El fantasma de la vieja Europa
En el verano de 2015, Europa revivió una época cuyas imágenes recordamos en blanco y negro. Fue en Hungría donde se hizo más evidente. Los refugiados que huían de una guerra y que por lo demás no pretendían quedarse en ese país fueron rodeados por centenares de policías, subidos por la fuerza a trenes y conducidos bajo engaño a campos de internamiento. En el incidente más detestable, pintaron números en el brazo de los extranjeros para tenerlos identificados.
El gran rabino de Hungría no podía creer lo que estaba viendo: “Fue horrible ver esas imágenes de policías poniendo números en los brazos de esa gente. Me recordó a Auschwitz. Y luego subían a las personas a un tren, vigiladas por guardias armados para llevarlos a un campo donde los encerraron. Desde luego que eso evoca los recuerdos del Holocausto”, dijo Robert Frolich.
El rabino no pretendía hacernos creer que esos refugiados iban a ser asesinados ni que sus vigilantes eran nazis. Sí tenía claro que las tácticas empleadas no eran muy diferentes de las habituales en las dictaduras, sobre todo del régimen cuya destrucción permitió mucho tiempo después a Europa iniciar un proceso para que nada de lo que ocurrió entonces pudiera repetirse.
La memoria histórica, el recuerdo del horror de la primera mitad del siglo XX, ha sido un elemento fundamental en el reconocimiento de todo lo que ha hecho posible la Unión Europea, y también ha servido para justificar premios como el Nobel de la Paz. Siempre que la UE parece al borde del precipicio, un símil casi tópico en la última década, se ha aludido a ese pasado, ahora ya supuestamente imposible.
La UE ha enterrado a ese monstruo en una esquina del jardín, pero no ha dejado de mirar hacia ese lugar, como si temiera que pudiera revivir algún día.
También se aludió al cierre de esas heridas históricas con la ampliación de la UE a la Europa del Este. Tras ser liberados del dominio soviético, esos países fueron acogidos bajo la premisa de que era necesario poner fin a un larguísimo paréntesis histórico marcado por la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Países como Polonia, Hungría, la República Checa y Eslovaquia eran Europa, y por tanto asumirían sin problemas eso que se ha dado en llamar los valores europeos.
Al elegir la parte de la historia que nos interesa, olvidamos lo ocurrido en otros momentos anteriores como si fueran irrelevantes. Franceses, alemanes y holandeses han sido aleccionados para renunciar a lo peor de su legado histórico para que no ponga en peligro el presente y el futuro. No es así en Europa del Este, donde somos testigos de un retorno al pasado.
La ruptura de ese gran crisol de culturas y etnias que fue el imperio austrohúngaro produjo, al igual que había ocurrido tras el fin del imperio turco en Oriente Medio, una constelación de países con fronteras que garantizaban conflictos durante décadas.
La identidad nacional se afirmó a partir de la necesidad de imponerse sobre el otro para sobrevivir, cuando a veces ese otro era un ciudadano del mismo país, pero no un compatriota porque pertenecía a una minoría étnica. Aún peor era cuando había otros compatriotas que habían quedado arrinconados en un Estado vecino y cuya suerte envenenaba las relaciones entre los nuevos países.
Los movimientos nacionalistas giraron hacia el fascismo en los años 30, como también ocurrió en Europa Occidental, y en algunos países, no en Polonia obviamente, se aliaron con los nazis, tanto porque los consideraban aliados naturales como para afrontar la amenaza que venía de Moscú.
Cuarenta años de comunismo parecían haber acabado con esos sentimientos al promover el internacionalismo como ideología oficial. También servían de pantalla de la dominación soviética, como quedó claro en Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968. Sólo fue una ilusión. El regreso de la democracia liberal –o mejor dicho, la llegada por primera vez– sirvió para recuperar esa tensión permanente entre nosotros y ellos.
Víctimas y agresores
“Un aspecto importante de la concepción de identidad nacional en Europa Central es asignar a tu propio idioma y cultura el papel histórico de víctima mientras otros grupos étnicos son retratados colectivamente como agresores”, ha escrito el politólogo austriaco Peter Josika. “Este punto de vista es transmitido de una generación a la siguiente a través del sistema educativo, los medios de comunicación y el sistema político”.
