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Mujeres inmigrantes subsaharianas: doblemente marginadas

Muchas mujeres son obligadas por sus propios compatriotas a prostituirse en los campamentos de inmigrantes/ Fotografía: J. Blasco de Avellaneda

Jesús Blasco de Avellaneda

Nador (Marruecos) —

En la novela de Alice Walker, The Color Purple, Albert, un hombre perverso y misógino, le dice a Celie, su esposa, a la que maltrata a diario: “Eres pobre. Eres negra. Eres fea. Eres mujer. No eres nada”. Una frase que para la mayoría de los llamados occidentales puede parecer de una crueldad extrema, pero que en el África subsahariana se torna en la única realidad conocida para millones de mujeres.

Los abusos, la poligamia, los matrimonios pactados, la desigualdad social, la misoginia, los patriarcados radicales, la falta de derechos civiles y la concepción de que la mujer no tiene sentimientos o no siente placer son sólo algunos de los muchos problemas con los que se enfrentan a diario las subsaharianas.

Algunas optan por la resignación; otras esperan, con bendita paciencia africana, un milagro o sueñan simplemente con levantarse un día y que todo haya sido un mal sueño. Las hay quienes, desde la franja que va desde el Senegal hasta Etiopía, se han puesto en pie de guerra, sabedoras de la importancia de la figura femenina en esas sociedades y que día a día luchan, hasta dar la vida en muchos casos, por recuperar siglos de olvido y represión.

Otras, en cambio, deciden migrar hacia el mundo blanco en busca de una vida más digna; tal vez huyendo para no ser casadas por la fuerza con hombres mayores que ellas, quizá por miedo a que les mutilen brutalmente los genitales o, en otros casos, simplemente para poder estudiar o realizarse como seres humanos.

Durante ese caminar hasta conseguir llegar a Europa pierden el poco amor propio y el sentimiento de humanidad que les pudiera quedar y se convierten en verdaderos cuerpos inertes que vagan como zombis por las rutas de la inmigración irregular con un rumbo fijo casi inalcanzable: el viejo continente; y sin un pasado, sin mirar atrás.

Es necesaria esta actitud, aseguran, es necesario no sentir nada y pensar que ya has muerto, que no pueden hacerte más daño del que te hicieron en su día para poder sobrevivir al duro y frustrante camino. Dicen que la paciencia y el saber aceptar los distintos avatares de la vida son virtudes en el resto del mundo pero, en el África subsahariana, son necesidades obligatorias para no enloquecer.

Fátima cree que ella no podría nunca casarse con un africano, que algún día encontrará un buen europeo que la cuide. Es risueña y desafiante. Lleva una bolsa en cada mano y otra bien grande sobre la cabeza. Acaba de comprar carne y tabaco por encargo de un intermediario para abastecer al campamento donde habita. Esa es su labor: todos los días camina más de dos horas desde el bosque en el que acampa –en las montañas de Selouan, un poblado a pocos kilómetros de Nador, al norte de Marruecos- para comprar principalmente tabaco y, a veces, también algo de comida. Luego vuelve con la mercancía y junto con una amiga está obligada a pasarse el día vendiendo cigarrillos entre los subsaharianos de todos los campamentos que pueblan esas colinas.

Es el precio que tiene que pagar para que los intermediarios –hombres encargados de velar por el bienestar de sus compatriotas- no la expulsen del asentamiento, la denuncien a las Fuerzas Auxiliares marroquíes o, peor aun, se lo comuniquen a los chairman -jefes de los campamentos-. Si te denuncian a un chairman puedes perder la oportunidad de irte en patera, estar sin comer días, sufrir abusos o incluso tener que dar placer a los hombres que él te indique.

Huyó de Camerún hace más de siete años porque no quería que la casasen por la fuerza con un bígamo al que apenas conocía. Además, quería estudiar y poder trabajar fuera de casa, valerse por ella misma.

Tardó sólo dos semanas en llegar desde Yaoundé hasta alcanzar Marruecos, la puerta al continente europeo. Pero pronto se vio bloqueada en el país magrebí víctima de la represión policial, de los engaños de las mafias, de la falta de recursos económicos y de la imposibilidad de saltar la valla que rodea Melilla.

