Cementerio norte, frontera sur
Decenas de zapatos desparejados riegan las pendientes de ascenso al Gurugú. La estampa desprende olor a quemado. El monte, colindante con Melilla y refugio de los más pobres -saltar la valla es gratis; al menos, en dinero-, tiene su propio lenguaje, aseguran los locales. Cuando expulsa humo, advierte de una masacre. “A los Ali se les fue la mano”, asegura resuelto Sigam, guineano de 22 años. Los “Ali”, las fuerzas auxiliares marroquíes, abandonan el bosque a las 19.00 horas, puntuales como cada día del mes de Ramadán en que unos y otros olvidan la contienda para consagrarse a Alá. Minutos antes, 300 agentes de la élite militar marroquí se emplean a fondo en limpiar la zona. Balas expansivas, barras metálicas a falta de porras, piedras que vuelan veloces y cerillas que prenden rápido. Campamentos arrasados, cinco muertos, siete niños separados de sus madres y un bebé de ocho meses con quemaduras en un brazo. “Fue como una película”, describe el padre Estebán Velázquez, responsable de la Delegación de Migraciones en Nador, finalizado ya el ataque del 24 de julio pasado.
Cuatrocientas personas expulsadas al desierto -40 gravemente heridas-, al menos ocho muertos –uno de ellos con residencia legal en Marruecos- y una menor violada, seis ojos fuera de órbita, hernias sangrantes, mandíbulas destrozadas, piernas rotas, brazos dislocados, dientes sin propietario, dos incendios forestales, documentación convertida en cenizas, tarjetas de refugiado y solicitudes de asilo incluidas. “El Apocalipsis”, resume alegórico Yayu Bagayoko, maliense de 17 años.
Este es el balance provisional – de acuerdo a ONG e inmigrantes- de las redadas efectuadas en la semana del 22 de julio pasado, la más violenta del año en la frontera hispanomarroquí, un campo de batalla donde se libra una guerra desigual entre las fuerzas de seguridad que la custodian a uno y otro lado y los miles de subsaharianos y subsaharianas que pueblan los bosques y ciudades del norte de Marruecos a la espera de una oportunidad para entrar en Europa, bien como demandantes de asilo bien de manera irregular.
Doscientos de ellos alcanzaron España en la madrugada del lunes: cien lograron entrar en Melilla en un salto coordinado a la valla y otros tantos pusieron pie en distintas costas (Lanzarote, Almería, Granada, Cádiz y Ceuta) después de una travesía que muchos hubieron de hacer a nado en su parte final. La de ayer fue una de las jornadas más dramáticas del año para quienes intentan cruzar el Estrecho, con un muerto y al menos doce desaparecidos.
“Las fronteras cerradas matan”, asegura la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (APDHA), y ésta ha segado la vida de 23 subsaharianos en 2013, 15 en los últimos tres meses, según datos de las organizaciones humanitarias que trabajan en la zona (AMDH, Gadem, Alecma, APDH Melilla y Prodein). Un recuento a la baja, advierten, por las dificultades para investigar la suerte de quienes desaparecen en este pozo violento cuyo ecuador es una doble alambrada de seis metros de altura y 12 kilómetros de longitud –cortante en sus extremos, retráctil en su parte final-, uno de los 14 muros del mundo. Para África, un cementerio en el norte; para Europa, una de sus fronteras a proteger.
Cuatro inmigrantes perecieron frente a la valla los 24 y 25 de julio pasado. Tres cayeron en el lado marroquí de la barrera y, aunque las fuerzas del orden de aquel país solo reconocen dos, ONG e inmigrantes hablan de un tercer muerto. El cuarto falleció en territorio español por “parada cardiorrespiratoria”, según los resultados de la necrosia. La versión de la Delegación del Gobierno en Melilla no convence a las asociaciones Pro Derechos de la Infancia (Prodein) y Pro Derechos Humanos de Melilla (APDHM), que se han personado en la causa.
Al menos 225 personas perdieron la vida en 2012 al intentar alcanzar El Dorado europeo a través de su frontera sur, 156 de ellas en el reverso marroquí. “Y se trata solo de los datos que hemos podido contrastar”, matiza la APDHA, la única organización que elabora un registro de inmigrantes muertos en esta zona, en su Balance Migratorio 2012.
