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Si no leen, es porque no quieren

Gonçal López-Pampló

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Ya hace unos cuántos días que los medios hablan, alarmados, de los resultados del último informe «La lectura en España», promovido por la Federación de Gremios de Editores de España bajo la coordinación de José Antonio Millán. A la espera de la publicación de todos los capítulos del informe, que no se producirá hasta el Día del Libro, los primeros datos que trascendieron en la presentación pública del trabajo ofrecen algunos titulares llamativos. De todos, el más comentado ha sido aquel que afirma que el 40% de los españoles no lee nunca ningún libro. El dato es perfectamente coherente con las tendencias que apuntaban los informes anteriores, como también con los datos que, periódicamente, aportan el INE y el CIS sobre la cuestión. Hay que recordar que, mientras la FGEE es parte interesada, estos centros sociológicos son supuestamente imparciales. Por lo tanto, hay pocas razones para la sorpresa.

Otra cosa es la indignación. ¿Es este un dato inaceptable? ¿Realmente hacen falta medidas para contrarrestarlo? Si convenimos que la respuesta a la primera pregunta es afirmativa, nos tendríamos que demandar por qué consideramos tan importante leer, hasta el punto de que la promoción de la lectura –como recomiendan los autores del informe– tiene que convertirse en una prioridad política y social. ¿Qué valores reales –más allá de un cierto romanticismo o de una innegable corrección política– justifican la trascendencia social de la lectura? Seria muy cínico, por mi parte, decir que no sé aportar ninguno: se supone que alguien que, como yo, se dedica a la edición y a la docencia de la literatura tiene unos cuantos argumentos para animar a ese 40% de población a cambiar de hábitos. Pero me da miedo quedarme en el tópico, tanta como ver que la realidad me –nos– desarma con mucha facilidad. Porque, en esencia, la gente que no lee prefiere distribuir el tiempo de otro modo. Leer ocupa tiempo y el tiempo es escaso: ante esto, eligen invertirlo en otras cosas que los reportan más beneficios.

No podemos cuestionar el derecho a no leer libros. Hay otras muchas formas de consumo cultural que merecen idéntico respeto, a pesar de que no consigan siempre el mismo prestigio social (desde las series hasta el cine, pasando por el cómic o la música). Pero sí que sería saludable que la sociedad en conjunto, y cada individuo en particular, hiciera un examen de conciencia sobre sus hábitos culturales y que, si no lee, o lee poco, se preguntara por qué. Y que se preguntara también sobre la aportación que tiene la lectura en las personas y las colectividades. Me limitaré a destacar que la lectura clásica (en papel, negro sobre blanco, sin imágenes ni expansiones virtuales), supone un ejercicio de concentración y de repliegue que ayuda a la construcción de un pensamiento tranquilo, autoconsciente y profundo. Es legítimo renunciar a esto, si alguien así lo quiere, pero sería mucho más honesto admitir la renuncia y asumir sus consecuencias, sin mala conciencia ni ciertos exabruptos públicos. Porque estoy seguro de que muchos de los periodistas y tertulianos que han puesto el grito en el cielo forman parte de este 40% de no-lectores. Si no fuera así, no se indignarían tanto.

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