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Argelinos, marroquíes y tunecinos también están varados en Lesbos

"Libertad de movimiento", se lee en el grafiti al otro lado de la verja del campo de refugiados de Moria, donde se asientan los inmigrantes, pertenecientes a un escalafón más bajo / Foto: Olmo Calvo

Fabiola Barranco / Olmo Calvo

Lesbos, Grecia —

Siria, Irak, Afganistán. Pero también Argelia, Marruecos, Libia o Túnez son los países de origen de muchos de los pasajeros de las precarias embarcaciones que llegan cada día a las playas de Lesbos, con el fin de alcanzar Alemania u otros puntos del norte de Europa.

Se trata de un fenómeno que resulta llamativo si se atiende al recorrido habitual de las rutas migratorias comprendidas desde los países del norte de África. Éstas suelen atravesar el Mediterráneo desde la zona central para arribar a la isla italiana de Lampedusa o Malta, o bien desde la parte occidental, que une el Magreb con España.

Pero no hay nada escrito en cuestiones migratorias, ni de supervivencia. Ni siquiera los nombres de las 3.770 personas que la Organización Internacional de Migraciones estima que perdieron sus vidas cruzando el Mediterráneo el pasado 2015, el año más mortífero.

Quizás esto explique la confluencia -o diferencias- que empieza a fraguarse en Lesbos, entre los recién de llegados de Siria, Irak o Afganistán y los que lo hacen desde la parte más occidental del mundo árabe, el Magreb.

El escalafón más bajo

Un lugar clave para visualizarlo es el campamento de Moria, concretamente en los alrededores, considerada como la zona extraoficial de las instalaciones. Aquí un nutrido grupo de personas de origen marroquí, argelino o tunecino se encuentra varado.

Carecen de la condición de refugiados, y son considerados inmigrantes económicos, lo que implica para ellos menos tiempo para permanecer en suelo comunitario y mayor riesgo de ser deportados. Este es el motivo principal por el que muchos prefieren permanecer en Moria.

“La sensación es que tienen miedo de salir del campo, entonces se quedan aquí. Incluso gente que ha tenido problemas médicos graves, temía ir al hospital porque se han dado casos en los que el mismo hospital ha llamado a la policía, porque sin el papel del registro, en teoría, no pueden recibir atención médica. Por ejemplo, un chico con un posible brazo roto, que prefería no asistir al centro hospitalario”, explica Sara Moreno, una joven voluntaria española que colabora por su cuenta en la zona extraoficial del campamento.

Con el prematuro anochecer de la zona y las bajas temperaturas, el calor de las hogueras encendidas en bidones verdes invita a un grupo de jóvenes a reunirse en círculo alrededor de él. Se entretienen con las llamas, inmersos en ese efecto hipnotizador del fuego. Quizá para olvidar el pasado, quizá para soñar un futuro.

Entre ellos está Samir, un chico marroquí de Casablanca que lleva pocos días en el campamento de Moria, pero seguramente tenga que pasar varios más, como les ocurrió a otros compatriotas:

“En Marruecos no hay dinero, no hay trabajo. Hay mucha inseguridad y delitos. Hay que vivir aquí en Europa. El problema por el que salimos de Marruecos no es de la Unión Europea es del gobierno que nos fuerza a salir de ahí”, sentencia este joven que parece romper el tabú que muchos otros aún no se atreven, por haber crecido con la imposibilidad de cuestionar al régimen que representa la corona del reino alauita, con el monarca Mohamed VI a la cabeza.

Un callejón sin salida

También en ese grupo, matando el tiempo y el frío, se encuentra Hassan, de 22 años, que asegura ser libio. Es hombre de pocas palabras y no quiere hablar de nada relacionado con Libia, pero sí comparte su ilusión por llegar a Gran Bretaña. Un anhelo que de momento está encallado en el campo de Moria, en Lesbos.

Ante la espera y la situación de callejón sin salida, algunos se han unido a la dinámica del campamento de una manera activa. Zacarias es el vivo ejemplo. Pasea por Moria, atento a todo para echar una mano allá donde haga falta, con su chaleco que lo identifica como voluntario. Tiene 25 años y llegó desde la ciudad marroquí de Agadir a la isla griega de Lesbos hace 17 días. Lo hizo en una de las lanchas de plástico con las que se lucran las mafias desde Turquía, cuyo pasaje ronda los 1000 euros y en ocasiones el precio se salda con la vida.

“Cuando llegué a Lesbos y acudí a registrarme, me dijeron: ‘ya no registramos a los marroquíes’. Al principio sí que lo hacían, pero ya no. Ni a los argelinos, ni a los tunecinos”, explica el joven marroquí, que decidió dejar su país natal “porque allí no hay trabajo ni oportunidad de futuro”.

En la isla griega, el porvenir también se torna opaco. “La policía ya ha cogido a unos 50 marroquíes. Si me cogen no sé qué va a pasar conmigo. Visto lo visto, lo que venga estará bien. Si llego a Atenas: bien; si me detienen: bien; si me muero aquí, pues, bien también. Si no hay salida, es lo que hay”, sentencia el joven.

A pesar de la dureza de sus palabras, ha sabido buscar hueco y motivación en el presente con su labor como voluntario. “De esta manera ayudo y me ayudan a poder descansar, comer… Doy y recibo y estoy contento con ello”, reconoce sacando a relucir la energía que le queda, que a pesar de la situación e incertidumbre, no es poca.

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