“Marruecos utiliza el control de fronteras para presionar a España y a Europa en la negociación de sus intereses económicos y políticos”, afirma François Papet-Perin, politólogo francés afincado en Melilla y especialista en relaciones hispanomarroquíes. Opinión que respalda Bernabé López, experto en relaciones euromediterráneas. “Cuando Marruecos actúa con dureza contra la inmigración lo hace para mostrarse buena defensora de la fortaleza europea y ‘agradar a Europa’, que hace la vista gorda”, denuncia. “No veo relación entre la visita del Rey Juan Carlos iniciada el 14 de julio y el aumento de la violencia contra los subsaharianos, sí quizá en lo que respecta al acuerdo pesquero entre la Unión Europea y Marruecos”, de un coste de 40 millones de euros y firmado el 24 de julio pasado, que permitirá faenar a 126 barcos, 100 de ellos españoles, durante los próximos cuatro años.
Infierno sobre la tierra
La valla que separa Melilla del país vecino roza del lado marroquí con el monte Gurugú, un enclave al que sus residentes en tránsito denominan “infierno sobre la tierra” y desde cuyas prominencias se divisa, pavoneándose en sus lomas, “Babylon”. Con este sobrenombre se conoce a la ciudad autónoma en el argot de “la aventura”. Babylon, Melilla, una luciérnaga al alcance de un brazo extendido, “el paraíso”, España, Europa, el continente de los derechos humanos, la tierra sin “Ali”, la tierra de la “Gardíiiia Civil”. A las malas, la menos mala.
“Los militares matan; la Gardíiiia Civil pega con esas porras que se hacen dobles, dispara con balas blancas [pelotas de goma] que te sacan los ojos y nos devuelve a los Ali por alguna de las pequeñas puertas de la barrera, a veces la Gardíiiiia Civil también entrega un sobre blanco a los Ali”, cuenta Eraniços Kone, camerunés de 28 años, las dos rótulas dislocadas y tres años de residencia en el monte.
Cae a plomo en Nador a finales de julio. Para la mayoría de los habitantes de esta ciudad costera del norte de Marruecos, las energías comienzan a fallar al mediodía por los rigores del final del Ramadán. Para las fuerzas auxiliares marroquíes, el mes santo no se hace notar hasta el momento ritual de romper el ayuno y hacer una pausa en la cacería de inmigrantes a la que se consagran tres veces al día.
Dos furgones policiales, cuatro de las fuerzas auxiliares y tres autobuses a capacidad completa ascienden al Gurugú siguiendo la carretera de Farhana. Los militares se adentran en él por la desviación previa al Café Balcón. Es la segunda redada del día. La tercera la realizarán sobre las 17 horas. “Hola, todo genial, estamos escondidos, tenemos a los militares justo al lado”, saluda jovial pero hecho un susurro Deuxmildix (2010), nombre en clave de Abubakar, un chadiano de 28 años, que ha grabado en su nickname la fecha de su llegada al Gurugú. “Hacemos guardias diurnas y nocturnas, empezamos a correr monte arriba, monte abajo a las 4 de la madrugada”, explica Adil Hamid, camerunés de 25 años dotado para “la música y el fútbol” que se dice “habituado a este infierno”, puntualiza con verbo adulto y, sin embargo, vestido con un jabador de niño que no alcanza a taparle las pantorrillas. “¡Bámbola, bámbola!”, gritan. O lo que es lo mismo: “¡Que vienen los Ali!”.
'Number 9'
Bloqueados en Marruecos sin dinero y sin papeles, los subsaharianos que intentan alcanzar Europa a través de su confín sur sufren la represión violenta de las fuerzas de seguridad marroquíes y españolas, según denuncian las ONG en la zona, acusación que sin embargo desmienten los gobiernos de uno y otro lado de la frontera. “La aventura”, como los africanos bautizan este viaje, ha ahogado en el mar a 20.000 personas en los últimos diez años, según cifras aproximativas de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) en las que no se contabilizan los invisibles, aquellos que desaparecen sin dejar rastro. Ninguna entidad conoce el total de muertos por el fenómeno migratorio hacia Europa, mucho menos siendo el desierto del Sahara un tragadero con una gran interrogante por todo dato.
Cinco cadáveres se enfrían en la morgue de los hospitales Hassani, de Nador, y El Farabi, de Oujda. La suerte está decidida para los dos N.N. y los cuerpos de Clément –su apellido se protege-, Touré Vilent y de Toussaint-Alex Mianzoukouta: fosa común. “Difícilmente serán repatriados”, deduce Hassane Ammari. Los dos primeros “fueron asesinados por desconocidos”, según el atestado de la Gendarmería marroquí; el tercero y profesor de francés en Rabat “cayó de un furgón en marcha” cuando lo trasladaban a la frontera con Argelia para expulsarlo. “No le dieron oportunidad de mostrar su permiso de residencia y trabajo”, se duele este funcionario público y delegado de la Asociación Marroquí de Derechos Humanos (AMDH).
