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Dadaab, o el lugar eterno de los refugiados somalíes

El área de maternidad del campo de refugiados está siempre repleto de mujeres: cada mes hay cerca de 50 nacimientos. / Sabina de Vicente.

Sabina de Vicente

Dadaab, Kenia —

Zamzam Mohamed Yussuf dejó su vida en Mogadiscio el 11 de abril de 2011 para exiliarse en el campo de refugiados de Dadaab en compañía de un grupo familiar de más de diez personas. Nunca imaginó las duras condiciones de vida que se encontraría al llegar ni tampoco las limitaciones para intentar valerse por sí mismos. “Hay días que no tenemos agua y cada vez recibimos menos comida. Las casas en las que vivimos son más recientes y peores que las de otros campos, pero preferimos vivir de esta manera antes que volver a Somalia. Estar allí es muy peligroso y sabemos que si volvemos podemos morir”, cuenta desde la sombra de un árbol en su pequeña parcela en el campo de Ifo II.

Los recién llegados como ella han vivido de cerca el terror de Al Shabaab y saben cómo funciona su influencia dentro y fuera del país. “Si te enfrentas a ellos es peor, porque pueden matarte a ti y a tu familia, como hicieron con uno de mis hermanos que se negó a irse con ellos”, explica su joven nuera mientras sostiene en brazos a un bebé de cinco meses. “A él le mataron y después a mi padre”, afirma. Cuatro años después de la llegada de esta familia, el cielo de Dadaab ha visto nacer a tres miembros más.

La incertidumbre invadió el mayor campo de refugiados del mundo, levantado en 1991, hace cuatro meses, tras el sanguinario atentado de Al Shabaab el 2 de abril en la Universidad de Garissa, situada a pocos kilómetros de Dadaab. 148 personas perdieron la vida y sufrieron las consecuencias de una ineficaz política de defensa. Sin embargo, el presidente Uhuru Kenyatta señaló al campo de refugiados y pidió a la ONU su desmantelamiento en tres meses. El ultimátum no prosperó y hoy Zamzam puede contar la historia de su familia desde un lugar seguro.

En 2013, Al Shabaab era portada de la prensa internacional por la masacre del Westgate Mall, un conocido centro comercial de Nairobi frecuentado por expatriados y donde murieron 67 personas. No obstante, fue la oleada de secuestros de turistas internacionales hace unos años en las zonas costeras de Kenia cercanas a la frontera con Somalia, lo que determinó la participación keniana en terreno somalí. Tras este movimiento por parte del presidente Uhuru Kenyatta, los islamistas no han cesado en su empeño de propagar el terror.

Garissa, sin embargo, supuso un antes y un después para el gobierno keniano. Muchos piensan que el campo de refugiados es un foco y coladero de terroristas, y apuntan a las filtraciones en el campo en pos de conseguir adeptos para luchar por la causa radical. Los refugiados se defienden diciendo que cada vez que un extraño aparece, rápidamente corre la voz sobre su presencia. Sin embargo, un cuerpo policial de quinientos desmotivados hombres, no es suficiente para cubrir los 50 kilómetros cuadrados. La propia población keniana se divide entre los defensores y los detractores del campo.

Después del ultimátum de Kenyatta a la ONU, las aguas se han calmado y parece que todo seguirá como lo ha estado durante los últimos 24 años por dos motivos: porque la opinión internacional se le echaría encima y porque el coste económico del cierre sería inviable para Kenia. La última idea del presidente ha sido la construcción de un muro a lo largo de la frontera con Somalia, pero, de nuevo, los fondos necesarios son excesivos y la medida sería cuestionada.

Salir de Dadaab

Para los refugiados, llegar a Dadaab es casi tan complicado como salir de allí. Complicado por la burocracia y las advertencias sobre la inseguridad de las carreteras. Tampoco es sencillo salir: los refugiados no tienen permiso de trabajar más allá de las fronteras de Dadaab y son muy pocos los que han mostrado un deseo manifiesto de regresar a sus hogares.

Para las organizaciones internacionales y la propia organización de las Naciones Unidas, un campo de refugiados se concibe como un lugar en el que permanecer de manera puntual, con el fin de regresar al país de origen pasado el peligro que ha precisado el exilio. Generalmente estos asentamientos ayudan a las poblaciones migradas durante ese periodo puntual. Entonces, la definición que sustenta Dadaab, que lleva recibiendo remesas de población desde su origen en 1991, ¿debería guardar la misma denominación?

Según el censo de población a finales del mes de junio, 350.092 personas conforman la población total de Dadaab, repartidos a su vez en cinco campos diferenciados. Más del 95% de ellos proceden de Somalía, y llegaron en su mayoría entre los años 1991 y 1992, cuando el país estaba inmerso en plena guerra civil. En ese momento se crearon los campos de Ifo I, Dagahaley y Hagadera, los más poblados y cuyas viviendas construidas con pajas, lonas y materiales que se han ido acumulando con el paso del tiempo.