Es increíble ver cómo no deja de caminar rápida, erguida, femenina y sonriente en todo momento bajo un sol abrasador y una humedad que hace que la ropa se te pegue al cuerpo.

Asegura que hay gente buena en Marruecos pero que la mayoría no quiere a los negros, que te saluda amablemente pero luego ellas, las mujeres, te denuncian a las fuerzas de seguridad, y ellos, los hombres, conocedores de tu situación, siempre quieren aprovecharse de ti.

En estos años ha recibido dos palizas y han intentado violarla al menos tres ocasiones, unas veces magrebíes y otras subsaharianos. Cuenta como en una de ellas lo consiguieron. Eran tres hombres y ella estaba cansada de caminar; por más que se resistió la fuerza de ellos pudo más que la valentía y el amor propio de ella. Estuvo varios días malherida, sin apenas poder andar y sin ganas de comer. Mientras relata los hechos sigue andando para no retrasarse en entregar el tabaco pero, sobre todo, no deja de sonreír con una mueca sincera de oreja a oreja que deja salir una perfecta dentadura que reluce impoluta.

Uno, en su raciocinio de 'demócrata occidental', no puede por más que inquirir: ¿No sufres? ¿No guardas rencor? ¿No te sientes desafortunada?; pero la respuesta viene a ponerle a uno en su sitio: “Es la vida que me ha tocado vivir. Además, eso ya pasó; hoy toca intentar comer y no caer enferma”.

Y es que la verdadera lucha diaria, el día a día de millones de mujeres africanas, es lidiar por no enfermar, por tener algo que echarse a la boca, por no morir en un parto, por no tener que verse obligada a acostarse con algún malnacido o por no contraer el SIDA.

Así lo corrobora Julia que asegura ser centroafricana pero tiene miedo de revelar su nacionalidad. Desde pequeña demostró ser una mujer fuerte, inteligente e independiente. Al ver las palizas que infligía su padre a su madre y la crueldad con la que los hombres trataban a las mujeres, a pesar de ser ellas las que mantenían con su trabajo, esfuerzo y tesón los hogares, decidió que nunca querría saber nada de ellos, de los hombres.

Conforme creció se fue dando cuenta de que le empezaban a atraer las mujeres. Pero eso no era posible: una lesbiana en el África negra es incluso peor que un albino. Es alguien a quien se puede perseguir, vejar, tratar como un rastrojo e incluso obligar a acostarse con hombres, cuantos más mejor, para librarle de lo que algunos consideran una enfermedad, la peor que Dios te puede enviar.

Pensó que alejándose de todo eso encontraría un mundo mejor, más abierto y humano. Pero el camino hasta la frontera de Marruecos con Argelia fue muy duro. Tuvo que tapar su orientación sexual y mostrarse más receptiva con los varones para que no sospecharan de ella y la maltrataran o repudiaran.

Tras intentar acceder a España en varias ocasiones y llevar varios años teniendo que acostarse con hombres, ocultando para ello su orientación sexual, ha perdido la esperanza de alcanzar el mundo blanco y se plantea volver a su país. No quiere volver, sabe que allí le espera una lenta agonía, pero tiene miedo a quitarse la vida y tampoco le encuentra sentido al suicidio porque piensa que ya murió cuando tuvo que dejar a su madre y que todos estos años no han sido más que un vagar por el infierno. De momento sobrevive sin apenas hablar con nadie, apartada del resto de mujeres, que la temen y la ven como a un bicho raro, y de hombres, que la desprecian y sólo se acercan a ella para utilizarla en beneficio propio.

Son los dos mundos que conviven en África: uno de cara al turista; alegre, musical, pobre pero digno, servicial a la vez que feroz, aunque aparentemente justo. Y otro cruel, infame, inhumano y despreciable, que permanece oculto a aquellos que se acercan al continente negro con prisas y de forma aséptica.

Naira así lo reconoce y va más allá: afirma que con dinero se está bien en cualquier parte pero que sin dinero mejor no estar en el África occidental o el Magreb. Porque es cuando uno comienza a desenmascarar esa cara oculta, quizá el verdadero rostro, según se mire, de un grupo de países pobres, sin derechos, sin trabajo y con un futuro incierto.