Pero Clément era Number 9, su apodo en el Gurugú y antetítulo de la campaña Basta de violencia en las fronteras que cuatro ONG marroquíes (Alecma, Gadem, FAM y AMDH) impulsaron “contra la violación de los derechos humanos y la represión sistemática de las fuerzas de seguridad marroquíes y españolas” en junio. La cineasta italiana Sara Creta, voluntaria del Foro Alternativas de Marruecos, grabó con su cámara la agonía y muerte de Clément el 16 de marzo pasado. Cinco días antes, Number 9, sobrenombre que hace referencia a su posición en el campo de fútbol, intentó saltar la valla junto a 200 inmigrantes más. Fracasó. Devuelto a Marruecos y apaleado hasta morir- tanto por la Guardia Civil como por los agentes marroquíes a quienes fue entregado, según los testimonios recogidos en el documental-, falleció en el monte “y no en el hospital Hassani como figura en su certificado de defunción”, denuncia la AMDH.
La Asociación Unificada de la Guardia Civil de Melilla reclamó en mayo pasado un protocolo para las entradas irregulares de inmigrantes, que le fue negado. Insistió y solicitó al fiscal general del Estado que se pronunciara sobre la legalidad de las devoluciones en caliente, “una práctica amparada por la Delegación del Gobierno, pero contraria a la Ley de Extranjería que exime de identificar al inmigrante en comisaría”, explica un portavoz de la AUGC, sindicato que pide conocer los detalles del acuerdo de readmisión firmado por España y Marruecos en 1992 y ratificado por el país vecino en octubre pasado, 20 años después de la negociación. La Delegación del Gobierno en Melilla lo desmiente: “Las devoluciones que se realizan son siempre bajo el estricto cumplimiento de la legislación y los acuerdos vigentes y publicados en su momento”.
¿Maltratan ustedes a los inmigrantes que logran saltar la valla? “Respondo con una pregunta”, contesta el portavoz de la AUGC, “¿Qué hay de las agresiones a los guardias civiles? Un agente está muy grave”. ¿Hospitalizado? “No, pero muy malito”. ¿Cuál es su pronóstico? “No lo sé, pero seguro que tiene para largo y es que vienen como locos porque este es el primer mundo, seguridad social y sanidad gratis, porque tienen hasta sarna”, explica. Esta “presión migratoria”, en lenguaje de las administraciones públicas, responde a un aumento de las redadas en el norte de Marruecos que, según las ONG en la zona, “empuja a los inmigrantes a poner en riesgo su vida para escapar de la violencia”.
Pese a que la impunidad sella ataúdes en este lado del mundo, el camerunés Joseph Abunaw habló más allá del suyo en un juzgado de Melilla el 30 de marzo de 2007, 20 meses después de perder la vida por el impacto de una pelota de goma. El cuerpo de Ypo Joe, así apodado por su baja estatura, fue encontrado en Marruecos y no en España. Había sido golpeado por agentes españoles y entregado a los marroquíes. Según el sumario: los testimonios de otros subsaharianos, que Prodein recogió en vídeo, fueron la principal prueba para reabrir el caso. “España y Marruecos son la policía de Europa”, denuncian a coro José Palazón y José Alonso, presidentes de Prodein y APDHM, respectivamente, recordando al pequeño Joe.
Oujda, campamento de lisiados
La frontera entre Argelia y Marruecos está teóricamente cerrada desde el atentado de 1994 contra el Hotel Atlas de Marrakech, atribuido a la inteligencia argelina. Hassane Ammari toma un bolígrafo y cartografía: “Orán, Tlemcen, Maghnia y Oujda; la distancia entre estas dos últimas es de 20 kilómetros, pero los autobuses militares los abandonan clandestinamente y en masa ocho kilómetros antes y siempre a partir de las 23 horas, en una zona minada y tierra de nadie” que centrifuga miles de expulsiones al mes, ilegales en los casos de mujeres, niños y heridos.
