Andy Hall: “Ya nadie quiere investigar y enfrentarse a la industria en Tailandia”
El pasado mes de mayo, la jungla tailandesa reveló uno de sus muchos secretos: una treintena de tumbas en las que yacían restos humanos no identificados, pero que la policía sospechaba que eran de inmigrantes ilegales procedentes de Bangladesh y Myanmar (Birmania). A escasos metros, los árboles aún escondían los restos de un campo de detención donde los inmigrantes habían sido supuestamente retenidos en espera de ser vendidos a barcos pesqueros o de que sus familias pagaran sus rescates.
Los campos eran la confirmación de algo que llevaba tiempo siendo denunciado: el floreciente tráfico de personas que nutre a buena parte de la industria del Sudeste Asiático y del que Tailandia es una pieza clave. El país asiático es un lugar de paso para inmigrantes de países pobres, procedentes fundamentalmente de Bangladesh, Myanmar, Camboya y Laos, que buscan mejor fortuna en naciones más ricas como Malasia. La misma industria tailandesa ha sido denunciada en numerosas ocasiones por recurrir a estas redes de tráfico para conseguir mano de obra barata de la que luego abusa.
Pero hablar de ello es peligroso. Las leyes del país permiten a empresas, gobierno y particulares presentar cargos por difamación que pueden suponer penas de cárcel y que han sido utilizados en numerosas ocasiones contra periodistas e investigadores. El activista británico Andrew Hall lo sabe bien. Su investigación Cheap has a high price (Lo barato sale caro), publicada en enero de 2013 en colaboración con la ONG finlandesa Finnwatch y otros cuatro autores, relataba los abusos a trabajadores inmigrantes en tres grandes factorías exportadoras de Tailandia.
Una de ellas, Natural Fruit, se querelló contra el investigador británico, quien había realizado las entrevistas a los trabajadores y había presentado el estudio en la capital tailandesa. El activista y académico, que lleva años documentando los abusos a inmigrantes en Tailandia, se enfrenta ahora a tres cargos –dos por difamación y uno por violar la Ley de Delitos Informáticos al haber difundido el informe en internet– que podrían suponerle una condena de hasta siete años de prisión y una multa de varios millones de euros.
Un cuarto caso, en el que se le acusaba también de difamación por una entrevista concedida a la cadena catarí Al Jazeera, fue desestimado en septiembre porque la entrevista se hizo en Myanmar. “Ese era el caso más peligroso para mí. Los otros seguro que los ganaré. Yo no escribí el informe, solo hice la investigación. Y tampoco lo subí a internet”, afirma el activista.
La difamación en Tailandia es un delito civil, como en la mayor parte de legislaciones occidentales, pero también penal, y está castigado con hasta dos años de cárcel. Con la llegada de las nuevas tecnologías, se aprobó además en 2007 la Ley de Delitos Informáticos, que contempla hasta cinco años de prisión por usar la tecnología para propagar información falsa que “probablemente cause perjuicio a otra persona o al público”.
La ONU se ha mostrado contraria a que se castigue penalmente la difamación por suponer un atentado contra la ley de expresión. Pero en Tailandia la difamación penal se ha convertido en una eficaz arma para acallar las voces más críticas. “Ya nadie quiere investigar y enfrentarse a la industria en Tailandia. Ni siquiera las ONG internacionales”, asegura Hall. “Aunque no hay ninguna razón para no investigar, mientras no reveles quién hace la investigación o cómo la has hecho”, continúa el activista.
Pero el recelo es algo cada vez más común, porque el caso de Hall no es único y casi nadie está a salvo de las denuncias, ni siquiera los que aparentemente son inofensivos. El pasado mes de diciembre una empresa minera se querelló contra una estudiante de 15 años que aseguró en una televisión nacional que las actividades de la compañía habían contaminado los pozos de agua de la zona donde vivía y que ya no podían beberla.
Incluso la Marina tailandesa también utilizó este delito para denunciar al periódico local Phuketwan por reproducir parte de una investigación de Reuters en la que se revelaba la implicación de los militares en el tráfico de personas, a pesar de que ellos no eran la fuente original de la información.
Censura en aumento
El 4 de diciembre de 2015, la edición tailandesa del periódico The New York Times salió a la calle con un amplio espacio en blanco. Era la segunda vez en la misma semana que el diario estadounidense salía censurado. En el centro se podía leer: “El artículo en este espacio ha sido eliminado por nuestro impresor en Tailandia. The International New York Times y sus trabajadores no han tenido nada que ver con su eliminación”. En el hueco, tendría que haber aparecido una historia sobre la riqueza de la monarquía en el país, una institución que está fuertemente protegida por la draconiana ley de lesa majestad.
Desde que los militares tomaron el poder en mayo de 2014, el control del gobierno sobre los medios e internet se ha incrementado rápidamente. Varios periódicos internacionales y páginas webs han sido censurados y, en septiembre, la Junta militar anunció que estaba trabajando en un cortafuegos para vigilar más eficazmente lo que se comparte compartido dentro del país.
Durante los últimos meses la ley de lesa majestad, que contempla penas de cárcel acumulables de entre tres y 15 años de cárcel a quien “difame, insulte o amenace al rey, la reina, el heredero o el regente”, ha sido una de sus armas favoritas. Según un informe de la Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH), al menos 36 personas han sido condenadas a penas de prisión. En el momento del golpe, seis personas estaban en prisión por lesa majestad, y a mediados de febrero de 2016 ya había 53, casi nueve veces más. La ley tailandesa es además especialmente preocupante porque permite a cualquier persona presentar denuncias y los cargos son raramente retirados si no hay una disculpa pública.
Los que son denunciados por difamación son algo más afortunados y, en algunos casos, como el de Andy Hall, los tribunales dictan sentencia a su favor, especialmente cuando ha habido controversia internacional. Pero aunque resulte victoriosa, la batalla es larga. “Pueden pasar al menos cuatro o cinco años más hasta que todo esto termine”, dice el activista, que concluye: “Desde que supe que me habían denunciado, he tenido que justificarme a mí mismo continuamente incluso si no he hecho nada malo. Es un peso agotador”.