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“¿Morir en una patera? Aquí ya estamos muertos”

La población de Ksar el Kébir crece al mismo ritmo que el paro y la falta de servicios sociales. / Blasco de Avellaneda

Jesús Blasco de Avellaneda

Ksar el Kébir (Marruecos) —

Sus plazas están llenas de jóvenes; en su mayoría hombres, que se pasan el día entero fumando quif y dejando pasar los días, sin nada en qué trabajar, sin nada por qué luchar. Se agolpan también en los cafetines, en los que pueden pasar horas y horas alrededor de un único té o café que no vale más de 4 dírhams (35 céntimos de euro).

¿La inmigración? Sacar el tema es revolucionar completamente la terraza. Son pocos los que no han conseguido o intentado emigrar. Y los que no lo han logrado están, pensando en hacerlo o no les importaría arriesgarse algún día.

Hablamos de Ksar el Kébir (Alcazarquivir): una creciente población del noroeste marroquí, cuya situación geográfica en el curso medio del caudaloso río Lucus (del griego αύκοςα, ‘lobo’) y a escasos kilómetros del cardinal puerto pesquero de Larache, unida a los graves problemas sociales y económicos, le conceden el dudoso honor de ser la población magrebí que más vidas ha entregado a las aguas del Atlántico.

Paseando por sus calles y descubriendo poco a poco el que fuera uno de los principales enclaves del Protectorado Español en Marruecos, nadie se imaginaría que la ciudad soporta un paro juvenil superior al 60% y que nueve de cada diez de sus habitantes entre los 18 y 40 años “estarían mañana dispuestos a montarse en una patera y jugarse la vida sólo por escapar del lugar en el que han nacido y viven”, según señala Mustapha El Hawdi, portavoz de la Asociación Marroquí de Derechos Humanos (AMDH) de Ksar el Kébir.

Una factoría de productos lácteos y una planta de tratamiento de la caña de azúcar nos dan la bienvenida desde la carretera de Larache, ciudad con la que compite por la capitalidad de la región. Grandes plantaciones de fresas, trigo, olivos y arroz dan paso a una clásica urbe rifeña con tres grandes zocos que alimentan a los casi 150.000 habitantes que pueblan sus paseos, donde se mezclan vehículos con carros tirados por mulas y asnos.

17 almas, 30 almas, 37 almas...

“No es cuestión de que Ksar el Kébir tenga nada de especial respecto a otras ciudades. El gran problema es la propaganda que se ha hecho de España y de Europa”, asegura Mustapha, que culpa a aquellos que consiguieron el sueño de escapar de sus raíces, para ganarse la vida en el continente europeo, de alimentar las esperanzas de muchos jóvenes a los que se les nubla la vista con el dinero fácil y con la vida que pensaban que sólo era posible en las películas.

“Es tan sencillo como volver de vacaciones y venir en un bonito coche, con una buena chaqueta y unas zapatillas de marca; y hablar de que tienes trabajo allí, que las mujeres son guapas, las discotecas son enormes y que todo es estupendo. Es bueno que algunos hayan conseguido triunfar en Europa, pero otros muchos, muchos más de los que han llegado y han conseguido quedarse, han muerto en el mar, ahogados, y eso se les olvida a los jóvenes cuando la gente que regresa nombra ciudades como Madrid, Valencia, Barcelona o Marsella”.

Rabii Raissouni, presidente de la AMDH local, nos enseña recortes de periódico en los que informan de la muerte de 17 jóvenes de Ksar el Kébir en el naufragio de una patera cerca de Tarifa a finales de octubre de 1997. Otra embarcación se hundía cerca de las costas de Larache en noviembre de 2002 sepultando en el Atlántico 30 almas de “el gran palacio” (significado en árabe de Ksar el Kébir).

Pocos meses después, en aguas cercanas a Tánger, 37 más perdían la vida. Y así, decenas de reseñas de prensa que reconocen el fallecimiento de centenares de jóvenes de un pueblo que no logra retener y hacer felices a sus habitantes: “Otros cientos, o miles quizá, no han logrado ser recordados ni siquiera en la prensa; han desaparecido sin más”, remarca Rabii.

Todas esas muertes no frenan a los muchos jóvenes que, aun habiendo fracasado en el intento, continúan en su idea de probar de nuevo. Es el caso de Abdelhila, de 27 años. Hasta en tres ocasiones pagó a las mafias para subirse a una patera que le llevara hacia las costas del sur de España, algo que nunca conseguiría.

“Si tú me pagas la patera, mañana mismo me voy”

La primera vez no lograron salir más allá de la desembocadura del río Lucus: una patrullera marroquí les interceptó, truncando su sueño de raíz. Segundo intento, dos años más tarde: en cuanto la embarcación se alejó de la costa atlántica, fue sorprendida por un enorme temporal que les obligó a dar media vuelta tras perder a uno de los ocupantes en un golpe de mar.

Tercer intento, poco tiempo después: Abdelhila sube otra vez a un bote, rumbo a Tarifa. Algunos de sus compañeros ya le habían acompañado en el anterior viaje. De nuevo, a mitad de camino, el fuerte oleaje hace presagiar lo peor.

El miedo se apoderó de los ocupantes, que obligaron al timonel a dar la vuelta, pese a su negativa: “El piloto no quería volver, decía que, una vez empezado el viaje, no había vuelta atrás. Pero el oleaje era muy fuerte y tuvimos que obligarle amenazándole con dos cuchillos”. Asustado, el conductor viró con tanta brusquedad que la embarcación volcó.