“Enero de 2013: 1.035 expulsados, entre ellos 45 heridos, siete de consideración grave, dos eran mujeres. Febrero de 2013: 1.526 expulsados, 42 heridos, 11 graves y tres mujeres entre ellos. Marzo de 2013: 1.307 expulsados, 57 heridos, 14 graves y cinco mujeres. Solo el 21 de abril de 2013: 759 expulsados, 29 heridos, nueve muy graves y cinco mujeres entre ellos. Del 22 al 30 de mayo: 1.322 expulsados, seis heridos y tres mujeres embarazadas. Entre el 1 el 13 de junio: 322 expulsados, 12 heridos. Los 26, 27 y 29 de julio y del 1 al 4 de julio: 135 expulsados, 14 heridos y cuatro mujeres”. En total y según los registros de la AMDH: 6.406 expulsiones a las que hay que sumar al menos las 400 de la semana del 28 de julio pasado. Expulsiones, que no personas expulsadas, ya que el tránsito es un ida y vuelta perpetuo: expulsión-caminata de unas cinco horas hasta Oujda-viaje a otras ciudades del norte-expulsión y vuelta a empezar. “Ping-pong”, describe sonoro Hassane.
La Universidad de Oujda, su Fac, es conocida como el campamento de los lisiados. Por cuestiones humanitarias, sus estudiantes cedieron este espacio a los heridos en 2008. El poblado ha ido ganando terreno y, aunque el rector prohibió la entrada a la policía, hay redadas ocasionales, guardias que custodian las salidas y una red de mafias que trafica con miseria y sexo. “Las migrantes son controladas durante toda la ruta, con el objeto final de entregárselas a madames europeas, pero mientras cruzan son explotadas sexualmente, obligadas a acostarse con más de 20 hombres por noche en Oujda, con más de 30 en Maghnia”, explica Javier Valdezate, autor del documental Europe’s good y fundador de L’emigrant.net, una web que ayuda a los africanos a emigrar con dignidad proporcionando información en inglés, francés y español. “It’s our business [Es nuestro negocio]”, repite una cooperante extranjera parafraseando a Peter, un nigeriano que controla el negocio desde Rabat y que “ni por asomo” tiene intención de entrar en Europa. “¿Para qué? Aquí me gano bien la vida”, recuerda que le justificó sin aprecio.
Marie Mariohn, una camerunesa de 31 años aquejada de polio y con un hijo de diez años, Fabrice, queda al margen del mercado. Tiene suerte: un compatriota se ha hecho cargo de ella protegiéndola de la prostitución. También los niños y los hombres, pero sobre todo las mujeres son víctimas de violencia sexual durante una travesía en la que el agresor viste cualquier traje: militares, mafias, camaradas... “Mira a mi pequeño”, requiere Philomène sosteniendo un bebé de un mes en los brazos. “No tiene padre”, se lamenta esta guineana de 30 años. “Fui violada por un nigeriano cerca de Maghnia, una de las veces que me expulsaron”, despacha.
Marie arrastró su silla de ruedas para atravesar el desierto, punto intermedio de la aventura que emprendió en 2011. Compartió apartamento en Tánger durante una semana pero las redadas de finales de julio la trajeron de vuelta a Oujda, apaleada, sin documentación ni dinero. “Me robaron incluso las fotografías de mi pequeñín”, relata con la cabeza gacha. Frente a su tienda, el panorama es dantesco. Dos perros flacuchos se hacen fuertes entre kilos de basura, mantas extendidas en lo que pareció ser una cancha de baloncesto sugieren un dormitorio, quienes han tenido suerte mendigando en el semáforo preparan una cena caliente a base de harina, tomate y cebolla mientras que los heridos mastican el tiempo a la espera de que la eventual solidaridad de un compatriota les mueva el gaznate.
Hablan poco. Oujda está sembrada de desconfianza. Las mafias y las fuerzas de seguridad han hecho un trabajo concienzudo sobre la salud mental de los migrantes, según denunció Médicos Sin Fronteras al abandonar la zona en marzo pasado como protesta por el recrudecimiento de la violencia y la pasividad de Madrid y Rabat. En 2012, los equipos sanitarios de esta ONG asistieron a más de 500 personas con heridas por violencia y, de ellas, una cuarta parte necesitaron asistencia urgente.
Cyrille Kababou pide permiso a su jefe de comunidad. “Sin fotos”, advierte un tipo enfrascado en un dashiki y tocado con un sombrero tipo fedora al mejor estilo hipster. El camerunés retira una venda corrompida y muestra sus heridas. “Me lo hice en mi séptima tentativa, fue en la barrera electrificada”, explica. Como no hay electrificación en la frontera pese a que el Ministerio del Interior estudia reforzarla con una instalación de baja tensión, Cyrille debe referirse a la sirga tridimensional que media entre las dos vallas, “una construcción que la Unión Europea prohibiría para la caza de animales pero que permite en la de seres humanos”, denuncia José Palazón, por todos conocido como el Quijote melillense, gracias a su determinación en la defensa de los derechos de los inmigrantes desde hace casi dos décadas.
