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“Los bancos son indispensables para que el capitalismo funcione; los hambrientos, no”

Martín Caparrós, autor del libro 'El Hambre'. Foto: Ekaitz Cancela

Ekaitz Cancela

¿Se imagina cómo es una vida hecha de días y días sin saber qué va a comer mañana? ¿Una vida que consiste sobre todo en esa incertidumbre, en el esfuerzo de imaginar cómo paliarla, en no poder pensar en casi nada más porque todo pensamiento se tiñe de esa falta?

Así comienza El hambre, el nuevo libro del escritor argentino Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) que llegará a España en febrero. India, Bangladesh, Níger, Sudán del Sur, Burkina Fasso, Kenia, Madagascar, Argentina y Estados Unidos son los lugares que el escritor ha elegido para relatar “la mayor vergüenza de nuestra civilización”. Con motivo del día Mundial de la Alimentación, viajó a Madrid para hablar del hambre de una forma diferente, en una mesa redonda con varios expertos organizada por Oxfam Intermón y la Fundación Por Causa.

“El hambre no es como la muestran en televisión; ese chico con la tripa hinchada y las piernas delgadas en un lugar desconocido del mundo”, explica Caparrós, de ojos claros como de gato. La gran mayoría de los 25.000 que, según el secretario general de la Naciones Unidas, Ban Ki-moon, mueren al día por causas relacionados con el hambre tienen poco que ver con las hambrunas que aparecen en los diarios. “No podrían: los colapsarían. En los diarios sale lo inhabitual, lo extraordinario”, dice. “Los hambrientos son esos olvidados que se acostumbran a comer mal, a sobrevivir con menos de lo que necesitan: a desarrollar peor su cuerpo, su cerebro. A vivir vidas mucho peores casi sin saberlo”.

Según Caparrós, “llamamos hambre no solo a la imposibilidad de comer lo necesario, sino también a la posibilidad de morir por enfermedades que se curan con 20 pesos de remedios tomados a tiempo”. Durante siete años recorrió los diferentes escenarios de una pandemia que mata más que el ébola, el sida y la malaria juntos. “El hambre es el problema ajeno por antonomasia”.

Con frecuencia cuando hablamos de los derechos humanos pensamos en la libertad, la justicia y la paz en el mundo, que no te torturen, no te maten, te permitan expresarte; no solemos pensar en comida. “El derecho a comer es un derecho humano de segunda o tercera. Todos los días, cientos de millones de personas no pueden ejercer su derecho a la alimentación y la indignación suele ser discreta”, relata quien ganó en 2004 el Premio Planeta Latinoamérica. De hecho, España aún no ha reconocido el derecho a la alimentación en su Constitución.

“En la sociedad del espectáculo, la malnutrición no tiene cómo ponerse en escena. Los números solo sirven para saber lo que ya sabemos: para convencernos. Enfriar las realidades y volverlas abstractas”, reflexiona un ya curtido escritor en mil batallas contra el hambre. 805 millones de personas no comen lo que deben, “uno de cada nueve”, dice. Cada cinco segundos, un chico de menos de cinco años se muere por hambre. “Frases que, de tan dichas, nadie escucha. La he leído, la he escrito, la he oído y dicho no sé cuántas veces: como quien dice llueve, incluso cuando llueve”, reflexiona.

El hambre es un negocio para muchos

En un mundo en el que viven 7.000 millones de personas y se producen alimentos para 12.000 millones, el problema es sencillo para Caparrós: “Si hay gente que no come suficiente es porque los que tienen comida no quieren dársela”. Señala que “solo con el grano que se produce actualmente alcanzaría para que cada hombre, mujer o niño comiera 3.200 calorías por día”, el 50% más de lo que necesitan. “El problema no es que seamos muchos; es que haya tantos que viven como si fuéramos pocos”, sentencia.

No solo la concentración de riqueza produce desigualdad, también las inversiones financieras con alimentos en la bolsa de Chicago. La utilización de los agrocombustibles como fin distinto al de alimentar o el fenómeno denominado acaparamiento de tierras son para Caparrós causa del hambre. “El colonialismo que ahora llamamos apropiación de tierras es la puesta en escena más grosera de la desigualdad entre países: unos usan las tierras de otros para producir alimentos que todos necesitan; unos se los llevan, otros se quedan sin ellos”. Un estudio de la National Academic of Sciences estima que las apropiaciones alcanzan los 100 millones de hectáreas (la suma de Italia, Japón y Gran Bretaña).

El escritor, completamente de negro, no deja de de tocarse su pintoresco bigote y tras un par de apuntes sobre la caridad como elemento de chantaje, sentencia: “Cuando Europa y EEUU entregan limosnas a sus súbditos, esperan que les alcance para mantenerlos hundidos y dominados: inofensivos, silenciosos. Darle a los pobres lo mínimo para que sobrevivan y no manchen con su sangre o sus huesos las pantallas de la televisión”.

“Aunque es curioso -se cuestiona- que los gobiernos gasten fortunas en el rescate de los bancos y no cantidades más modestas en el rescate de los hambrientos. Los bancos son indispensables para que el capitalismo funcione; los hambrientos, no. Llamémoslo desigualdad, capitalismo, la vergüenza”.

“Déjelos en el buzón, señora. Desgraciadamente ya nadie roba libros. Si fueran bombones…” dice Caparrós después de un inciso para atender una llamada. El hombre que con 19 años se exilió en Europa parece haber recuperado la esperanza. Con el reloj casi marcando el final de la entrevista, comienza a vislumbrar las claves del cambio. Radical. “Cada uno tiene una responsabilidad individual, que se vuelve colectiva cuando hay muchas personas que llegan a formas de acción comunes”.

No es una profeta

Martín Caparrós no cree ser un “profeta”. De hecho, desconoce la forma política que debe tomar el cambio: “Que haya suficiente para todos y para nadie demasiado”. Pero se lanza con una afirmación basada en el individualismo: “Los grandes momentos de la cultura se producen cuando el egoísmo de miles consiste en creer que deben hacer algo por los otros, que esa es su forma de hacer algo por ellos mismos.

El escritor se vuelve a enfundar en el traje de realidad. “Es posible que no suceda en los próximos meses o en los próximos años. Mientras tanto, miles, millones seguirán muriendo de hambre”. Y en el segundo piso de una cafetería alejada de aquellos que sufren el hambre, se sincera: “Lo único que podemos hacer es decirles lo que pasa. La mayoría de las personas eligen no mirar y es su decisión. Hacerse los tontos cuando mueren y mueren miles de personas por causas evitables es una sentencia que están tomando y que toman cada día”.

En su libro, El hambre, el intrépido escritor invita a pensar al lector con un ataque al inmovilismo: “Es probable que la postura que cada cual tome no cambie mucho el problema. Pero sí define una cuestión menor: ¿quién soy, quién habré sido? ¿Ése que nació, aprendió, trabajó, se divirtió, amó, se reprodujo, envejeció y se murió como millones cada día? ¿O habré sido, además, el que hizo lo poquito que pudo para que el mundo fuera otro?”.

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