Cuando los políticos que se oponen a la llegada de refugiados o los que disculpan esa oposición quieren mostrar un talante moderado, ocultan esos sentimientos, muy arraigados y promovidos desde el poder, y prefieren justificar todo por razones económicas. No somos tan ricos como en Londres, París o Berlín. No tenemos mucho que compartir.
“La gente debe recordar que Polonia está en transición desde el comunismo sólo desde hace 25 años”, dijo en 2015 el expresidente Lech Walessa durante la crisis de los refugiados. “Nuestros salarios y hogares son aún más pequeños que en Occidente. Mucha gente aquí no cree que tenga que compartir nada con los inmigrantes. Especialmente, cuando ven que esos inmigrantes a menudo están bien vestidos, algunos mejor que muchos polacos”.
Esos son los políticos moderados. Los que olvidan que el siglo XX supuso una corriente permanente de refugiados desde una Polonia destruida por dos guerras y cuya integridad nacional estuvo en peligro durante décadas. Los polacos que huyeron de la persecución fueron acogidos en varios países occidentales formando allí diásporas potentes que mantuvieron sus señas de identidad.
Desde la entrada del país en la UE, ha habido otra corriente de migración, esta vez económica, a otros países europeos. Hasta 800.000 polacos han vivido en Gran Bretaña, y cifras menores en otros estados, disfrutando de la libre circulación de personas. Son los que no podían encontrar trabajo y que dejaron de engrosar las listas del paro en su país. Además, envían cada año dinero a sus familias en Polonia. En 2014 esas transferencias alcanzaron 5.580 millones de euros, equivalentes al 1,3% del PIB (el porcentaje es aún mayor en el caso de Hungría, un 3,3%).
La historia fue cruel con Polonia en el siglo XX hasta niveles inconcebibles. Pero si hoy es un país étnicamente homogéneo con una muy escasa población de origen extranjero es por la aniquilación de su comunidad judía y los desplazamientos forzados de población posteriores a 1945. Su falta de empatía por lo que pueda pasar a personas que han visto su sociedad destruida por la guerra evoca la misma acusación que los polacos lanzaron contra el resto de Europa en los peores momentos del siglo pasado.
Una respuesta xenófoba en Polonia
El anterior Gobierno polaco aceptó recibir unos 7.000 refugiados sirios (el país tiene ahora 38 millones de habitantes). Las elecciones devolvieron al poder en octubre al partido ultranacionalista Ley y Justicia. La nueva primera ministra, Beata Szydlo, se comprometió inicialmente a respetar esa cifra, pero el atentado de Bruselas le dio la excusa perfecta para echarse atrás. “No podemos permitir una situación en la que los sucesos que ocurren en los países de Europa Occidental se trasladen a territorio polaco”, dijo un portavoz del Gobierno.
Dentro del país no necesitaban ningún atentado para tenerlo claro. En la provincia de Podkarpackie, a los alcaldes se les envió un cuestionario para que dijeran a cuántos refugiados estaban en condiciones de dar cobijo. Ninguno respondió con una cifra. “Nuestros valores, nuestro compromiso con la tradición y la religión católica, hacen que seamos menos abiertos a recibir a gente con una religión y unos valores completamente diferentes a los nuestros”, explicó la gobernadora, Ewa Leniart. Definitivamente, el concepto de valores tiene matices muy diferentes cuando te trasladas hacia el Este.
En el caso de Polonia esa aversión por el Islam no es incompatible con el antisemitismo. En una encuesta de 2013, un 63% de los polacos decía que existe una conspiración internacional judía para controlar las finanzas y los medios de comunicación, un porcentaje muy similar a la respuesta dada a la misma pregunta cuatro años antes. Como en otros países, las personas de una etnia o religión diferentes son por definición una amenaza.
Es en Hungría donde el rechazo a los refugiados desde el poder ha cobrado un cariz más virulento. Se trata de la consecuencia lógica del dominio de la política húngara por el partido del primer ministro, Viktor Orbán.
Fidesz aprobó en su último congreso una moción en la que denunciaba que el intento de la Comisión Europea de repartir con cuotas la acogida de decenas de miles de refugiados, nunca plasmada en la realidad, podía suponer “la erradicación de los fundamentos cristianos de la civilización europea”.