“Esto fue por una pelota de goma de la Guardia Civil”, explica John Camara con el dedo índice en dirección a la frente de Nasy, un guineano de 14 años, tan aturdido aún que pareciera tener las pupilas escayoladas. “Hay cinco muertos, decenas de desaparecidos y seis hermanos que han perdido el ojo”, confirma este chaval de 16 años que salió de Sierra Leona ocho meses atrás por una disputa de tierras que enterró a toda su familia. “Los guardias están por todas partes, del lado español pero también entre las dos vallas”, cuenta. “Si te pillan, vas directo al Toyota, te muelen a palos y vuelta a Marruecos”, advierte. “No les importa donde pegan y tú, arrodillado en el suelo, solo puedes protegerte la cabeza entre los brazos”, prosigue. “Nos rodean entre cuatro o más, golpean con porras, dan patadas, puñetazos también y nos esposan con una cuerda a la espalda antes de entregarnos a los Ali; es su turno, los marroquíes masacran con brutalidad, nos tratan como animales”, denuncia.
La Delegación del Gobierno en Melilla asegura que el empleo de la fuerza es “la necesaria y comedida para conseguir el objetivo de vigilancia y custodia de nuestras fronteras” y devuelve la acusación a los inmigrantes a quienes atribuye una conducta violenta, “manifestándose en unas ocasiones en forma de auténticas agresiones hacia los guardias mediante el uso de piedras, palos y otros elementos, todo ello probablemente provocado por la desesperación en la que se encuentran y por la presión ejercida sobre ellos por las mafias que los utilizan en sus estrategias”.
La decepción tumba a aquellos que logran pasar y son devueltos en caliente. En su imaginario se dibuja el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes de Melilla (CETI), donde muchos de sus camaradas disfrutan de cama y tres comidas al día. “Mucho mejor que el Gurugú”, se sonríe Houssein Idsa, maliense de 24 años. El tiempo de residencia es, sin embargo, arbitrario. “¡Tengo un problema!”, se alarma Bachirou Mamadou, de 35 años. “Me inscribieron como camerunés”, explica. “Lo soy, pero primero me identifiqué como maliense y ahora me comentan que los de mi país estamos tardando mucho en salir”, confiesa.
Extraterrestres que hacen su trabajo
“Los europeos sois extraterrestres, maltratáis y permitís el maltrato”, recrimina Joel Sthetic. “Tengo solo 16 años, debería estar en casa con mi madre, estudiando”, se duele este congoleño de Goma. “Sois criminales porque cometéis crímenes”, acusa. Joel reside en un campamento instalado temporalmente en las proximidades de Selouan, a 12 kilómetros de Nador, junto a 12 refugiados más de la República Democrática del Congo, a los que se han unido otros subsaharianos desplazados por las redadas que a finales de julio se extendieron más allá del Gurugú.
“Hacen su trabajo, somos clandestinos, no respetamos la ley”, suaviza Bari Alpha. Después de 23 meses en el monte, este guineano de 22 años sigue obsesionado con entrar en Melilla. Lo ha intentado más de 30 veces. “Todos mis amigos están allí”, se justifica mientras acomoda la muleta bajo una chumbera, solo media hora después de recibir el alta médica y a la espera de que algún camarada le ayude a subir de nuevo.
Más allá de esta higuera, existe un tercer mundo con esperanzas de pertenecer al primero: el Gurugú, principio y final de todo este “ping-pong” que describía sonoro Hassane Ammari. Aquí viven los más pobres, también los más fuertes y los más desesperados, empujados a la valla por la violencia de la que son víctimas, según el análisis de ONG como Prodein, Caminando Fronteras, Andalucía Acoge y la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía entre otras, que también atribuyen el repunte de pateras, más de 300 personas llegaron a las costas españolas en la segunda semana de agosto, a la represión de las fuerzas de seguridad marroquíes.
“Teníamos una mezquita justo aquí” y Adil Hamid pone el dedo índice mirando al suelo pero un ruido sordo dificulta la conversación. “¡Míralo!”, requiere. “Viene todas las noches a iluminarnos y guiar a los Alil”, cuenta. “¿Lo ves?”, pregunta. Un helicóptero de la Guardia Civil se aproxima al Gurugú.
* Para elaborar este reportaje, se intentó recabar sin éxito, vía telefónica y correo electrónico, la versión del Gobierno marroquí. La Delegación del Gobierno en Melilla contestó a un cuestionario, cuyas respuestas se encuentran introducidas en el texto.