La madre del 'Aylan español' cruzó el Estrecho porque la UE le denegó el visado para curarse un tumor
A sus cuatro años cumplidos en diciembre, Samuel Kabamba era un niño más: le gustaba disfrazarse, poner morritos en los 'selfies' y jugar al fútbol. Su equipo era el Real Madrid. Un crío como otro; el pequeño de seis hermanos. Su familia le hacía fiestas de cumpleaños y su colegio fotos cursis vestido con el uniforme escolar.
Samuel no había conocido ni la guerra ni el hambre. Tampoco la desgracia, que llegó toda de un golpe. Fue el 14 de enero, cuando él y su madre, Véronique Nzazi, murieron ahogados en el estrecho de Gibraltar, a 6.000 kilómetros de su casa. El cuerpo que se cree es el suyo recaló hace dos semanas en una playa de Barbate, en Cádiz. Las olas arrastraron a Véronique hasta la costa de Argelia. Allí apareció el jueves pasado, a cientos de kilómetros del niño aún sin identificar al que ya llaman el “Aylan español”.
La tragedia se empezó a esbozar otro 14 de enero, justo un año antes, cuando la Maison Schengen (Casa Schengen), la institución que gestiona los visados de la mayor parte de países de la Unión Europea en la República Democrática del Congo –no los de España-, comunicó a Véronique que el visado turístico que había pedido para viajar a Europa le había sido denegado, como publicó El Periódico.
La puerta a la Unión Europea se cerró así ante esta mujer que no había pedido el visado por capricho ni para hacer turismo. Véronique estaba enferma; tenía un tumor en el cuello desde hacía 18 años, explica su marido, Aimé Kabamba. Un tumor “muy doloroso” y que ya había sido operado en Congo dos veces. Sin éxito, la masa tras su oreja izquierda seguía creciendo y su médico le dijo que debía ir a Europa, “a Francia o a España”, a operarse.
Su primera idea no fue pedir un visado turístico, sino un visado médico. En su casa de Kinshasa, el padre saca dos presupuestos de una carpeta. Uno es del hospital La Paz, en Madrid; el otro de un centro de París, el Saint Joseph. Los dos ascienden a varios miles de euros.
Las exigencias de un visado médico europeo
Con estos presupuestos en la mano, los Kabamba se informaron de los trámites para viajar a Francia “por razones médicas”. Lo que descubrieron fue desalentador. En la web de la “Maison Schengen” de Kinshasa, la documentación y los requisitos económicos y de todo tipo que se exigen para este visado, el “C”, parecen imposibles de cumplir, no ya para un congoleño que no pertenezca a las élites, sino para cualquier español medio.
Además de poder demostrar que había pagado por adelantado parte de los gastos médicos en un hospital francés –sin haber sido anteriormente examinada allí–, Véronique debía proporcionar un sinfín de documentos: la reserva de un billete de avión de ida y vuelta, reservas y justificante del pago de un hotel, un certificado de “acogida” del ayuntamiento en el que fuera a residir, un seguro médico y de viaje con todas las coberturas, las tres últimas nóminas y una declaración jurada. A ello se añade un certificado del médico de la Embajada de Francia que determinase que su dolencia no podía ser tratada en Congo, entre otros trámites. Todo con tres meses de antelación.
Por último, se le exigía que justificara, a través de los movimientos de su banco y de sus tarjetas bancarias, poseer “medios de subsistencia suficientes y regulares”, no solo en Congo sino también para el viaje y la estancia. La web de la Maison Schengen no precisa una cantidad.
Aimé Kabamba, el marido de Véronique, recuerda muy bien a cuánto ascendía la cifra mínima: “Entre 20.000 y 30.000 dólares” (entre 18.700 euros y 28.000 euros) en el banco.
A un diplomático europeo consultado por eldiario.es y que ha exigido anonimato, esa cantidad le parece coherente con lo que se suele reclamar, sólo para que las autoridades europeas se planteen siquiera poner la pegatina de ese visado “por razones médicas” en un pasaporte congoleño.
