Evasión fiscal y hambre, dos realidades no tan lejanas
En un mundo cada vez más desigual, uno de cada 8 habitantes del planeta se acuesta con hambre. 868 millones de personas, según la FAO. Y tenemos razones para temer que este número aumente como consecuencia del impacto del cambio climático, los insostenibles patrones de consumo, y por supuesto, la especulación en los mercados de materias primas. Cambiar esta tendencia no es fácil, pero la próxima Cumbre del G8, que se celebrará en junio en Fermanagh, Irlanda del Norte, podría marcar un punto de inflexión.
En las reuniones previas a la Cumbre se han sucedido las menciones a la urgencia de luchar contra la evasión fiscal, incluyendo la necesidad de apoyar a los países menos desarrollados a recaudar los impuestos que les corresponden. ¿Irá esta vez en serio el G8? Tal vez su interés tenga algo que ver con las noticias sobre grandes multinacionales que sospechosamente dicen no haber obtenido apenas beneficios en distintos países europeos, y que por lo tanto apenas han pagado impuestos en los mismos, causando el lógico enfado de una ciudadanía que sufre cada día los efectos de la crisis económica.
En todo caso, es incuestionable que la evasión y la elusión fiscal lastran el desarrollo no sólo de los países empobrecidos, sino también de los países que durante tanto tiempo nos hemos considerado avanzados. ¿Las consecuencias? Podemos observarlas día a día, en nuestros hospitales, en los colegios en los que estudian nuestros hijos, en las largas filas ante las oficinas del INEM.
Pero para nuestros vecinos de ese Sur teórico que cada vez está más al Norte, el impacto de esta lacra es mucho más dramático: a menudo, se mide en hambre. De acuerdo con la OCDE, los países empobrecidos, especialmente aquellos ricos en materias primas, pierden cada año por culpa del fraude y los paraísos fiscales el triple de la cantidad que reciben en concepto de ayuda al desarrollo. La ONGD en la que trabajo, InspirAction, calcula que los países en vías de desarrollo podrían perder hasta 160.000 millones de dólares cada año por culpa de prácticas como el denominado abuso de precios de transferencia.
Pero cuando en las grandes Cumbres se habla de poner fin al hambre, rara vez se mencionan estas cifras. Eso sí, se cuestiona la ayuda al desarrollo, o se discute la mala gestión de los gobernantes de estos países. Y se convierte un debate en el que se debería hablar de justicia, en un discurso en el que se habla de caridad.
Las multinacionales que operan en los países en desarrollo deben pagar a los gobiernos los impuestos que les corresponden. No porque sean buenas, o porque de verdad se crean eso de la Responsabilidad Social Corporativa. Y sobre todo, no sólo por el riesgo reputacional que supone no hacerlo. Simplemente, porque es justo, porque es su deber moral (y en algunos casos, también legal)
Nos dicen que es cosa de las ONG y de la ayuda internacional hacer frente a la pobreza, aunque muchos nos preguntamos cómo pretenden que lo hagan, a la vez que esquilman sus presupuestos hasta niveles insospechados (nuestro último record: destinar únicamente el 0,15% del PIB a cooperación al desarrollo). En cualquier caso, la labor humanitaria de las ONG no va a acabar con el problema estructural del hambre, sino que tan solo podrá aliviarlo en lugares concretos y momentos concretos. Una fiscalidad justa, sin embargo, es una fuente de recursos mucho más confiable y poderosa que la ayuda internacional. Además, facilita que los gobiernos rindan cuentas a los ciudadanos sobre su actuación, y que éstos se impliquen en el seguimiento y monitoreo del gasto público.
Hoy más que nunca, acuciados por recortes y pérdida de derechos conquistados a lo largo de décadas, deberíamos darnos cuenta de que al menos en esto, estamos juntos. Países desarrollados y en desarrollo sufrimos por igual las consecuencias de un sistema fiscal injusto, que juega un importante papel en la crisis que estamos viviendo.
Nos pueden seguir diciendo que no hay recursos, pero nadie medianamente informado puede obviar que disponemos de una poderosa herramienta para encontrar esos fondos que necesitamos. La fiscalidad, que juega un importante papel en el escándalo de la desigualdad y el hambre, puede ser también una poderosa herramienta para enfrentarlos. Un sistema fiscal justo podría garantizar la existencia de los servicios sociales públicos que todos necesitamos para vivir de manera digna y comprar y producir los alimentos que necesitamos.
Este año, los líderes más poderosos del mundo llegarán a Reino Unido para analizar el estado de la economía global y tomar decisiones que nos afectarán a todos. Ellos pueden, y sobre todo deben, actuar para cambiar el futuro de millones de personas que viven amenazadas por el hambre y la necesidad. Convencidos de ello, en InspirACtion han lanzado una nueva campaña “G8, va en serio”, en la que solicitan los líderes del G8 que pongan en marcha una nueva Convención Global sobre Transparencia Fiscal, que exija la publicación de los nombres de los verdaderos dueños de compañías, fundaciones y trusts, de tal forma que los paraísos fiscales no puedan seguir siendo un método para ocultar ganancias poco legítimas. El G8 debería además obligar a los paraísos fiscales a compartir información de manera automática con los países más empobrecidos sobre el dinero que guardan y su procedencia, ayudándoles a recuperar los impuestos que nunca llegaron a cobrar como consecuencia de la evasión fiscal.
Acabar con el hambre es posible. Pero no nos engañemos: será difícil hacerlo si no enfrentamos las estructuras que permiten mantener los privilegios de unos pocos a costa del sufrimiento de muchos. El fraude fiscal nos sale muy caro, y es hora de enfrentarlo.
* Si quieres unirte a la campaña de InspirAction y pedir al G8 que tome medidas para impulsar una fiscalidad realmente justa que enfrente el problema del hambre puedes hacerlo aquí.