Abdelhila apareció al día siguiente en las costas de Asilah (Arcila), pero 27 de sus compañeros perdieron la vida.

Ante la pregunta de si volvería a arriesgar su vida para intentar alcanzar ese sueño ansiado de llegar a Europa, Abdelhila lo tiene muy claro: “Si tú me pagas la patera, mañana mismo me voy. Quiero cambiar de vida, todos queremos hacerlo. ¿Morir? Qué más me da, aquí ya estamos muertos. Esa es la realidad, no tenemos nada, estamos todos muertos en vida. Muertos”.

“Aún no sé lo que hice para un castigo tan grande”

A su lado, un hombre toma compulsivamente café. Es muy enjuto, se le ve desaliñado y la droga apenas le ha dejado en pie un par de dientes. Se llama Ahmed y tiene 40 años. La primera vez que intentó entrar en España fue viajando en ferry desde Tánger, en 1990. Portaba 50.000 pesetas, de las de antes, prestadas por el mismo amigo que le dejó el traje que llevaba puesto. Aun así, en Algeciras rechazaron su entrada en territorio español.

Desde entonces, Ahmed ha protagonizado hasta cinco intentos más, uno de ellos por un paso fronterizo de Ceuta, donde permaneció arrestado durante 15 días antes de ser expulsado: “Me dieron una buena paliza, todavía no recuerdo muy bien qué fue lo que hice para recibir un castigo tan grande”.

Ahmed ha intentado incluso ganarse la vida en Argelia y ha llegado hasta Libia a través de Túnez en una ocasión, pero la falta de formación y de recursos económicos siempre le han impedido mantenerse con garantías fuera de su Ksar el Kébir natal.

Mohamed Hammani, líder sindical y miembro electo de la Cámara de Representantes para el distrito de Larache-Ksar el Kébir, asegura que el problema de esta ciudad es muy notable y que el fenómeno migratorio tiene atados de pies y manos tanto a dirigentes políticos como a empresarios, académicos y principales representantes de la sociedad civil.

“La emigración sobrepasa a los políticos marroquíes, que se ven indefensos en muchas ocasiones para combatir un problema que afecta de manera directa a la política, a la sociedad, a la cultura –reconoce Hammani– y que necesita de un claro apoyo económico y político unánime, tanto dentro como fuera del país, algo muy difícil de encontrar”.

Cerca de la plaza central, hay una parada de autobuses. Un chico con cara aniñada, la piel muy morena y el vestir casi andrajoso mantiene los ojos fijos en uno de los carruajes desvencijados. Se trata de Said, de 24 años. Su mirada es tan evocadora que, de primeras, es difícil percatarse de la deformidad tan patente que tiene en el pie izquierdo.

En 2008, con 20 años recién cumplidos, se enganchó a los bajos de un autobús que se dirigía a la península Ibérica. Se fue sin documentos, sólo con lo puesto y un móvil prestado. ¿Por qué él, no? Muchos de sus amigos lo habían logrado antes y el método, a pesar de ser peligroso, era “bastante seguro”.

No tuvo suerte. El autocar paró durante horas en Larache y posteriormente en Asilah, donde fue descubierto en un control rutinario después de permanecer más de seis horas aferrado a lo que creyó su salvación.

Said lo volvió a intentar poco después y se escondió minuciosamente en los bajos del vehículo hasta quedar encajado: esta vez no volverían a pillarle. No iba solo, otros dos amigos suyos viajaron adheridos igualmente en ese espacio del autobús con destino a Algeciras.

Ya en el puerto gaditano, pasó algo inesperado: “Creemos que fueron descubiertos y, como no salían, la policía española decidió deshinchar las ruedas del vehículo para que salieran todos despavoridos. Salieron todos. Todos menos Said, que estaba tan bien escondido que no fue capaz de sacar una de sus piernas”, relata Mustapha, portavoz de la AMDH en Ksar el Kébir.

El enorme trasto destrozó uno de los pies del joven que, tras pasar 24 horas en observación médica, fue devuelto a Marruecos: “Me dejaron el pie deformado y en Marruecos no quisieron arreglármelo. Ningún médico me dio una solución”, explica Said.

“Si muero, habrá sido persiguiendo mi sueño”

Después de más de cuatro años de lo ocurrido, tan sólo un cirujano de Tánger le ha asegurado que podría operarle con garantías, pero no ha encontrado nadie que pueda costearle tan gravosa operación. “Las consecuencias para él han sido radicales. Antes era un gran deportista, caminaba, corría, jugaba al fútbol. Ahora no puede ni ponerse un zapato”, asegura Mustapha.

Said, en cambio, se muestra positivo. Antes del desgraciado accidente, estaba en paro y ahora al menos trabaja –de manera irregular– en una tapicería. De lo poco que gana, ahorra lo máximo posible para volver a costearse una nueva oportunidad de llegar a España: “Quiero operarme en Europa, aquí la sanidad no es gratuita y no me fío de que me dejen el pie igual de mal”.

–Said, dos amigos tuyos desaparecieron en las aguas del Atlántico y a ti casi te cuesta la vida el querer llegar a España. ¿Estás seguro de que volverías a intentarlo?

–Si pudiera volver a intentarlo, lo haría. Todos los días nos jugamos la vida cruzando una calle o intentando ser libres y decidir por nosotros mismos. Yo no tengo nada y, si muero, habrá sido persiguiendo mi sueño. Sólo espero que algún día la gente no tenga que perder una pierna por intentar conseguir una vida digna, un futuro para ellos y sus familias.

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