Contra la democracia
No es sólo la xenofobia lo que propulsa la ideología reinante en Hungría. Al igual que Putin o Erdogan, Orbán ha decidido que la democracia liberal es una reliquia del pasado a la que hay que dar el tiro de gracia. Repite muchos de los argumentos ideológicos con los que en los años 30 los nacionalismos étnicos defendieron que un sistema totalitario era la respuesta más adecuada para vencer al marxismo. Un nación, un partido y un líder eran los instrumentos con los que conquistar la victoria.
La letra ha cambiado algo, pero la música suena muy parecida. “La era de la democracia liberal ha terminado”, dijo en un discurso en 2014 ante simpatizantes de su partido en Rumanía, donde la minoría húngara supone un 6,5% de la población del país. En esa intervención, presentó los gobiernos de China, India, Rusia, Turquía y Singapur como modelos que conviene imitar.
Orbán presentó la crisis iniciada en 2008 como otro momento decisivo en la historia europea, al nivel de 1945 o del fin del comunismo: “El Estado del bienestar ha acabado con sus reservas. Ahora, sólo subsiste aumentando su deuda y ya no es una forma sostenible de existencia en Occidente. No merece la pena seguir ese modelo insostenible. Copiar los modelos occidentales es una forma de provincianismo que nos matará”.
Tales críticas no impiden que su partido Fidez forme parte del Partido Popular Europeo. Y que Orbán sea recibido con aplausos en los actos del PPE, como el que tuvo lugar en Madrid en octubre de 2015. Para los conservadores, la correlación de fuerzas en el Parlamento Europeo es motivo suficiente para abrazar estas ideas reaccionarias y antiliberales que no son muy diferentes a las del Frente Nacional en Francia y otros movimientos ultraderechistas.
El mismo Orban presentó en el acto de Madrid el principal argumento para que la UE no asuma las obligaciones impuestas por la legislación internacional en materia de refugiados. Consiste simplemente en definir a los ciudadanos europeos como víctimas y a los extranjeros como una amenaza inminente. “Pensar en ellos (los refugiados) como víctimas no debe llevarnos a que nosotros nos convirtamos en víctimas. Sólo porque no los consideramos nuestros enemigos no debe hacer que actuemos contra nosotros mismos. Nuestra responsabilidad moral consiste en devolver a esta gente a sus hogares y sus países”.
Frente a estas “víctimas”, Orbán sostiene que junto a los refugiados están llegando “combatientes extranjeros”, que la mayoría de ellos son hombres en edad militar –y si se ven en las imágenes muchas mujeres y niños es por una supuesta conspiración de los medios de comunicación– y que esa marea de gente que huye de la guerra forma un “ejército”.
Europa ha reaccionado de forma pusilánime ante esta ofensiva reaccionaria. Los gobiernos no admiten que los mensajes que llegan de Polonia y Hungría son la antítesis de esos tan citados “valores” que han inspirado a la UE desde su fundación. Ni siquiera aceptan los insuficientes planes y cuotas de acogida aprobados por la Comisión Europea. Excepto la primera reacción de Alemania en el verano de 2015, los demás gobiernos –la mayoría de ellos, conservadores– han optado por dejar correr el tiempo antes que asumir sus no demasiado exigentes responsabilidades.
La última solución este año ha sido firmar un acuerdo con Turquía, presa de una deriva autoritaria con otro hombre fuerte como Erdogan para quien la democracia es sólo un molesto grupo de limitaciones que hay que obviar en situaciones de emergencia. El objetivo es conseguir que los turcos se queden con los refugiados y poner fin a su entrada a través de Grecia.
La UE ha hecho de su sistema disfuncional de resolución de conflictos el punto de partida ante cualquier emergencia. Pero las guerras y sus consecuencias no se detienen ante el anuncio de una nueva cumbre europea dentro de semanas o meses. Esa palabra tan empleada como es “gobernanza” se convierte en algo ridículamente vacío cuando no hay valores que la sustentan. Europa ha dejado el campo libre a los que ahora rechazan sus principios fundacionales. No es nada extraño que su pasado haya vuelto para perseguirla.
Artículo publicado en la revista de eldiario.es dedicada a la crisis de los refugiados.