Salió de Mali después de la muerte de sus padres. Su hermano mayor falleció cuando ella era pequeña. De niña, un día, mientras se bañaba en el río, un hombre insistió en que él la acercaría a la ciudad; lo que ella no sabía es que la contraprestación era acostarse con él. Quedó embarazada. Durante ocho años hizo todo lo posible por sacar adelante a su hijo, pero cada vez la situación era más difícil. No tenía prácticamente nada y el país vivía momentos convulsos. Le hablaron de la posibilidad de viajar de manera irregular, sin visado, y accedió, no tenía nada que perder. Dejó a su pequeño con una familia amiga y se marchó buscando dinero para ofrecerle mejor vida que la que ella había tenido. Durante dos días no pudo dejar de llorar.

Se suponía que en menos de dos semanas iba a llegar a la costa norte de Marruecos y que allí se subiría a una embarcación rápida que en pocos minutos la dejaría en alguna playa andaluza. Tardó casi tres meses en llegar a Rabat y allí permanece todavía después de tres años.

Malvive con un grupo de inmigrantes indigentes en la pobre barriada de Takadoum; sin dinero para llegar a Europa y sin fuerzas para volver con las manos vacías. En todo momento la acompaña Abdoulaye, un senegalés algo más joven que ella. Se conocieron cuando unos hombres abusaban de Naira. Él lo presenció todo pero no pudo ayudarla.

No era la primera vez que ella sufría abusos en su periplo migratorio. Abdoulaye cuenta que las personas que guardan las fronteras, aquellas que controlan a los inmigrantes y las que sobre ellos tienen poder o autoridad suelen pedir dinero para obtener un permiso, cruzar una aduana o permanecer en un asentamiento. Cuando ellas no lo tienen se aprovechan de ellas, las violan o incluso las obligan a prostituirse. Es muy duro ser mujer en este camino y más si eres negra y pobre.

Naira viajó sola y tuvo que abandonar a su pequeño. Otras huyen de la pobreza y la desesperación con la prole a cuestas. Es el caso de Aissa y Marie, que iniciaron el camino, una desde Liberia y la otra desde Burkina Faso, con tres hijos cada una a su cargo.

Ambas mujeres son huérfanas y viudas y llevan más de dos años residiendo en Marruecos. Aissa huyó de la violencia y la pobreza; Marie simplemente quería morar en un sitio en el que pudiera decidir sobre sus hijos y lograra darles un futuro más digno que su pasado.

Marie tiene ahora cuatro hijos y Aissa está a punto de salir de cuentas del quinto retoño. Todos los nuevos miembros de ambas familias son fruto de abusos y violaciones por parte incluso de compatriotas compañeros de asentamiento.

Cuando hablan de sus pequeños se les saltan las lágrimas. Las primogénitas de ambas son niñas y ya van teniendo una edad y adquiriendo una figura de preadolescente, algo que las convierte en el punto de mira de aquellos seres sin escrúpulos que rondan entorno a las mujeres indefensas en esta parte del mundo.

Llegar a Europa es ya una obsesión; una imperiosa necesidad para que sus hijos no vivan todas las penurias que ellas han vivido y para que tanto dolor no les haga inmunes al sufrimiento o termine por hacerles perder del todo la cabeza.

Fátima, Julia, Naira, Aissa y Marie –nombres ficticios para preservar la identidad de estas enérgicas mujeres- han sufrido mucho, han tenido experiencias horribles que por más que intentan no logran dejar atrás. Todas ellas son pobres, son negras, son mujeres y no son nada para una parte de las sociedades en las que nacieron y en la que ahora sobreviven. Pero la principal característica de todas y cada una de ellas es que, a pesar de todo, no dejan de sonreír con esas espectaculares muecas que lucen como marfil sobre ébano. Son fuertes, luchadoras, inteligentes, incombustibles y tienen el poder de vencer todo sufrimiento con la energía de la fe y la esperanza. Son el motor del África subsahariana y únicamente necesitan creérselo para poner en marcha el continente y llevarlo con rumbo fijo hacia el futuro.

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