Las hambrunas y los ataques de Al Shabaab volvieron a disparar la población del campo. En 2011 llegaron más de 130.000 nuevos refugiados y con ellos se originaron los campos de Ifo II y Kambioos, cuya diferencia con sus predecesores es abismal y su necesidad de ayuda internacional es mayor. A pesar de la notable mayoría de somalíes, también se pueden encontrar refugiados procedentes de Etiopía, Sudán del Sur, República Democrática del Congo, Burundi, Uganda, Sudán, Ruanda, Eritrea y Tanzania.

Los más de veinte años de vida de Dadaab han dado a luz a dos generaciones de somalíes que nunca han conocido, y probablemente nunca conocerán, la patria de sus progenitores.

El futuro de todas estas personas sólo encierra tres escenarios posibles: permanecer en Dadaab y garantizar su supervivencia; volver a Somalia y enfrentarse con los fantasmas de su pasado y futuro; o ser de los pocos afortunados que consiguen asilo en un tercer país, generalmente occidental a través del reasentamiento. A día de hoy la realidad es que casi la totalidad de los refugiados prefiere quedarse en Kenia a pesar de las dificultades diarias.

Aprender para emigrar

Dadaab es el destino de la mayor parte de la financiación que recibe anualmente el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Pese a que en 2015 han tenido un incremento del presupuesto global, Acnur se ha visto obligado a repartir más los fondos por el aumento de los conflictos y la cifra récord de desplazados. Eso ha ocasionado recortes en el presupuesto de Dadaab.

“Las restricciones impuestas hacia los refugiados por parte del gobierno de Kenia dificultan que la población se establezca con una financiación independiente y que puedan mantenerse por sí mismos”, dicen desde el organismo. Gracias a la ayuda humanitaria son garantizados unos estándares mínimos de protección, educación, alimentos y salud básicos, agua, saneamiento y generación de energía. Médicos Sin Fronteras es otra de las entidades con fuerte presencia en Dadaab. Sus cinco hospitales se centran especialmente en la maternidad, la atención a menores y a enfermos crónicos.

Los recortes en Dadaab no sólo han hecho mella en los repartos de comida sino que también han afectado notablemente a la educación. Muchas escuelas han tenido que prescindir de un gran número de profesores debido a que no podían mantener sus salarios.

En la escuela Midnimo, situada en el campo IFO I desde 1991, su director, Abdilkadir Ahmed Abdila, lamenta la pérdida de más de la mitad de su personal. Dentro de IFO I conviven ocho escuelas y Midnimo es la más antigua. 2.400 alumnos, repartidos en 32 clases, reciben formación diaria. Sus edades oscilan entre los tres y veinte años, aunque cuando terminan la enseñanza obligatoria se produce un alto grado de abandono escolar para recibir una educación religiosa en las madrazas (que es el nombre que reciben las escuelas donde se enseña el Corán).

“Los niños vienen aquí para recibir una educación en distintas materias, pero es probable que si estuvieran en Somalia no estarían en la escuela. Vienen aquí y les encanta”, dice orgulloso Abdilkadir. Todos los alumnos también pueden disfrutar de actividades extraescolares como debates, deportes e incluso talleres de poesía.

Las opciones para la educación superior son para muchos inalcanzables. A los veinte años las chicas suelen dejar las escuelas para contraer matrimonio o para realizar algún trabajo para ayudar económicamente a sus familiares, como la mayoría de los varones.

Malyun Issack Dima, de 17 años de edad, está encantada de ir a la escuela de Midnimo y está en uno de sus últimos cursos antes de decidir si continuará con su educación. Ella es una de las veteranas. Nació en la hostilidad de Dadaab, al igual que sus seis hermanos. Sus padres fueron de las primeras remesas de refugiados que llegaron al campo, con lo que no conoce nada más allá de las fronteras del campo. “Me gustaría ser doctora para poder ayudar a la gente que vive aquí, ya que las condiciones de vida son muy difíciles y es necesario que haya médicos”.

Inspirada por su padre, que trabaja como profesor también en Dadaab, Malyun tiene la opción de acudir a la Universidad de Garissa para poder alcanzar su sueño. De momento, sus resultados en la escuela son muy buenos, pese a que no dedica todo su tiempo libre a estudiar. En un lugar como Dadaab donde el suministro eléctrico es insuficiente (o inexistente en muchos casos) las horas de luz hay que aprovecharlas al máximo. Al abandonar la escuela, Malyun suele ayudar a sus padres en las tareas domésticas, con sus hermanos pequeños o incluso se marcha al pozo más cercano a recoger agua. “Pero siempre tengo tiempo para terminar mis deberes”, dice con una sonrisa.

Mientras, la vida continúa por el momento en la ciudad en la que se ha convertido Dadaab. Encerrando sueños para unos y pesadillas para otros.

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