“Pensamos que lo mejor era tratarse en Europa”
Abrumados, los Kabamba renunciaron a pedir el visado médico y pidieron uno turístico, algo menos exigente. En vano, pues este documento les fue denegado con dos razones. La primera, el hecho de no acreditar medios económicos suficientes –la mujer no tenía una nómina pues ayudaba a su marido en la iglesia en la que ejerce como pastor– y dos, un supuesto riesgo de que esta madre de seis hijos y 44 años abandonara a su marido y a su prole para quedarse en Europa.
Poco importó que su perfil no tuviera nada que ver con el congoleño tipo que, según las estadísticas, entra o se queda en Europa sin papeles: hombre, joven y sin cargas familiares.
Aimé recuerda: “Fue entonces cuando decidimos que Véronique viajara por su cuenta y se llevara a Samuel, que también estaba enfermo, pues tenía problemas pulmonares, por lo que pensamos que era mejor que lo trataran en Europa”. Tras llegar a Argelia en avión en abril y entrar en Marruecos, “todo iba bien”, sostiene. La mujer “estaba intentando obtener un visado” desde allí.
A mediados de enero, el silencio; la madre que llamaba a su hija mayor, Jemima, todos los días para preguntarle “qué habían comido” los pequeños, dejó de llamar. El 16 de ese mes, dos días después del naufragio, el teléfono sonó. Al otro lado de la línea no estaba Véronique, sino “un desconocido desde Marruecos”, que le contó a Aimé que su mujer y su hijo habían desaparecido en el mar.
Ni hambre ni guerras: una familia de clase media
Los Kabamba viven en una casa adosada de dos plantas en el barrio de Gombele, en la comuna de Lemba, en Kinshasa. El padre es pastor de una iglesia evangélica y los cinco hijos que le quedan visten vaqueros y miran un televisor de plasma mientras decenas de familiares siguen llegando para pasar la noche en colchones dispuestos en el salón de la casa, como es costumbre en los duelos en Congo.
Los Kabamba son una de esas familias de la incipiente –e invisible para los medios occidentales– clase media congoleña, que manda con esfuerzo a sus hijos a la universidad, se compra Mercedes de segunda mano y acude al médico cuando están enfermos.
Pagándolo todo, porque en Congo –un país cuyo Estado ha sido definido como “una máquina para saquear”- no existe una sanidad pública. En esta tierra tan rica que reposa sobre una cueva de Ali Babá –oro, diamantes, tantalio, estaño, cobre, entre otros minerales– los enfermos deben incluso comprar el hilo con el que el cirujano los cose.
Véronique “temía por su vida”, recuerda su marido ante una foto de ella y otra de su hijo colgadas de una tela lila en una especie de altar improvisado. Sin alzar la voz, se indigna: “No es justo que incluso en casos reales, en casos humanitarios, sea tan difícil obtener un visado. Nos lo negaron diciendo que mi mujer podía quedarse en Europa. No era verdad. Ella amaba a su marido y a sus seis hijos. ¿Cómo iba a dejarnos aquí? Sólo queríamos que la operaran, pagar la operación y que volviera a casa”.
Este hombre parece no comprender esa política de todo o nada de la Unión Europea. El todo para esos ricos de fortunas demasiado grandes como para no ser opacas, que obtienen sin problemas los visados de la UE. La nada para los demás congoleños; gente como Véronique, la mujer que intentó entrar legalmente en esa Europa esquiva antes de tratar de atravesar el Estrecho con su hijo pequeño.
Hoy, Aimé Kabamba tiene la pegatina de un visado europeo en su pasaporte. Se lo ha dado la embajada de España en Kinshasa para que viaje a Cádiz y reconozca el cuerpo de un niño que yace en una morgue de la ciudad. El niño que se cree es su hijo Samuel.