Mohamed y Ouafe, una pareja atada a una tienda de campaña en Melilla
Al preguntar por Mohamed y Ouafe en la explanada que hay junto al CETI de Melilla, un rifeño llamado Abdellatif responde que se los llevó la Guardia Civil: “Anoche vinieron ocho chavales marroquíes que viven en la calle: la insultaron, intentaron llevársela y quemar su tienda”. Al muchacho le pegaron. Mohamed y Ouafe viven desde hace un mes en una tienda plantada en el terreno que separa un campo de golf del CETI. Él es sirio y lleva tres años huyendo. Ella marroquí, y hace cinco meses que dejó la casa familiar porque su padre no quiso que se casara con el muchacho que escapaba de la guerra.
Duermen al raso porque prefieren estar juntos y a la intemperie que separados y a resguardo. Ouafe no puede acompañar a Mohamed hasta Bruselas. Y él, cuando ya había llegado a Bélgica decidió recorrer el camino a la inversa. Regresó con ella. A una tienda de campaña, pero con ella.
El rastro del asalto es una tienda agujereada y una gran lata con restos de ceniza en el interior. Ouafe pasó los peores momentos de su vida la noche del sábado al domingo. “Nos arrojaron fuego, me arrastraron, querían llevarme, estaban borrachos, y mi novio intentó alejarlos, pero le pegaron. No había nadie para ayudar, y yo no podía hacer nada, sólo sentarme en el suelo y llorar y gritar”, relata el domingo a mediodía, en buen inglés, ya de vuelta del juzgado.
Cuenta que primero intentaron sacarla de la tienda, y que cuando Mohamed se enfrentó a ellos lo tiraron y golpearon. “Fue horrible… Nunca había vivido algo así. Yo gritaba porque le pegaban por mí y no había nada que hacer ni nadie para ayudar”, explica. Abdellatif pidió ayuda y los agresores concedieron una tregua, pero poco después se presentaron con la lata de fuego y la tiraron contra la tienda. La pelea se resolvió con la intervención de un grupo de subsaharianos que alejó a pedradas a los muchachos. Finalmente, la Guardia Civil los localizó escondidos a poca distancia, bajo un puente.
Mohamed tiene cortes y arañazos en los brazos. Han pasado tres años desde que salió de Tartus y en este tiempo él, sus padres y sus siete hermanos han atravesado Turquía, Túnez, Argelia y Marruecos, hasta llegar a Bruselas. Hoy está de vuelta en Melilla, durmiendo al raso, porque quiere que Ouafe lo acompañe a Bélgica, y Ouafe quiere acompañarlo.
Se conocieron en medio de ese periplo, en Rabat, donde él pasó unas semanas con su hermana. “Éramos vecinos. Empezamos como amigos… y después me dijo que me quería”, recuerda ella, que le da a su relato timidez y algo de coquetería: “Yo lo rechacé. ¡Soy dos años mayor! Le dije: 'Yo soy marroquí y tú sirio. No podemos casarnos'. Pero entonces empecé a quererlo también”.
Pasados meses de noviazgo, parte de ellos a distancia, él se presentó con sus padres para pedir la mano de Ouafe. “Y mi padre les dijo que no. Que no podía dejarme casar con alguien que no está establecido, que huye de la guerra… Yo lo sentí como si no lo respetara. Me dijo: ”Te casarás con la persona que yo elija“. Lo intentamos día tras día, pero no aceptó”. Decepcionada y decidida a seguir a Mohamed en su camino a Europa, la muchacha, que estudiaba para ser profesora de inglés, huyó de casa en octubre y entró con su novio en Melilla, donde ambos solicitaron asilo.
Él y su familia consiguieron pronto el estatuto de refugiados —el trámite para las personas de origen sirio suele ser más rápido— y unas semanas después volaron a Bélgica. Mohamed se trasladó a Bruselas, el destino final de su larga travesía, con la esperanza de que Ouafe se reuniese con él cuando su solicitud de asilo fuese admitida. Pero se lo denegaron, y esperó en el CETI una apelación favorable.
“Hui de casa y no puedo volver”
“Esperé cada día la llamada del abogado. 'Llamará mañana, llamará mañana', me decía a mí misma. Después de dos meses fui a su oficina y me dijo que no podía recurrir, así que volví aquí y lloré, y les dije que mi novio me esperaba en Bruselas”, relata. Ella asegura que en el CETI le prometieron ayuda y que a Mohamed le dijeron por teléfono que pronto habría buenas noticias, lo que llevó al muchacho a tomar un autobús y volver desde Bélgica: “Un martes escuché mi nombre por el altavoz. Cuando llegué al despacho me dijeron que devolviera la tarjeta y me marchara del centro. Así que esas fueron las buenas noticias”.
Mohamed, que esperaba regresar a Bruselas con Ouafe, se encontró en una tienda de campaña instalada sobre un limbo. “Ahora vivimos aquí porque no tenemos otro sitio a donde ir. Hui de casa y no puedo volver”, dice Ouafe. Los dos volverán a pasar la noche fuera del CETI, junto a Abdellatif y otros marroquíes acampados a quienes han denegado la solicitud de asilo. Todos ellos tienen, además, una orden de expulsión que deben cumplir en 48 horas.
La muchacha cubre su cabello con un pañuelo marrón. Se casaron (“según el Corán”, puntualiza ella) hace unas semanas, pero el matrimonio no tiene validez legal porque los papeles dicen que él es menor. Ouafe tiene 21 años. Mohamed tiene 19, pero su pasaporte recoge 15: así evitó que le reclutaran, asegura. Lo que le valió para esquivar la guerra le ata ahora a Melilla. “¿Qué vais a hacer?”, pregunto. “Esperar que alguien nos ayude… porque no podemos estar aquí el resto de la vida. Algo pasará. Siempre pasa algo”.