jerusalén Oeste y lo declarara parte de su estado. Finalmente, en 1967 tras la guerra de los Seis Dias, también ocupó Jerusalén Este y de facto la ciudad entera quedó así bajo total control judío. No obstante, la comunidad internacional, incluido Estados Unidos, no reconoció la soberanía de Israel.
Estuve este verano en Jerusalén, cuando las calles de la Ciudad Vieja se volvieron a llenar de disturbios y de sangre y ví en los palestinos la misma determinación de resistencia de siempre; también la misma indefensión, sin apoyos exteriores de fiar.
Hace años que no hay proceso de paz en Palestina, los mismos que muchos consideramos que la solución de los dos estados ya no es viable en un territorio laminado por asentamientos y articulado con las segregaciones propias de los sistemas de apartheid .
La decisión de Trump traerá muertos, víctimas que siempre aporta la gente inocente. Y es evidente que la ira calculada en los despachos de la alta diplomacia se traducirá en beneficios y control de la zona para unos pocos. Por ello, Trump no debe ser considerado como un loco, porque no lo es: su acción es calculada y deja además en situación muy delicada a algunos países árabes que deberán pronunciarse; algo espinoso, porque muchos no se han comportado precisamente con valentía frente a los palestinos. En este día, Trump descansa satisfecho. Èl sabrá también que la fuerza trae victorias pero asimismo nuevas batallas. No puedo dejar de pensar en los inocentes que caerán por estos líderes de los nuevos tiempos.